Guerras de Lechuga
Traductora: Alba Cruz-Hacker
Para
todos aquellos decepcionados con el atrofio de nuestro presente.
Para aquellos que reconocen la posibilidad de alcanzar
Para aquellos que reconocen la posibilidad de alcanzar
un
mejor futuro para la humanidad.
Y especialmente para aquellos con la audacia de soñar y trabajar,
Y especialmente para aquellos con la audacia de soñar y trabajar,
con
el valor de vivir y morir para crear un mundo sin explotación y opresión.
Para el futuro, cuando nuestros nietos y las
generaciones que nos siguen pregunten con incredulidad,
“¿De verdad que existía un sistema que permitía que alguna gente viviera de la explotación laboral de otros? ¿Cómo pudo pasar eso?”
“¿De verdad que existía un sistema que permitía que alguna gente viviera de la explotación laboral de otros? ¿Cómo pudo pasar eso?”
RECONOCIMIENTOS
Ante todo, como tuve el privilegio de ser parte
de uno de los movimientos sociales más importantes de nuestros tiempos, es a los
trabajadores agrícolas, y a todos los que lucharon mano a mano con ellos, a
quienes les debo este reconocimiento. Por lo tanto es mi más ferviente deseo que
esta obra sirva como un reconocimiento, aunque limitado, para honrar a aquellos
que fueron protagonistas de este movimiento.
En cuanto a la multitud de individuos que contribuyeron para que este
trabajo fuera posible, sólo mencionaré a algunos por sus nombres. Uno de ellos es
mi sobrino, Stven Stoll, cuyo ánimo, apoyo y oportunos consejos me motivaron a
salvar los obstáculos
de este proyecto. Otro es Mickey Hewitt, cuya amistad abarca décadas y quien
generosamente me brindó su tiempo y sus conocimientos, leyendo, discutiendo,
asesorando y compartiendo sus experiencias. Un tercero es Rafael Lemus, uno de
esos labradores “ordinarios”; un líder sin quien no existiría el movimiento.
Estoy agradecido por las horas que pasé escuchando sus historias; un breve
segmento de las cuales he incluido en este libro. Rafael falleció en mayo del
2010. Finalmente, Aristeo Zambrano y Mario Bustamente, quienes en mi humilde
opinión son, entre
los líderes de los sindicatos de la tropa de labradores agrícolas en la región de
Salinas, el más importante legado del movimiento. Esta obra se benefició de sus
experiencias, sagacidad, y de su contagiosa
pasión por la justicia social.
También extiendo mi
gratitud a los tantos otros agricultores, veteranos de la década de los 70s, que
compartieron sus historias y opiniones en sus hogares, en las calles, en
diferentes lugares como la tienda de donas Kristy’s y en el Hotel De Anza en Caléxico, en donde tuve el honor de escuchar
las memorias y observaciones críticas de aquellos que dedicaron toda una vida a la
labor agrícola. También siento mucha gratitud por las docenas de trabajadores en Salinas,
Huron, Coachella y Caléxico, quienes dedicaron parte de su tiempo para compartir con un extraño y su libreta en mano, sus perspectivas,
experiencias, desagrados, y a veces sus experiencias jocosas de la vida en los sembrados
de hoy. A ellos les debo una declaración contundente que, la lucha en contra de
este monstruoso y explotador sistema de apartheid continúa.
Por supuesto, estoy en deuda con
mis maestros colegas y amigos que leyeron
el manuscrito en diferentes etapas, ofreciéndome sugerencias, consejos, y sobre
todo, ánimo. Su apoyo y entusiasmo a menudo sirvieron como antídotos a las paralizantes
dudas que de vez en cuando surgieron en mi mente. También estoy en deuda con el
historiador Sid Valledor, porque durante nuestras largas conversaciones aprendí
mucho sobre las contribuciones de los labradores filipinos al movimiento de los
70s.
William LeFevre, en la
Biblioteca Reuther de la Universidad Wayne State, hogar del archivo de la UFW
(“United Farm Workers of America”), también me brindó
su invaluable asistencia cada vez que la solicité. Además de los bibliotecarios
desde un punto hasta el otro en el Valle Central de California, quienes
aliviaron mi dificultosa jornada por los archivos de microfilm. Asimismo quiero
reconocer a mi gran amiga y ex colega, Maria Roddy, y al personal de la
biblioteca Salinas Steinbeck, cuya lucha y empeño han mantenido las puertas de
esas bibliotecas abiertas; y cuyo cuidado y meticuloso trabajo han preservado una
invaluable y bien organizada colección de materiales sobre los años de las
guerras de lechuga, en la década de los 70s.
El hambre constante por tacos de
Frank Bardacke fue el inicio de todo para mí, en el 1971. Los conocimientos sobre
la labor agrícola de Bardacke; además de su invaluable trabajo de investigación
y escritos sobre la historia de los labradores, han enriquecido mi
entendimiento; como también lo han hecho las obras de Ann Aurelia Lopez y Miriam
Pawel, entre otros.
En sus obras, Bob Avakian ha
defendido con audacia la revolución; osando avanzar una teoría revolucionaria y
fortaleciendo así nuestra esperanza, que nuestra maltrecha y difamada humanidad tal vez pueda forjar un
futuro transmutado y nuevo. A su visión y constancia, le debo mucho.
No puedo concluir sin antes
reconocer a mujeres como Guillermina, Angelina, y Juanita, cuyos espíritus han
sido un poderoso, aunque poco reconocido, motor en la lucha de los labradores
agrícolas. En el pasado, ellas fueron parte de mi inspiración y continúan
siéndolo. Ningún movimiento genuino, que busca justicia social o liberación en
los campos de sembrados, o en el mundo, puede ser concebido sin la
participación y la energía liberadora de tales mujeres.
9 / GUERRAS
DE LECHUGA
INTRODUCCIÓN
SAN
FRANCISCO, 1984
Había
llegado el crepúsculo, unas horas antes de que mi turno terminara. La línea de
taxis frente al Hotel St. Francis en San Francisco era el juego de azar de
siempre. Quédate en la fila y toma tus chances o recorre las calles en busca de
pasajeros y espera ser rebotado por toda la ciudad como una bola de ping-pong. Te pusiste en línea porque,
como la gente que juega con las máquinas tragamonedas, siempre existe el chance de que
te ganes el premio gordo. Aquí inviertes tus minutos, no tu dinero, pero la
anticipación es similar. Un viaje al aeropuerto representa la mejor bonanza. Es
mejor apostar aquí, frente al hotel, que rondar las calles o tomar tus chances
con las llamadas del radio portátil montado en el tablero. Y de hecho, un radio
mañoso. Aunque en el St. Francis
puedes fácilmente quedarte esperando por quince o veinte minutos para conseguir
un pasajero hasta el Embarcadero, por sólo $5.
Este es uno de los
dolores de cabeza, y una de las atracciones, de conducir un taxi: Los dados
siempre están rodando. En un trabajo por hora tienes la seguridad de saber lo
que te vas a llevar a tu casa al final del día. Un taxista nunca sabe. No
importa lo malo del día o aún de la semana, el chance de ganarte el aventón
grande anda detrás de cada llamada y de cada “seña.”
Las compañías de taxi
de San Francisco sitúan la seducción de jugársela en el mismo medio de la
descripción de trabajo del taxista cuando, en el 1978, respaldaron una
proposición electoral que ganó el favor de los votantes y que resultó en el
establecimiento de un acuerdo de arrendamiento. De repente,
los empleados de las compañías de taxi eran “contratistas independientes.”
¡Independencia! Uno de esos términos seductores que ocultan las realidades
menos atractivas, como la pérdida de beneficios de salud y de retiro provistos
por la compañía. En fin, la pérdida de todos los beneficios. Independencia,
¡Sí, claro! Te quedas por tu cuenta, y ¡buena suerte!
10 /
GUERRAS DE LECHUGA
Mientras la línea en
el St. Francis se deslizaba lentamente hacia adelante, y mi taxi avanzaba por
pulgadas hacia el frente de la jauría, mantenía mi vista en los huéspedes que
partían de la puerta de entrada. Este con maletas, aeropuerto; aquel en ropa
casual, probablemente en camino al Embarcadero; detrás de ellos la mujer bien
vestida, aferrada a una bolsa de Macy’s, quizás de regreso a su casa en la
Marina o en Russian Hill.
Cuando un hombre
alrededor de los cuarenta, ataviado en traje y corbata, salió por la puerta llevando
una maleta de mano y un portatraje, expectación corrió por mis venas. Y cuando
llegué al primer lugar en la línea y escuché el trancazo de mano abierta del
portero en el baúl de mi Taxi Desoto, me sentí agradecido— un pasajero al aeropuerto,
¡por fin! Mi irritación con la extendida y hambrienta mano del portero (gesto
hecho con mucha delicadeza para que el cliente no se diera cuenta), mientras colocaba
el equipaje en el baúl, se molificó con la seguridad de un viaje de $30. Inmediatamente empecé a calcular mis
opciones: podía jugar la ruleta del aeropuerto o volver pelado de regreso a la
ciudad.
Mi pasajero se instaló en el asiento trasero y
nos dirigimos por Powell hasta Ellis. De ahí bajamos a Stockton, cruzando la
calle Market, hasta entrar a la autopista por la Calle 4. Mirando a mi
benefactor por el espejo retrovisor, le pregunté, “¿Qué línea aérea?” Y él me
respondió, “United”. El hombre tenía la cara corpulenta de aquel no extraño a
la mesa de comer. Llevaba su cabello castaño en un estilo corto, pero lo
suficientemente largo como para peinárselo para un lado. Estaba bien afeitado,
sin ningún vello facial. Un comerciante o un abogado, supuse. Este no era un
turista. Se veía demasiado práctico y sensato para serlo.
Yo estaba en mis primeros años como taxista. Todavía me fascinaban las
conversaciones y siempre anticipaba algún intercambio interesante o alguna
historia para pasársela a mis amigos taxistas, en el lote en donde esperábamos
para entregarle al despachador nuestras hojas de ruta, las entradas y los
sobornos (propinas) del turno. La
apreciación y el entusiasmo para hacer el oficio (algo que caracteriza los
primeros años
en el trabajo y quizás para algunos la atracción permanece por más tiempo) se
desgastaba gradualmente dentro de mí,
11 /
GUERRAS DE LECHUGA
como los
neumáticos de mi taxi, por las implacables obligaciones del tráfico, por la
tiranía de la repetición.
Puede que sea cierto
que cada persona que se monta en un taxi es potencialmente una historia. Pero
como cualquier labor de minería, toma energía y esfuerzo el recuperar una
pepita de oro en medio de la escoria del parloteo normal. Ese día, mi energía se elevó un poco,
vigorizada por la buena fortuna de que me tocara una tarifa al aeropuerto. Así
que excavé.
Me enteré que mi pasajero regresaba a Chicago, o quizás era Nueva York,
después de varios días de reuniones. “Me encanta tu ciudad”, me dijo como
muchos visitantes suelen decir. “Pero no pude ver casi nada esta vez.
Demasiadas reuniones largas.”
¿Y qué tipo de
reuniones eran? “Pues negocios de abogados, hombre, estrategias legales y todo
lo demás.” Ah, un abogado, como yo pensé, pero lo de “hombre” en medio de eso
me hizo pensar en algo menos derecho que lo que su apariencia daba a ver.
Estaba buscándole otro mango a la conversación cuando él ofreció, “Me estaba
reuniendo con algunos de los productores agrícolas locales. Bueno, no
exactamente locales, de Salinas. ¿No es muy lejos de aquí, verdad?” “No, no muy
lejos”, le contesté y luego indagué, “¿Qué tipo de productores?” “De lechuga y
vegetales”, me informó, “buscando cómo salirse de sus contratos con los sindicatos
de obreros”.
“¿Y usted es parte de
eso?” le pregunté. “Sí, asesoría legal, estrategias, ese tipo de cosas. Esos
contratos son acuerdos legalmente vinculantes. No se pueden deshacer así por
así. Hay asuntos que deben ser considerados.” Pausó, dándole palmaditas al
bolsillo de su saco, como si
estuviera asegurándose de que no se le había olvidado algo. ¿Su boleto aéreo,
tal vez?
“Y si las compañías
dejan de hacer negocios y después vuelven a operar bajo un nombre diferente,
¿entonces no tienen que cumplir con los compromisos legales de la compañía
previa?” En el retrovisor, sentí la mirada de mi pasajero. “Suena como que
tienes una mente legal. Puede que estés en el negocio equivocado.” Se rio.
“Bueno, he escuchado
que cosas así están pasando en Salinas”, le dije. “¿Lo leíste?” me preguntó. “Sí, algo así. Pero no recuerdo dónde.”
12 /
GUERRAS DE LECHUGA
En realidad
sabía bastante de Salinas, de los sindicatos de labradores y de los productores
de lechuga. Había pasado la mayor parte de la década anterior trabajando en los
campos de lechuga, y conocía a gente que aún laboraban ahí. También sabía que
las cosas iban por mal rumbo para ellos. Pero no quería ponerme a explicar todo
eso. Quería escuchar lo que mi pasajero tenía que decir.
El
abogado fue franco. Discutió deshacerse de los sindicatos como otro en su
profesión explicaría la escritura de un testamento o la elaboración de un
contrato. Él estaba interesado en
cuestiones técnicas y legales, como un arquitecto carcomido por los detalles de
diseño e ingeniería de un edificio; no sobre cómo se vería afectado el
vecindario en donde el mismo ha sido construido. O como el tecnócrata diseñando
una bomba: absorto, indiferente, o más bien aislado de las consecuencias
letales de su arquitectura. Pero también había un toque de cinismo en sus
palabras, como si él supiera que había algo contaminado en su negocio.
La conversación había tomado un giro inesperado, y encontré el viaje, el
cual yo había pretendido concluir lo antes posible, demasiado corto como para
satisfacer mi curiosidad. Disminuí levemente la presión de mi pie sobre el
acelerador mientras los nombres Hanson, Sun Harvest, Cal Coastal, Salinas
Lettuce Farmers Co-op y otros desfilaban de la boca de mi
pasajero. Él veía abogados aburridos, trazando notas en cuadernos de tamaño
legal, y a los bien vestidos representantes de los productores agrícolas,
discutiendo estrategias legales. Yo, en cambio, imaginaba a los autobuses
recién pintados y repletos de
labradores; e imaginaba a esos mismos labradores en los campos de lechuga, con
sus cuchillos asomándose en sus bolsillos traseros, o parados en la calle en el
frío de la mañana, tratando de conseguir un trabajo con la misma trepidación de
soldados derrotados en batalla y que viven con
la esperanza de recibir un tratamiento indulgente por parte de sus captores.
Cuando llegamos al
carril de United, abrí el baúl y coloqué su equipaje en la acera. Entonces le
dije lo que sentía que debía decirle. Tan sólo para aliviar algo de la presión que se había
acumulado en mi pecho durante el viaje.
13 /
GUERRAS DE LECHUGA
“¿Sabe
usted que cuando los dueños de las fincas disuelven los contratos con los
sindicatos, los labradores pierden
su jerarquía, sus beneficios de salud, y hasta sus trabajos? Esto crea un
sufrimiento real; no sólo a ellos, sino también a sus familias y a sus hijos.
Todo el mundo se ve afectado. Además, esos contratos fueron ganados después de
una larga y ardua batalla.” El abogado levantó la vista de su equipaje y me dio
dos billetes de veinte. “Nadie prometió que la vida es justa,” fue lo único que
me dijo. Y yo pensé, osadía es fácil cuando no es tu espalda que está aplastada
en contra de la tierra. Con un breve encogimiento de hombros, el abogado me
miró. Por un momento parecía como que iba a decirme algo más, pero
levantó su maleta y portatraje de la acera. “Quédate con el cambio, colega”, me
ofreció y se fue a tomar su vuelo.
14 / GERRAS DE LECHUGA
1 1. LA CUADRILLA DE DESHIJE
O LOS AGACHADOS
Seaside, California, Primavera 1971
APESAR DE LA SERIEDAD DEL ASUNTO traté de no reírme. “¿Tú quieres que le
prenda fuego a este lugar?” Ben ni me miró. Sus ojos permanecieron fijos en la
pared adyacente al cuarto de refrigeración, en donde tenía los sacos de arroz y
frijoles, y las latas de chile para los chiles rellenos. Sus ojos reflejaban su
agotamiento y su voz una desesperación profunda. “Rosa por poco se suicida hace
dos noches”, me dijo. “La bala estuvo así de cerca de su corazón.” Me mostró
sus dedos con sólo una pulgada separándolos. “Hemos estado teniendo problemas,
¿sabes?” Yo sabía. ¿Pero Rosa con una pistola en contra de su corazón? La
imagen me parecía irreal.
Sabía que
la situación era difícil. La Autopista No.1
ya no pasaba por Seaside, así que el tráfico no fluía por el distrito comercial
como cuando Ben y Rosa abrieron su pequeño restaurante en Fremont Boulevard
hacía unos años atrás. Antes de eso, su primer restaurante había sido desplazado de
su sede original cuando la renovación urbana arrasó con todo un vecindario,
transformándolo en una ridícula plaza de automóviles en medio de la ciudad. Y
ahora parecía que iban a perder este lugar también. Rosa, abatida por problemas
de dinero, o quizás por otras cosas que yo desconocía, apuntó una pistola a su pecho,
respiró profundo, y disparó una bala que atravesó su cuerpo con sólo un suspiro
previniendo que acabara, para siempre, con su aliento.
Ben dirigió su mirada hacia la puerta que unía la
cocina con el área de comida para llevar, al lado del pequeño estacionamiento,
y me comentó, “Con el dinero del seguro puedo empezar de nuevo. Es más, te podría
dar unos cuantos miles”. Sus manos grandes descansaron en su regazo, sobre el
delantal que usaba cuando cocinaba.
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 15
“Ben”, le respondí. “Margaret
vive en el piso de arriba. Otra gente vive arriba. ¿Qué tal si alguien muere?” Margaret,
una madre soltera y la mesera del restaurante, había trabajado para Ben y Rosa desde
que el restaurante se mudó a Fremont Boulevard. Su apartamento estaba
justamente encima del restaurante. No que yo hubiese considerado el complot de
Ben aunque ese no fuera el caso.
Ben me miró a los ojos por primera vez desde que el
tema surgió pero inmediatamente esquivó mi mirada. “Tienes razón, Bruce, es una
idea loca.”
Y pensé, ni te imaginas cuan
loca, Ben. Ni te imaginas. Pensé en varios días atrás cuando tuve que ir al
trabajo recostado en el asiento trasero del carro del abogado de la Asistencia
Legal Rural de California, la CRLA, para
evadir a la policía que había ido a buscarme a mi casa. No le había dicho nada
a Ben, y ahora no estaba seguro si debía comentárselo. Tampoco sabía si debía contarle
que había estado en la cárcel de Seaside por una boleta de infracción corregible. O sobre el cuartito con barras en aquella cárcel, en donde
le grité obscenidades a uno de los policías quien parecía encontrar mi desasosiego
súper divertido. O sobre el agente de la FBI quien convenientemente se apareció después de mi encarcelamiento y quien sólo quería que le contestara unas “simples”
preguntas sobre mis “asociaciones políticas”. Me burlé de sus preguntas y le respondí
con petulancia. En aquel entonces era demasiado joven e insensato como para
mantenerme callado; demasiado ingenuo como para realmente comprender cuánto me
protegía el privilegio de mi lugar de nacimiento; cuánto me reguardaba ese
simple detalle de la realidad que él representaba. Pero no tan ingenuo como
para no darme cuenta que alguien me andaba vigilando.
No le dije nada de esto a Ben. Él tenía suficientes cosas que lo
preocupaban, con una esposa en el hospital y un negocio a punto de hundirse. Y
bueno, como joven al fin, yo le tenía algo de desconfianza a la gente mayor.
“Sabes que no puedo seguirte
empleando, ¿verdad?” Me dijo Ben. “Quizás dos semanas pero no más”. “Lo siento.”
le contesté. Y de verdad que lo sentía. Ben y Rosa me caían muy bien y me
gustaba
16 / GUERRAS DE LECHUGA
cocinar en su restaurante, aun cuando estaba súper
ocupado y era un reto seguirle el ritmo a las órdenes: enrollando enchiladas y
friendo rellenos, preparando los frijoles y el arroz y entonces poniéndolos en
un plato y cubriéndolo todo con el queso rallado en la cacerola de acero inoxidable; sacando los platos calientes
de la estufa, colocándolos sobre la mesa desde donde los meceros los recogían con
sus respectivas órdenes sujetas debajo del plato; y luego, con el mismo
movimiento, haciendo que otro plato desapareciera en la cueva oscura y caliente.
A veces, aun lavar platos o
limpiar pisos eran juegos. Me encantaba cuando Zoraidita, la hija de Ben y Rosa
cuyo nombre el restaurante llevaba, andaba por el sitio. Si no estaba muy
ocupado, cogía el trapeador y bailaba por toda la cocina hasta que ella se reía
tanto que se tiraba al piso, deleitada de ver a un adulto actuando tan
destornillado. También me gustaban las veces cuando mis amigos venían a la
ventanilla de comida para llevar y yo les daba tacos y nachos de gratis, aunque
tampoco le iba a mencionar eso a Ben.
Pero otras veces me sentía muy molesto. No por
el trabajo o por el calor de la cocina, pero por la música que se insinuaba los
viernes y sábados por la noche desde la barra de los Okie güeros que quedaba al
lado. Lo que más me fastidiaba era la canción de Merle Haggard, “El Lado
Peleador Mío” (“Fightin’ Side of Me”), a todo volumen como si fuera un himno;
un himno para todos los ignorantes. Y los ignorantes la tocaban una y cien
veces hasta que yo quería tirarle un sartén a la pared que permitía que el
sonido penetrara.
Mis días
como cocinero estaban por concluir cuando FJ se apareció en la ventanilla de
comida para llevar. Enrique, mi compañero en la cocina, y su novia, estaban
sentados en el área de comida rápida y yo no iba a estar regalando ninguna comida
frente a Enrique. Además, me estaba sintiendo un poco culpable por el aprieto
en que Ben y Rosa se encontraban, así que tenía que cobrarle los tacos a FJ,
aunque a él no pareció importarle. De hecho, estaba de muy buen humor; no algo
raro para FJ, a quien le encantaban los chistes. Él sabía sobre nuestros
problemas en el restaurante y que yo
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 17
pronto iba a tener que buscar trabajo.
Ambos éramos refugiados del
movimiento radical de Berkeley. Yo había llegado a Seaside a finales del
invierno del 1969, a trabajar en un proyecto en contra de la guerra de Vietnam
en uno de los cafés de los GI, con algunos soldados que habían
servido en la guerra y otros que aún estaban en servicio activo. FJ, veterano
del movimiento anti-guerra, se había mudado hacia el sur, a la Península de
Monterey, con visiones de combinar sus pasiones por escribir, el béisbol y el
activismo político. Nos conocimos unos meses después de que el café GI en
Seaside abriera sus puertas, a principios del 1970.
“Creo que te tengo una propuesta
que te va a gustar”, me comentó FJ. “Los otros días le di un aventón a un tipo cerca
de Ord. Lo llevé hasta Monterey y hablamos por el camino. Me dijo algo bastante
interesante. ¿Te acuerdas de la huelga en Salinas el año pasado?”
Sí, yo sabía de César Chávez. Rosa tenía
un artículo sobre él en la pared del área de comida para llevar. Y el Valle de
Salinas, una de las principales áreas agrícolas del estado, estaba muy cerca de
Seaside; Sólo un poco más arriba por la misma carretera. La primavera anterior había ido a Seaside con unos cuantos GI
y con otros activistas civiles, desde Fort Ord hasta Salinas (una de las raras veces
que había estado ahí), para servir como oficial de seguridad en un mitin de labradores
agrícolas en donde Chávez había hablado. Yo era parte de un grupo llamado
Movimiento para una Fuerza Militar Democrática, o MDM, como es conocido por sus
siglas en inglés. El movimiento fue ideado por los soldados de la Marina en
Camp Pendleton, y luego se extendió hasta Fort Ord y más allá. Alguien en el
grupo había hecho arreglos para que ayudáramos a los labradores, así que nos
aparecimos al mitin con los GI en ropa civil, en camisetas y brazaletes del MDM.
Cuando llegamos, los organizadores nos mandaron a recorrer el campus de la universidad,
a ver si espiábamos a cualquiera que estuviera causando problemas. Los rumores
eran que los productores agrícolas habían amenazado que iban a interrumpir el
mitin. Así que estábamos en guardia alrededor del mitin, y en el techo de un
edificio cercano Aunque no estábamos seguros a quién
18 / GUERRAS DE LECHUGA
exactamente era que debíamos estar velando. Al
fin de cuentas el mitin se realizó con relativa tranquilidad, al menos en
cuanto a interrupciones se refiere.
Pero aparte de ese mitin, yo desconocía lo que
pasaba en los campos de Salinas. Aquella primavera nuestro enfoque eran las protestas
estudiantiles que se manifestaban por todo el país, en respuesta a la invasión de Camboya. Los soldados y los ciudadanos civiles
del MDM, como yo, llegamos al Teatro Griego, en el campus de la Universidad de
California en Berkeley, como invitados de los estudiantes en huelga. Malik
Shabazz, uno de los soldados líderes de Fort Ord, se dirigió a los miles de
estudiantes abarrotados en aquel teatro, agradeciéndoles por su rebelión en
contra de una guerra que contraponía a personas pobres y viviendo bajo opresión
en los Estados Unidos con personas que ellos no tenían ningún interés o derecho
en pelear.
Unos días después nos aparecimos en la
Universidad de Stanford también, justo cuando la olla estaba a punto de
desbordarse. En uno de los auditorios los estudiantes más conservadores, que para
entonces argumentaban un punto de vista pacifista, debatían a los estudiantes
más radicales sobre los pasos a tomar después que Nixon invadió a Camboya, y
proponían realizar una sentada o algo parecido en forma de protesta. Los
estudiantes radicales no estaban de buen humor y querían una acción más
decisiva, como sacar del campus al ROTC o Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales
de Reserva de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
La indignación era palpable en el aire y penetraba
hasta los huesos. La guerra seguía escalando a pesar de que Nixon había
prometido que iba a empezar a traer a las tropas de regreso a sus hogares. El
público estaba furioso por los bombardeos secretos en Camboya, cuyo alcance
y mortandad apenas empezaban a relucir
a la luz del día. Los estudiantes radicales, la
mayoría de los presente en aquella reunión, estaban prácticamente hirviendo,
pero querían escuchar lo que los soldados en medio de ellos tenían que decir
sobre la situación. Los GI también estaban descontentos y amargados. La mayoría
eran veteranos de Vietnam, enojados porque
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 19
sentían que ellos habían peleado por una mentira.
Y como tal estaban atraídos al espíritu indignado de los
estudiantes y al análisis radical del Sistema que los había enviado a combatir.
El 1968 había sido un punto de descarrío.
La Ofensiva del Tet en enero había extinguido la “luz al final del túnel” que
el Presidente de los Estados Unidos, Lyndon Johnson, insistía que veía. El
asesinato de Martin Luther King Jr. en abril, y la revuelta que siguió, inflamó
los fuegos de rebelión en los ardientes corazones de jóvenes en y fuera de
uniformes militares. Muchos estaban convencidos que no valía la pena defender
al régimen existente. De hecho, muchos de los GI estaban concluyendo que habían
estado apuntando sus armas en la dirección equivocada; que sus enemigos eran en
realidad aquellos que les habían dado las órdenes. Como resultado, lo que los soldados
dijeron en ese auditorio en Stanford atizó las llamas. Al elevarse la
temperatura, uno de los miembros del personal docente nos dijo que era prudente
que nos fuéramos antes de que la mierda empezara a salpicar. Nos fuimos. Y
salpicó.
No mucho después que regresé a Seaside, recibí noticias que los estudiantes en Stanford ¡le habían prendido
fuego al edificio del ROTC!1 En el café GI y en la base militar las
cosas seguían frenéticas. Todo ese verano enfrentamos numerosos intentos de
sabotaje y diferentes tentativas para deshacer la organización, la cual había
crecido rápida y dramáticamente. Para nosotros, la huelga de labradores
agrícolas de aquel distante agosto de 1970 era un eco lejano.
“Entonces, ¿qué
dijo el tipo que le diste el aventón?” Le pregunté a FJ. “Pues me comentó que
había pasado unas semanas trabajando en los campos en Salinas. ¿Sabías que ahora
hay una oficina de empleo del sindicato? La abrieron después de la huelga; parte
del contrato y todo eso. Podemos conseguir trabajo a través del sindicato, ¡en
los campos!” FJ se rio y se rio, agarrándose la barriga. “Sería fantástico, ¿verdad?”
Aunque yo
no lo viera de esa manera, no se lo iba a admitir por nada. FJ estaría más que dispuesto
a contradecirme. Yo no tenía ni la menor idea de lo significaba trabajar en los
campos. Pero necesitaba un
20 / GUERRAS DE LECHUGA
trabajo, y en realidad la idea de trabajar en los
campos, en medio de labradores, me parecía interesante y estupendo.
Cuando le dije a Ben mi decisión de irme a trabajar a los campos de
lechuga, me relegó con una mirada paternal. “Bueno, unas cuantas semanas allá
afuera no te harán daño”, me comentó, dándome la impresión de que él no creía
que yo iba a durar mucho. En cuanto a eso, yo no tenía ni la menor idea si iba
a durar o no. Sólo sabía que con el cierre del café GI, y como la mayoría de
los soldados organizadores (aún activos en sus servicios militares) estaban regresando
a sus hogares, no había nada que me atara a Seaside.
Despachado
Así que un lunes en abril, FJ y yo nos dirigimos
hacia el suroeste de Seaside, por la carretera de Monterey-Salinas. La Autopista
68 cruza un estrecho valle que circunvala la pista de carreras de Laguna Seca y
a Fort Ord. También pasa por las ondulantes colinas de las Montañas Santa Lucia,
las cuales forman el borde oriental del Valle Carmel. En River Road, la
autopista atraviesa un amplio y fértil valle que se
origina en la Bahía de Monterey, en su punto norte, y
que se extiende ochenta millas al sur, hasta después de San Ardo.
Salinas se encuentra al extremo
norte del Valle Salinas, a unas cuantas millas de la bahía pero lo
suficientemente cerca como para recibir sus brizas frescas y húmedas. La ciudad
está situada a ambos lados de la Autopista 101, que es el moderno retoño de la
vía que era, durante la colonia
española, El Camino Real.
Encontramos a la oficina del
sindicato de los trabajadores agrícolas en la calle Wood, en un edificio que había
sido una oficina de correos; a media cuadra de la calle Alisal, en el distrito
con el mismo nombre. La oficina no era más que un salón amplio, con sillas y
banquillos colocados al azar a lo largo de sus paredes. Como una docena de
hombres y mujeres en ropa de trabajo estaban sentados en pequeños grupos a lo
largo de su perímetro. Luces fluorescentes
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 21
colgaban del techo, conectadas por varillas de
metal. En la pared del fondo, un enorme rótulo pintado a mano proclamaba “¡Viva
La
Huelga!”, y en la pared adyacente, un estante
de revistas estaba repleto de periódicos y folletos en inglés y español.
Varias ventanillas provisionales
al final del salón aparentaban como que acababan de ser martilladas usando
madera de pino y contrachapado. Arriba de uno de los huecos rectangulares un
pequeño rótulo escrito a mano decía, “Despachos”.
FJ y yo esperamos en la corta línea que avanzaba
lentamente. Cuando llegamos al frente, una mujer como de treinta años de edad nos
saludó calurosamente y nos preguntó, “¿Están aquí para trabajar?” Los dos
asentimos con la cabeza. Ella se nos quedó mirando por varios segundos, esperando
quizás que nos diéramos cuenta que habíamos cometido un error. “Tenemos
trabajos deshijando y escardando, ¿está bien?” Asentimos otra vez.
“Soy Gloria”, nos dijo mientras
llenaba los papeles para despacharnos a trabajar. “Bienvenidos a nuestro nuevo
sindicato. ¿Saben que después del último contrato el pago por hora es de $2.10?
Es el más alto en todo el valle”. Gloria nos brindó una sonrisa brillante y nos
entregó nuestros papeles de despacho. “Tienen que pagar los aportes sindicales por
adelantado”. “¿Y cuánto es?” preguntó
FJ, metiéndose la mano al bolsillo en busca de su cartera. “Son $10.50 por
tres meses. Le pedimos a todos que paguen por adelantado, así nadie los molesta
por tres meses”. Ninguno de los dos le comentamos lo que pensábamos: ¿Qué tal
si no durábamos tres meses? Y aparte de eso, apenas teníamos suficiente como para
pagar un mes. “Pueden pagar después que reciban su primer cheque”, Gloria nos
aseguró. “Pero no se olviden. No podemos continuar luchando sin fondos”. Otra
vez, FJ y yo le contestamos con cabeceos de afirmación.
Gloria nos preguntó si sabíamos llegar
a la dirección escrita en el papel de despachos, y enfrentada con nuestro
silencio, procedió a dibujarnos un mapa. “Aquí es donde van a encontrar a su
autobús. Tienen que estar ahí a más tardar a las 5:15.” Mi entusiasmo inicial se
estrelló en contra de otra emoción, pánico. ¡Iba a tener que levantarme a las
cuatro de la mañana para llegar a tiempo! Cuando
22 / GUERRAS DE LECHUGA
nos dimos la vuelta para irnos, Gloria nos dijo,
“No creo que ustedes
hayan trabajado alguna vez en los campos, ¿cierto?”
Esta vez sacudimos nuestras cabezas y ella se sonrió. “¡Qué tengan suerte!”
El cielo estaba aún oscuro cuando
llegamos al estacionamiento que Gloria nos dibujó en el mapa. El corralón, como lo llamaban los trabajadores, se encontraba cerca de la Calle Market, al
lado del edificio en donde estaba alojada la oficina de la Asociación
de Trabajadores Agrícolas del Estado de California. El estacionamiento era
inmenso, con una fila de autobuses blancos al fondo, sus lados estampados con palabras
que no podíamos leer por la distancia. Luces amarillas rebotaban en las
ventanas de los autobuses, ampliando su destello y contrastando con los
edificios oscuros que nos rodeaban.
Al acercarnos, pudimos leer la
palabra Intraharvest estampada en letras verdes en la mayoría de los buses. También
descubrimos que el corralón era uno de los principales puntos de confluencia
para todos los autobuses que transportaban a los
trabajadores de las empresas que habían permitido la formación del sindicato recientemente.
Las empresas que no firmaron con el sindicato, o como oficialmente se llamaba,
el Comité Organizador de Trabajadores Agrícolas Unidos, reunían a sus
cuadrillas de labradores en otro lugar.
Ese día, por lo menos una docena
de aquellos autobuses blancos y verdes de Interharvest esperaban en el corralón,
con uno que otro bus de compañías como Fresh Pict y D’Arrigo Brothers. FJ y yo
lo observábamos todo mientras trabajadores seguían
emergiendo desde las calles laterales; sus pasos resonantes en la quietud de la
mañana. Las mujeres venían vestidas con chaquetas y sudaderas. La mayoría llevaban
gorras de béisbol impresas con los nombres de compañías o pueblos, con la
palabra “México” o con el águila negra estilizada que era el símbolo del
sindicato. Debajo de sus gorras, muchas de ellas tenían pañuelos grandes que cubrían sus
frentes, y en algunos casos sus rostros, aunque casi todas dejaban las extremos
de los pañuelos colgando por sus
mejillas. Los hombres también llevaban capuchas de béisbol, o sombreros
vaqueros de ala ancha, o hasta
sombreros de paja. Algunos tenían
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 23
gorras tejidas. Como las mujeres, muchos de los
hombres traían bolsones de mano en varios colores, cargados con termos de boca grande y recipientes de
alimentos. Algunos de los trabajadores empuñaban tazas de café.
Saludos efusivos interrumpieron la quietud de la
madrugada. También carcajadas y lo que asumimos eran bromas animadas por el
movimiento de brazos y los apretones de mano.
Era el primer año que el sindicato
organizaba a los trabajadores de los campos de vegetales; la primera temporada
después de la gran huelga del verano anterior. Y quizás la rareza de ver a un
par de jóvenes gringos preguntado con torpeza por tal o aquella cuadrilla coincidía
con la peculiaridad del momento. Algo dramático había cambiado y ahora éramos,
en cierto sentido, parte de la transformación.
Los trabajadores estaban
congregados en pequeños grupos cerca de los autobuses. En uno de ellos, reconocí
a Gloria de la oficina del sindicato, con su tabla sujetapapeles en mano y aparentemente
tomando notas y discutiendo algo que cautivaba la atención del grupo a su alrededor.
Por fin localizamos al autobús
que nos tocaba y nos dirigimos hacia la puerta. Cuando nos subimos, el chofer se
notaba claramente perplejo y los papeles de despacho que le entregamos aparentemente
no aliviaron su confusión. De todas formas nos hizo señas para que nos
sentáramos.
Como todavía estaba oscuro afuera,
las luces interiores del autobús permanecían encendidas. FJ y yo caminamos por el
pasillo, sintiendo las miradas de los trabajadores, algunas curiosas y otras obviamente
divertidas. Esa madrugada, los que esperaban en sus asientos para irse a los
campos variaban desde muchachas al final de la adolescencia hasta mujeres alrededor
de los cuarenta; también había una que otra mujer pasada de esa edad. Casi
todos los hombres eran igualmente o adolescentes u hombres mayores. Después nos
enteramos que, por lo general, a mediana edad los hombres elegían trabajos a
destajo porque éstos ofrecían mejor paga; aunque exigían más, físicamente
hablando.
24 / GUERRAS DE LECHUGA
Avanzamos hacia el fondo del
autobús, pasando una que otra muchacha, unas cuantas parejas de hombre y mujer,
y las que aparentaban ser madres con sus hijas adolescentes. También vimos unos
cuantos hombres de diferentes edades, incluyendo a uno que nos saludó en
inglés, y quien luego supimos era el representante de la cuadrilla. Al final
del bus nos encontramos con la figura silenciosa de un señor en ropa oscura,
con su gorra de béisbol empujada hacia atrás y fumando una pipa. El hombre se
distinguía del resto porque era el único leyendo el periódico, sosteniéndolo
frente a sus ojos a un ángulo, tratando de captar la luz.
FJ y yo nos sentamos juntos en la parte
trasera del autobús. Yo estaba un poco nervioso, y después de darle un último
vistazo a mi alrededor, me acomodé
con mis rodillas apoyadas en el respaldo de metal del asiento de en frente.
Un momento después el chofer haló la palanca de la puerta y la cerró. Luego prendió el motor
y lo puso en el primer cambio con un corto pero agudo rechín. Saliendo del
lote, el autobús dio unos cuantos bandazos hasta que se unió al tráfico en la
calle Market. De ahí nos dirigimos al sur, hacia los campos.
El viaje tomó algunos treinta
minutos, incluyendo varias paradas que hicimos para recoger a trabajadores esperando
en las esquinas de las calles. Recuerdo como hoy que el ruido del motor aumentaba
o disminuía de acuerdo a su aceleración o desaceleración. Aun puedo escuchar la
resonancia metálica de los cambios cayendo en su lugar, el repiquetear de las
ventanas y la vibración de quién sabe qué tornillos y remaches; el estrépito de
la cadena que sostenía a los inodoros portátiles que remolcábamos. Adentro del autobús,
las conversaciones eran escasas. De vez en cuando alguien se volteaba para asegurarse que los dos fantasmas todavía
estaban con ellos. Éramos un par bastante extraño, FJ y yo, con nuestros
cabellos claros, piel clara, y gestos anglos. El hecho de que ninguno de los
dos llevábamos un sobrero puesto, bueno, eso nada más nos hacía resaltar.
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 25
El bus continuó su trayectoria sur en la 101 hacia
las afueras de la ciudad. El tráfico era mínimo pero podíamos ver otros
autobuses de
diferentes colores. Algunos tenían filas de
carros detrás. Luego que pasamos un letrero que leía “Chualar” nuestro autobús
se desvió de la autopista y seguimos por un camino de tierra.
El sol se empezaba a vislumbrar
detrás de las montañas Gabilan. Sus destellos abarcaban el valle completo, penetrando
hasta las cumbres que ascendían sobre River Road. La neblina proveniente de la
costa humedecía el aire y el suelo permanecía bañado por el rocío. El aroma de
los campos, las esencias de tierra y vegetales flotaban en la atmósfera.
Llegarían a ser aromas muy familiares. Gradualmente, en la pálida luz de la
mañana, pudimos discernir los contornos y esquemas de los campos: Algunos
marrones y llanos, mientras que otros eran bandas de retoños verdes, brotando entre
las columnas de tierra oscura. En los puntos más altos del
camino pudimos distinguir el alcance de los campos que cubrían el valle como
una gigante colcha de retazos; una colcha que se enroscaba hacia arriba en las
laderas de las distantes colinas.
Nuestro autobús se detuvo en un
sendero flanqueado por una zanja a un lado y por un campo en el otro. El campo
estaba sembrado con hilera tras hilera de plantitas que se extendían en la
distancia. De entre la neblina aparecieron otros buses llenos
de trabajadores. La mayoría se estacionaron al borde de los campos pero algunos
se detuvieron al lado de unas enormes efigies, oscuras e inmóviles, que después
nos enteramos eran máquinas para procesar la lechuga.
Félix, nuestro mayordomo, abrió la puerta trasera
de nuestro autobús y procedió a sacar las herramientas amontonadas detrás del último
asiento. Las fue colocando en la tierra mientras que el resto de nosotros descendíamos
pausadamente del autobús.
Puerto Rico, el representante de la
cuadrilla, se introdujo en inglés y nos preguntó si alguna vez habíamos trabajado
deshijando lechuga. “No, nunca. Esta es nuestro primer día en los campos”, le
contestamos observando el suelo humedecido y la cuadrilla que se alejaba lentamente
por el sendero de tierra que se extendía desde la esquina en donde el bus
26 / GUERRAS DE LECHUGA
se había detenido. Cuando el mayordomo
nos entregó un par de azadones que apenas nos
llegaban a las rodillas, FJ y yo nos echamos a reír. El mayordomo y
Puerto Rico intercambiaron unas cuantas palabras en español. “El mayordomo
quiere saber si conocen el trabajo. Yo le dije que ustedes eran nuevos, así que
él les va a enseñar lo que tienen que hacer. No se
preocupen, cogerán la idea, y la compañía tiene que darles tiempo suficiente
para aprender,” nos aseguró Puerto Rico.
El representante se fue caminando por el
sendero de tierra hasta llegar a su hilera, y el mayordomo,
un hombre de baja estatura, de unos cuarenta años de
edad, con sombrero de ala ancha, chaqueta de gamuza color canela, pantalones de
algodón oscuros, y botas de cuero, nos encaminó hasta el borde de las hileras
de lechuguino que debíamos despejar—deshijar,
aprendimos era la palabra en español.
El mayordomo demostró lo que teníamos que hacer. FJ y yo lo observamos agacharse
sobre las plantas de lechuguino; su cuerpo doblado en un ángulo de 90 grados,
sus dos pies firmemente plantados en la depresión en la tierra, entre las
columnas de sembrados. Sujetando el azadón corto en su mano derecha, lo llevó al
suelo con movimientos rápidos y precisos, creando una lluvia de tierra y
plántulas hasta dejar, a intervalos de once pulgadas, plantitas que se veían frágiles
y vulnerables en su nueva singularidad. Puso la hoja del azadón en medio de la
hilera para enseñarnos la distancia que debía quedar entre las plantas de
lechuga. Luego pasó su mano alrededor de los retoños, limpiando cualquier
hierba que quedara. No había nada pero como quiera nos dijo en español, “Quita
la yerba”. Cogió una hierba del suelo y la tiró a un lado, ilustrando con sus
acciones lo que nos acababa de decir. Después de repetir el proceso por varios
minutos, se puso de pie y nos hizo señas para que nosotros comenzáramos.
Unos minutos después de empezar el trabajo,
la espalda ya nos dolía. No había pasado más de media hora y la mañana aún no
se había establecido por completo. El ambiente permanecía fresco y húmedo, pero
FJ y yo sudábamos, batallando mientras observábamos cómo el resto de la
cuadrilla avanzaba por el campo en silencio, dejándonos rezagados. El mayordomo,
Félix, tuvo que ayudarnos a terminar varias
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 27
de las secciones en nuestras hileras y luego envió
a otros en la cuadrilla para que también nos ayudaran. Tambaleamos hacia
adelante,
desollando la tierra con torpeza, impulsados por
la terca determinación que no nos íbamos a dar por vencidos.
Como a las diez de la mañana escuchamos gritos, “¡Quebrada! ¡Quebrada!”,
seguido por risotadas. Nos enderezamos y vimos que todos en la cuadrilla estaban
acostados o sentados en medio de las hileras de lechuguinos; algunos en
círculos pequeños y otros cuantos riéndose porque FJ y yo habíamos seguido trabajando
después de que el receso fue anunciado. Cuando nuestras mentes finalmente registraron
que nos tocaba descansar, nos tiramos a la tierra llenos de un alivio profundo.
Ni nos movimos por varios minutos, recostados junto a los retoños de lechuga. ¿Quién
hubiese creído que el tenderse en la tierra se sentiría tan maravilloso? Después
de unos momentos me levanté del suelo pero permanecí de rodillas. “¡Coño, esto
es difícil!” FJ exclamó. “¿En qué diablo nos hemos metido?” “Esta es la última vez que le hago caso
a los consejos de un tipo que tú recoges al lado de la autopista”, le respondí
y luego pregunté, “¿Cómo crees que le fue a ese hombre cuando estaba aquí?”
“¿Por qué crees que estaba loco
por irse?” FJ me contestó. Ambos
nos reímos tanto que empezamos a toser. Puerto Rico se nos acercó para ver cómo
nos estábamos adaptando. “Fantástico”, le contesté, “estoy disfrutando cada
minuto”. “¿Cuándo empieza el trabajo de verdad?” preguntó FJ. Puerto Rico se
rio y nos dijo, “Siempre nos dan los campos más fáciles por las mañanas”. “Increíble”,
le dije, “¿pero cuándo va a dejar de doler?”. Él me informó, “Cuando dejas de
trabajar” y se regresó a su hilera.
Después del receso continuamos
tambaleando. Intentamos conversar pero el dolor era tal que se hacía difícil
hasta pensar. De vez en cuando nos enderezábamos de nuestra posición agachada para
sondear el terreno y determinar cuánto habíamos avanzado. ¡Pero qué va!, no veíamos
ni el final de nuestra hilera.
Por fin, al pasar la hora del mediodía,
llegamos al final de la hilera pero no sin la ayuda de varios en la cuadrilla.
El mayordomo había movido el
autobús y ahora estaba estacionado al final de las hileras
28 / GUERRAS DE LECHUGA
de plantíos, en vez de al principio. Él esperó
hasta que todos terminamos la primera pasada por los lechuguinos para anunciar
el
receso del almuerzo.
En seguida algunos en la cuadrilla se sentaron en la tierra con sus bolsones,
ahí mismo a la orilla del camino, y empezaron a comer.
FJ y yo prácticamente corrimos de regreso al autobús, en donde habíamos dejado nuestro almuerzo. Mientras
comíamos sentados en el autobús, Domi, una mujer muy amable, quien creo andaba
por los cuarenta, nos sirvió una taza desechable con un líquido blanco y
espeso. “Tómense esto”, nos dijo,
“para la energía.” La taza estaba tibia. El líquido espeso era pudín de arroz
con canela y sabía increíble. Al salir del autobús le dije “Gracias, muchas,
gracias” con mi acento marcado. “Por nada, mijo” me contestó. Alguien me dijo después
que “mijo” es una abreviación de “mi hijo”, una expresión de cariño.
De alguna forma pasamos el resto
del día, casi sin darnos cuenta del movimiento del sol en el firmamento, de una
cordillera a la otra. Indescriptible, así fue el placer que sentimos al tirar
nuestros azadones en la parte trasera del autobús y cuando nos desplomamos en los
asientos. Durante el viaje de regreso al corralón observamos a los campos
deslizarse por la ventana, notando a todas las camionetas que regresaban al
pueblo amontonadas con cajas llenas de lechuga. Cuando llegamos, nos montamos
en mi carro, un Ford del ‘54 con un pequeño volante y sin la ventana trasera. Regresamos
a Seaside cuando caía la noche. Comimos y dormimos, nada más.
Nos volvimos a levantar a las 4 a.m. Preparamos unos
sándwiches a la carrera y nos fuimos para Salinas. En la humedad de la mañana, las
luces del carro centelleaban entre el vapor de la niebla que nos envolvía. FJ y
yo comparamos nuestros diferentes dolores y concluimos que el cuerpo nos dolía en
partes que nunca antes habíamos sentido. Es más, estábamos adoloridos en áreas
que hasta esos momentos ni sabíamos que teníamos. Hay diferentes clases de
dolores en la vida, y nos consolamos uno al otro con la idea de que al menos
nuestro dolor era bueno porque no era el dolor de la
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 29
enfermedad o la tristeza. Era el dolor que viene
por hacer algo nuevo; era el dolor del crecimiento.
Llegamos al corralón y nuestros compañeros en la cuadrilla nos saludaron;
aunque apuesto que algunos estaban sorprendidos de vernos de nuevo, pues suponían que no íbamos a regresar. Félix estaba entre sorprendido y
decepcionado.
No pasó mucho tiempo antes de que recibiéramos nuestra primeras lecciones
en Español: “¡Mucho trabajo, poco dinero!” era una frase que más de uno de los
miembros de la cuadrilla consideraban importante que aprendiéramos. También
volaban los chistes e insultos, usualmente dirigidos en contra del mayordomo o
a la compañía. “El mayordomo es un cabrón”,
nos dijo Rubén, riéndose con su hermana Maggie. Mientras nos instruía sobre la
importancia de esa frase, Rubén se mantuvo erguido, así que FJ y yo nos
enderezamos para poder mirarle a los ojos pues no hubiera sido propio que, como
estudiantes, nos quedáramos agachados durante su lección. Rubén era uno de los
pocos jóvenes en la cuadrilla y estaba deshijando en lo que su cuadrilla de
cosecha empezaba a trabajar.
Como otros, Rubén se sentía más confiado y menos
intimidado ese primer año, porque el sindicato había asegurado un poco mejor su posición de
trabajo. “Él es un pinche barbero,” nos dijo, refiriéndose nuevamente al mayordomo;
y lo de barbero no tenía nada que ver con su capacidad de cortar cabello. Un
barbero, como aprendimos, era un hombre o
una mujer en los bolsillos de la compañía; un lambe
ojo o pasa brocha que buscaba favores de los jefes grandes. A menudo la
designación era reservada para aquellos que trabajaban más rápido de lo que se
consideraba razonable por el dinero que la empresa pagaba, o para aquellos que buscaban
la protección o los favores de la compañía a la vez que ridiculizaban los
esfuerzos para mantener la unión en la cuadrilla.
30 / GUERRAS DE LECHUGA
El Cortito
Después de sembrar la lechuga, el brócoli, la coliflor, el apio o la
remolacha, por lo general en largos y densos plantíos, los mismos
deben ser despejados, creando suficiente espacio entre las plantas para promover
su crecimiento. Al mismo tiempo se remueven las hierbas y malezas. Esta labor
se hacía con un azadón conocido como
el “West Coast shorty” (el cortito de la costa oeste), por los trabajadores de
habla inglesa, y “el cortito”, por todos los demás. Luego me educaría sobre la larga
e infame historia del cortito, en los anales de la labor agrícola. ¿Cuántas
espaldas había destruido? ¿Quién sabe? Es más, ¿quién había estado contando? Esta
herramienta agrícola había sido muy popular en los campos por alrededor de cien
años, desde cuando los chinos llegaron a los campos de California a trabajar la
remolacha azucarera.
Pero era
popular más bien con los productores, no con los trabajadores. Existían crónicas
de las protestas y hasta paros laborales porque los trabajadores estaban hastiados
del azadón corto. El año anterior,
la huelga en el Valle de Salinas había propuesto abolir su uso. Hasta César
Chávez había declarado que el sindicato tenía como meta eliminar el uso del
cortito. Aun así, los productores lo defendían con vigor.
El cortito sólo puede ser usado con
una mano y cuando la persona está agachada, lo
que deja la otra mano libre para arrancar hierbas o cualquiera de “las dobles”;
es decir, las plantitas extra que el azadón no haya eliminado. Si se usa correctamente, se supone que el azadón se pase dos
veces para desenterrar las plantas de lechuga que hayan crecido en exceso y que
se deje un espacio de una y media la anchura de la hoja del azadón entre las
plantas que quedan. Es muy conveniente pues con una ojeada cualquier mayordomo
puede evaluar su cuadrilla de agachados y determinar quién está trabajando y
quién no. El contratista de trabajadores o el supervisor de la empresa, con varias
cuadrillas trabajando simultáneamente, puede asegurarse con un solo vistazo
desde la carretera de la eficiencia de sus labradores; una eficiencia medida por los cuerpos agachados. Trabajar agachado por
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 31
horas causa dolores intensos y el único alivio
es enderezarse. Pero a menudo el único momento en que un trabajador podía
enderezarse sin correr el riesgo de ser regañado, o peor, era
cuando terminaba su hilera, cuando por unos preciosos
momentos podía caminar “legítimamente”, con su espalda erguida hasta que
llegaba a la próxima hilera que tenía que deshijar. Así que esa breve
recompensa servía para inducir que trabajara más rápido para terminar la hilera—un
eficiente instrumento para acelerar la producción y también un modo efectivo de
controlar y subyugar al trabajador. En otras palabras, el cortito era para la
labor agrícola capitalista, lo que el látigo fue
durante el tiempo de la esclavitud: A la misma vez un instrumento y un símbolo.
La Cuadrilla
Al deshijar, el dolor y la fatiga eran nuestros
compañeros constantes. Sin embargo, tras el paso de los días, y las semanas, su
dominio sobre nuestros pensamientos y conversaciones se fue disipando hasta llegar
a ser un persistente zumbido de fondo. Como nuestra habilidad de limpiar hierbas
y crear los espacios entre las plantas mejoró, teníamos más oportunidades de relacionarnos
con los demás en la cuadrilla. Los primeros esfuerzos en el
idioma de nuestros compañeros y maestros en el campo resultaron en miles de bromas
y carcajadas. Pero FJ y yo éramos como dos cotorros, aparentemente incapaces de
sentir vergüenza, así que algunos en la cuadrilla, especialmente las muchachas,
no pudieron resistir la tentación y empezaron a usar su
arsenal de juegos de palabras y trabalenguas a expensas nuestras.
Un día,
mientras me encontraba agachado limpiando con mi azadón las malezas de entre
los lechuguinos, una joven campesina de una de las hileras cercanas, su cara
cubierta por un colorido pañuelo como la mayoría de las mujeres lo hacían para
protegerse del sol, me llamó la atención, ¿Qué hora son, corazón?”; su pregunta
acompañada por la risa de sus amigas. Evelia Hernández era una chica como de
diecisiete o dieciocho años que siempre trabajaba al lado de
su mamá, y por un tiempo me estuvo bombardeando con su
32 / GUERRAS DE LECHUGA
deslumbrante uso de trabalenguas, obviamente
complicados aunque ella los recitaba con tan rápida fluidez que me dejaba sin
palabras. Bueno, no realmente. Intenté imitarla pero sólo podía copiar las
primeras palabras: “El que poco coco compra, poco coco come…”
Con el transcurso de los días, empezamos a sentirnos más
cómodos con la cuadrilla, alentados por su generosidad y su amistad, sin mencionar
la comida que nos ofrecían y que no podíamos, ni queríamos, rechazar. Las sopas
picantes, el pozole, los frijoles pintos con trozos de jamón, el arroz con
vegetales, los tacos de carne y salsa; todo mantenido calientito en los termos
de boca ancha. Los alimentos que nuestros compañeros traían le daban cien
patadas a los sándwiches mustios que FJ y yo preparábamos con ojos enrojecidos
por el sueño en nuestra sombría casucha en Seaside. Esto nos motivó a cambiar
nuestros hábitos culinarios. En especial yo apreciaba el pudín de arroz que
Domi me ofrecía cuando estábamos trabajando cerca
y el mayordomo gritaba “¡quebrada!” o
“¡lonche!” (Ambas palabras anglicismos creados producto de la vida al norte de
la frontera mexicana). Domi usualmente trabajaba junto a su hija Carmen, quien se
encontraba en plena adolescencia. Ambas habían viajado hacia el norte desde
Michoacán, el estado de origen de varios en la cuadrilla, y Domi no escondía el
hecho de que estaba en a la búsqueda de un enlace
apropiado para Carmen. Creo que en algún momento ella me incluyó en su lista de
posibilidades cuando se enteró que yo era soltero y que no tenía ningún
compromiso.
Poco a poco, ligando combinaciones de español,
inglés, y el lenguaje de señas, y con la ayuda del representante
de la cuadrilla, Puerto Rico, quien dominaba ambos
idiomas muy bien, pudimos aprender algo de la vida y de las impresiones de
nuestros compañeros de trabajo. Esta era una cuadrilla de gente que en aquellos
años empezaron a llamarse a sí mismas “Chavistas” y eran la espina dorsal del
sindicato. La mayoría eran mexicanos y un gran número llevaba varios años
trabajando en los campos de vegetales. Los años de jornales bajos y acoso
descontrolado habían arraigado su desdén por los productores, y por el sistema
estilo apartheid que envuelve la labor agrícola. Esta
realidad nutrió una rebelión que la
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 33
huelga del 1970 apenas había comenzado a desatar.
Para algunos de los trabajadores,
el estar con Interharvest era en sí una declaración; una selección consciente de
trabajar para la primera compañía que firmó con el sindicato. Algunos de los
trabajadores empezaron con Interharvest después de la huelga porque sus nombres
aparecían en listas negras, por haber organizado actividades de protesta en contra
de otras empresas.
De todos los trabajadores que la
lucha por la sindicalización tocó, al final de los 60s
y al principio de los 70s, era entre los que labraban en los campos de vegetales, en donde se arraigaron
las raíces más profundas y en donde se formó la base más fuerte. Esto se debía
a la naturaleza del trabajo. Cosechar vegetales, en comparación con las uvas,
por ejemplo, es un trabajo que se realiza durante todo el año y que requiere una
fuerza laboral estable. El Comité Organizador de Trabajadores Agrícolas Unidos
(UFWOC por sus siglas en inglés) se inició con los trabajadores de los campos
de vegetales. Los que laboraban año tras año en los sembrados de lechuga,
brócoli, coliflor y apio, que a menudo se encontraban en las mismas cuadrillas
y que habían desarrollado un sentido de unidad y la confianza que viene con la
familiaridad. Estabilidad laboral era importante para desatar la clase de batalla
que el movimiento de trabajadores agrícolas requeriría para mantener su
ímpetu.
Hasta el año 1964, la mayoría
del trabajo en los campos de lechuga era realizado por trabajadores contratados,
llamados braceros. La paga de los
braceros, al igual que sus condiciones de trabajo y vivienda, fue establecida
por acuerdo mutuo entre los gobiernos de los Estados Unidos y México. Los braceros
no eran más que criados ligados por contrato. Estaban prohibidos de realizar
cualquiera de las acciones que, como huelgas o protestas, pudieran influenciar o
transformar sus condiciones de trabajo. También vivían bajo la constante amenaza
de deportación inmediata.
Por eso los productores concentraban a los braceros en
algunas cosechas más que en otras. Por ejemplo, casi nunca los utilizaban
para recoger las uvas de mesa sino que aglutinaban sus números en las
cosechas de vegetales; en las mismas cuadrillas
34 / GUERRAS DE LECHUGA
en donde las
protestas más efectivas podían haber sido desatadas—las cuadrillas de la
temporada de cosecha.
Cuando el Programa Bracero concluyó
en el 1964, los productores se desbocaron buscando reemplazar a las cuadrillas
de braceros. Con la autoridad que les otorgó el servicio de inmigración de los
Estados Unidos, los productores convirtieron a muchos de sus ex braceros en portadores
de tarjetas verdes (tarjetas de residencia) a través de la emisión de cartas
especiales. Los productores y el servicio de inmigración trabajaron juntos para
proveer un número de labradores suficiente como para poder trabajar las
cosechas y a la vez mantener la paga lo más baja posible. Abrieron las puertas
de la frontera, permitiendo el flujo de trabajadores hacia los campos.
Contratistas laborales, empleados por los productores para abastecer la demanda
de trabajadores, competían entre sí para cumplir con las tareas requeridas en
los campos al precio más bajo, añadiendo más presión para disminuir los
jornales de los trabajadores agrícolas.
Los abusos a los que los
trabajadores habían estado expuestos por años continuaron durante la nueva
época post-braceros. La indiferencia cruel era la orden del día mientras contratistas,
supervisores, y mayordomos buscaban exprimir el producto al costo mínimo. Los
trabajadores que no podían mantener el vertiginoso ritmo de trabajo, ya fuera
por enfermedad, embarazo, o edad, fueron expulsados. Los que permanecieron eran
tratados como bestias de carga, y vivían bajo la amenaza que, en cualquier
momento, los jefes podían decirles que no se reportaran a trabajar al día
siguiente. Con frecuencia su sobrevivencia dependía en mantenerse del lado
bueno de los mayordomos y contratistas. Pero ese lado bueno traía un precio.
Aunque los favores eran diferentes en diferentes casos, en ocasiones escuché que
las mujeres en nuestra cuadrilla estaban siendo presionadas a ofrecer favores
sexuales en intercambio por su “seguridad de trabajo”.
La huelga del 1970 tornó los resentimientos
susurrados en gritos de desafío. Y aunque los trabajadores, tras años de
intimidación, apenas empezaban a escapar los confines de su
LA CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 35
timidez, a raíz de la huelga, eran ahora los
productores y sus capataces quienes se sentían a la defensiva. Estos cambios no
estaban limitados a las empresas que firmaron con el sindicato. Las empresas sin
sindicato también sintieron la presión del movimiento. Aumentaron la paga y
aliviaron un poco las condiciones de trabajo para mantenerse a la par con los
cambios forzados por la lucha sindical. Por primera vez algunos productores comenzaron
a pagar beneficios y también intentaron ser más sensitivos a los reclamos de
los trabajadores. Estas acciones, empero, eran su muralla de seguridad pues
querían protegerse de los empujes para la sindicalización.
FJ y yo habíamos llegado a los
campos sin tener conocimiento o entendimiento de esta historia. Tampoco
teníamos ningún sentido de intimidación. Nutrida en otras batallas nuestra
actitud desafiante prosperó en esta atmósfera post-huelga. El desconcertado mayordomo
podía hacer muy poco y se veía forzado a mantenerse callado a pesar de su
resentimiento en contra nuestra. Por supuesto, nuestros gestos y falta de
respeto eran populares con la cuadrilla. Las experiencias que vivimos durante los
movimientos estudiantiles y con los soldados GI, en adición a los aires de rebeldía
de la época, nos facilitaron el contexto que necesitábamos para el combate en
los campos. El espíritu de rebeldía que encontramos ahí recalcó la
justificación de nuestras convicciones.
Aun así, como éramos recién
llegados, no podíamos en realidad apreciar los cambios que habían ocurrido durante
la huelga, y durante su secuela. Muchos de nosotros que alcanzamos la mayoría
de edad durante el recrudecimiento de los 1960s considerábamos el espíritu de rebeldía de esos tiempos como
algo natural y normal, en vez de considerarlo una relativa anomalía. Como
recién nacidos traídos a un mundo poblado de personas con una activa falta de respeto
por la autoridad, en cierto modo creíamos que las cosas siempre habían sido de
esa manera.
Al acercarse el final de nuestro
primer mes deshijando, FJ y yo le estábamos cogiendo el ritmo al trabajo y por
lo general teníamos la fortaleza para completar nuestra propia tarea, y a
veces, hasta
36 /
GUERRAS DE LECHUGA
lográbamos echarle la mano a alguno que otro miembro
de la cuadrilla.
Un día traje a los campos una
edición en español de las citas y discursos de Mao Tse-tung, incluidos en el Pequeño
Libro Rojo. Este libro era popular entre los GIs politizados, con los que
yo había trabajado en Fort Ord, y empecé a enseñárselo a diferente gente en la
cuadrilla. Hasta lo leía en voz alta en el autobús. Los trabajadores me escuchaban
con cortesía, riéndose cuando una frase como “el derrocamiento de los
propietarios” era sustituida por “el derrocamiento de los mayordomos”, o alguna
otra frase que probablemente causaba incomodidad al desafortunado mayordomo,
quien era el más inmediato agente de la fuerza que los
trabajadores consideraban los continuaba oprimiendo.
Este era un período en que movimientos por la independencia
y la liberación nacional, además de luchas anticoloniales, eran prominentes
alrededor del mundo. Las ideas de Mao y el apoyo público por los movimientos
políticos en China eran bastante conocidos, así que el nombre de Mao estaba
ligado con aspiraciones anticoloniales y revolucionarias. Cuando empecé a sujetarme
una chapa de Mao en mi camisa de trabajo, algunos en la cuadrilla me pidieron
que les trajeras sus propias chapas.
El Salón de Clase al Aire Libre
La cuadrilla de deshije se convirtió en un salón de clase. Había
lecciones de español mezcladas con discusiones abarcando temas desde la huelga
y las condiciones de trabajo en los campos hasta la guerra en Vietnam, los
movimientos de los estudiantes y los GI, la liberación de las mujeres, el
Partido Pantera Negra, Cuba, China, y la revolución. El hecho de que la
terminología política con la que estábamos familiarizados en inglés era similar
en español, hizo que las discusiones políticas en español fueran posibles en un período
más corto que si hubiese sido otro idioma. A veces nos deteníamos a hablar en
medio del campo, con los cortitos reposando sobre nuestros hombros, desafiando
al mayordomo. Entablábamos un
LA CUADRILLA DE
DESHIJE O LOS AGACHADOS / 37
nuevo debate o continuábamos uno iniciado durante el receso. Las conversaciones
eran usualmente en español y mi comprensión era, con frecuencia, bastante precaria.
A veces daba mi opinión en mi pobre y tentativo español y terminaba recibiendo
una respuesta que me forzaba a especular sobre su significado.
El deseo
de discutir los acontecimientos del momento era sostenido por la intensidad de
los tiempos, por un profundo desdén de la “situación mundial”, como nosotros la
veíamos, y por un apasionado interés en cualquier acción que indicara
resistencia al orden capitalista establecido, o que nos ofreciera un indicio de
una lucha por algo mejor. Estas conversaciones eran frecuentemente unilaterales
y aprendí a reaccionar midiendo mi tono y mis gestos, sonriendo y asintiendo. “Sí,
está bien, está bien”, decía si algo sonaba como que ameritaba una respuesta positiva,
teniendo fe que no había sido comparado a la parte trasera de una vaca enferma.
No me sorprendería si mi falta de fluidez en español
me llevó a presumir que existía más acuerdo entre todos de lo que en realidad
era el caso, pues los matices de las palabras se me escapaban por falta de
comprensión. Pero el desacuerdo no me desalentaba. Cuando surgía, perseguía las
discusiones políticas con entusiasmo. Recuerdo un conflicto que ocurrió en
medio de la cuadrilla durante un receso de almuerzo. José, un Chicano mayor, que estaba en los campos después
de haber trabajado por años en Gerber Foods en Oakland, expresó con vehemencia su
menosprecio por estudiantes activistas quienes, a su modo de pensar, “andaban corriendo
como los locos cuando debían estar preocupándose por terminar sus estudios”. “Creo
que estás hablando de mí”, le dije riéndome. José no podía ser disuadido.
Eran los comunistas rusos y cubanos, insistió, quienes estaban sonsacando
a protestar a los estudiantes en México cuando ellos debían quedarse estudiando.
“Bueno”, le dije, “considerando toda la gente que se viene para acá a trabajar
porque no pueden sobrevivir en su propio país, es posible que los estudiantes
mexicanos tengan uno o dos puntos valederos, ¿no crees?” ¿Preferiría él que los
estudiantes permanecieran en silencio frente a una guerra brutal
38 /
GUERRAS DE LECHUGA
desatada detrás de un velo de mentiras, como en Vietnam? “¿Mentiras? El
defender la democracia no es ninguna mentira”, respondió José con convicción. “¿Quieres
que los comunistas del norte de Vietnam tomen control?” “¿Qué tomen control?
¿No es Vietnam su propio país, ahora dividido por fuerzas de ocupación en
contra de su voluntad?” Yo no iba a cambiarle la opinión a José y él tampoco me
iba a cambiar la mía. Discutíamos ocasionalmente en el autobús o durante
recesos. Eventualmente, sus ásperos comentarios sobre el sindicato y su
tendencia a apoyar a la empresa lo hizo poco popular con una gran parte de la
cuadrilla.
Richard
FJ estaba escardando cuando un trabajador alto y
delgado, vestido con pantalones verdes y una camisa verde oscura con las mangas
dobladas hasta los codos, se le acercó por detrás y le susurró en voz alta, “Oye,
¿Cómo anda el clima, hombre?” Este
era nuestro primer contacto directo con Richard, el fumador de pipa y lector de
periódicos que se sentaba en la parte trasera del autobús. Ese día traía una
pícara y amplia sonrisa. Y como no tenía varios dientes en la mandíbula de
arriba lucía un tanto extraño, pero a la vez inexplicablemente juvenil y juguetón. Su pregunta demostró
su inteligencia política. Nos había descifrado: Éramos un par de jóvenes
activistas en “exilio” en los campos. Su inclusión del clima era un juego de
palabras; una referencia a la organización “Weatherman” (traducido
literalmente, meteorólogo), uno de los tantos grupos radicales que germinaron del
movimiento estudiantil de entonces, y que para el 1970 era considerado un grupo
clandestino dedicado a “hacerle guerra” al sistema. Él era mayor que FJ y yo. Probablemente
andaba al final de los treinta o algo así. Siempre cargaba una lima en su
bolsillo trasero la cual usaba para afilar sus azadón; un hábito que cogió en
su faena regular, cortando lechuga. Como otros hombres jóvenes y de edad media,
Richard trabajaba en la cuadrilla de deshije hasta que su “cuadrilla de tierra”,
que recolectaba la
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 39
lechuga, empezara. En su caso, él trabajaba con
Bruce Church, uno de los pilares de los productores del valle.
Richard, con una tez oscura que insinuaba
algo de hawaiano en su linaje, conocía la situación en las granjas y el trabajo
agrícola muy bien. Originalmente
entró a trabajar en los campos varios años antes de recibir su título de
ingeniería de la Universidad de Berkeley. Había estado trabajando en una planta
aeroespacial en el Sur de California cuando algo, un episodio de depresión, el
quebranto de una relación, una riña con una botella que no pudo soltar—él sólo
hacía referencias superficiales—lo dejó bebiendo vino barato en los bancos de
los parques y por las calles del centro de la soleada ciudad de Los Ángeles. La
trayectoria de su vida estaba en descenso, pero aun así viajaba de pueblo en pueblo.
Un día de verano en Stockton un
contratista laboral le preguntó que si quería hacer dinero recogiendo tomates.
Richard necesitaba dinero así que se montó en la camioneta del contratista y
continuó en esa línea de trabajo. Desde los campos abrasadores de tomates se
fue hasta los más frescos campos verdes de vegetales en los valles costeros, en
donde trabajó con los labradores inicialmente contratados para realizar la
labor esencial que, en los 1940s, una nación
en guerra requería.
En su cuadrilla de lechuga, Richard
era uno de los pocos trabajadores que no había sido un bracero, y llegó a ser uno
de los cortadores y empacadores más rápidos de toda la zona. A través de los
años su trabajo en los campos mantuvo a su cuerpo fuerte y gallardo, previniendo
que su extraordinaria sed por la cerveza lo matara. Durante el tiempo que yo lo
conocí, vivía en Salinas con una mujer Okie, es decir con raíces en Oklahoma, y
quien él llamaba, ya fuera en broma o cínicamente, dependiendo de su estado de ánimo, “La Loca”. Ella tenía una figura
corpulenta y un temperamento fuerte, y los dos tenían una relación tempestuosa. Richard, normalmente tímido, después de unas cuantas cervezas
grandes (nunca compraba las
normales de 12 onzas), se transformaba en un hombre jovial y cínico, envalentonado
a participar en combates verbales con su compañera, con quien intercambiaba
golpes verbales, a veces de juego, y otras
veces no. La sociable y agresiva La Loca, le
40 /
GUERRAS DE LECHUGA
daba a Richard “ojo por ojo y diente por diente”,
y hasta más, sin ningún problema. Y por ahí se iban, discutiendo continuamente cuando
bebían, lo que hacían una buena parte del tiempo.
Richard había desarrollado una visión
fatalista de su propia vida y proyectaba esta visión a la sociedad en general. Ambas
eran insalvables. Según Richard, la gente era básicamente egoísta y sólo buscaban
lo suyo. Aun cuando alguien actuaba de una manera que aparentaba ser altruista
o valiente, Richard encontraba el motivo escondido que probaba la verdadera
bajeza de sus intenciones. Este era el concepto firmemente arraigado que probó
ser resistente a nuestros argumentos sobre la posibilidad de radicalmente cambiar
a la sociedad. Aun así, él estaba dispuesto a participar en discusiones y
debates (cuando estaba sobrio) y tenía un conocimiento apropiado de la historia
y la política. Había peleado por el sindicato en el 1970 pero no veía
que la organización fuera una salvación para nadie.
No obstante, a finales de los 70s y hasta los 80s, Richard se convirtió
en un promotor activo para la sindicalización en la empresa Bruce Church,
cuando presenció que la estabilidad de su trabajo cosechando lechuga estaba
siendo socavada. Entonces buscó que el sindicato previniera lo que llegó a ser un
rápido espiral decreciente en las condiciones de trabajo.
Raiteros
La cuadrilla de deshije y la empresa peleaban una
batalla continua por las condiciones de trabajo. Los trabajadores insistían en un
ritmo más lento. “No sabía que estabas trabajando por contrato” era escupido con
frecuencia en contra de cualquiera que trabajara muy rápido; el sarcasmo en el
comentario evidente. La huelga general había subido la paga de $1.85 la hora, los
jornales que los productores fijaron en el 1970 intentando evitar la huelga, a
$2.10 por hora. La huelga también causó la existencia del salón de despachos, permitiendo
un sistema de jerarquía más regularizado y una mejor seguridad laboral. Fue el
primer paso hacia la posibilidad de recibir seguro de salud y otros beneficios.
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 41
Pero el más poderoso efecto de la huelga fue el cambio
de actitud. “¡Como nos pagan
por hora, trabajaremos por hora!” era como lo ponía la gente cuando recordaban en
vívidos detalles cómo las cuadrillas de asignación por hora habían sido
previamente forzadas a trabajar a velocidades vertiginosas, y la angustia de
los trabajadores que habían luchado para mantenerse a la par sólo para escuchar
al final del día, con frialdad, “Ni te molestes en venir mañana.”
Siempre hubo algo de resistencia
a la explotación de los trabajadores en los campos, aunque había sido esporádica
y ocasional. En este nuevo movimiento, cuando por primera vez los trabajadores tenían
la facultad de demostrar que constituían una fuerza organizada y sostenible, la
lucha por disminuir la celeridad en el trabajo era, en efecto, una prueba de esa fuerza. Los productores siempre
habían tenido el camino libre en los campos, y atacaron instintivamente para
mantener el control. Pero si la cuadrilla no podía prevenir que la empresa acelerara
el ritmo del trabajo, entonces los trabajadores corrían el peligro de volver a
las condiciones que existían antes de la huelga. Al mismo tiempo, los
trabajadores estaban determinados a imponer nuevos estándares de trabajo, y
sólo podían hacerlo si la cuadrilla estaba unida en su oposición a la empresa. Nuestro
mayordomo, Félix, había aprendido su trabajo antes de la era del sindicato. Desde
la huelga, muchos de los mayordomos de antes, odiados por los trabajadores, habían
sido forzados a irse o tuvieron que optar por moverse a empresas sin sindicatos. No obstante, Félix
continuó en su puesto y se esforzó para que la cuadrilla continuara moviéndose a
un ritmo más acelerado. Pero él no estaba a la altura de los trabajadores
veteranos, especialmente las mujeres como Domi, la mamá de Evelia, o Maggie y
otras que de inmediato reaccionaban en su contra con comentarios mordaces, evitando
que, como mayordomo, retomara el
control.
Un método que la empresa
utilizaba para imponer un acelerado ritmo de trabajo era con el uso del llamado
raitero. El raitero era un miembro de
la cuadrilla asignado por el mayordomo a ayudar a otros trabajadores, supuestamente
a aquellos que estaban rezagados, para que no se quedaran atrás. Cuando FJ y yo
empezamos, el raitero nos ayudó a seguirle el ritmo a la cuadrilla al completar
áreas de deshije en
42 /
GUERRAS DE LECHUGA
nuestras hileras, permitiendo así que
saltáramos hacia adelante, a una distancia más razonable del resto de nuestros compañeros de trabajo. Para apresurar
a la cuadrilla, el mayordomo le ordenaba al raitero que empujara a trabajadores que ya estaban avanzando a un buen ritmo, lo que
causaba que los otros pensaran que estaban retrasados, y por consecuencia, aceleraban
su paso. Esto también podía haber sido una especie de favoritismo, ya que el
ser impulsado hacia adelante le permitía a uno el lujo de continuar a un ritmo
menos ajetreado, lo que podía provocar o intensificar las divisiones entre los
trabajadores.
Frecuentemente los mayordomos
trataban de explotar las diferencias entre los miembros de la cuadrilla, aun
cuando los trabajadores estaban a la espera de sus manipulaciones. Al
trabajador que le “daban una vuelta”, es decir que lo ayudaban, salía de su
hilera antes que el resto de la cuadrilla y entonces podía enderezarse y escoger
la próxima hilera que trabajaría, ejerciendo así presión para que los demás se
apresuraran a alcanzarlo. También podía tomar un receso para ir a los inodoros
portátiles, o podía ajustarse la ropa, o afilar su azadón, esperando hasta que
los otros lo alcanzaran, o también podía regresarse a ayudar a alguien a
terminar su hilera, efectivamente nulificando el efecto de aceleración. En
el primer caso, él podía esperar otros favores del raitero, y en el
segundo, se podía olvidar de
cualquier ayuda futura. En otras palabras la situación era una prueba de su
sentido de solidaridad.
A veces los trabajadores, enfurecidos por las manipulaciones del mayordomo,
demandaban que el representante de la cuadrilla pusiera a la empresa en su
lugar. En los casos más extremos discutían otras medidas de defensa, incluyendo
el último recurso en tales circunstancias, la huelga, o podía ser “la tortuga”,
que llamaba por la ralentización de labores. El fenómeno no estaba limitado a nuestra
cuadrilla de deshije. Ese verano, todos los campos de Interharvest vivieron
combate tras combate por los nuevos términos establecidos por la huelga. La
lucha en Interharvest era considerada por las partes involucradas, y por todos
los trabajadores agrícolas en el valle, como una prueba de la fuerza del recién nacido movimiento.
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 43
Interharvest
United Fruit (después United Brands), la empresa
matriz de Interharvest, se hizo rica y ponderosa con sus plantaciones de
bananas en Centro y Sur América, además de su monopolio en transporte
ferroviario y marítimo. Cuando la compañía se arraigó en los campos de
vegetales en California, al final de los 60s, se convirtió en la mayor
instalación en el Valle de Salinas y el Valle Imperial de la noche a la
mañana, produciendo un 20 por ciento de la lechuga y un 50 por ciento del apio.2
Poco después de que Interharvest se apareció, Freshpict, una subsidiaria de la
corporación Purex, arrendó 42,000 acres del Valle de Salinas para la producción
de vegetales. A los productores locales ya establecidos les
pareció como que los monopolios habían llegado a devorar la industria.
Cuando la huelga del 1970 explotó en el valle, Interharvest
fue la primera empresa que firmó con el sindicato UFWOC. Hubo un número de
factores que impulsaron a Interharvest a firmar. Por ejemplo, United Fruit
tenía una reputación, entre la creciente población de aquellos políticamente
conscientes, por su cruel explotación de los trabajadores de bananas en Centroamérica,
y por su destructiva intervención en las políticas internas de los países
centroamericanos. Sus bananas eran vendidas bajo la reconocida marca Chiquita,
haciéndola vulnerable a un boicot. United Fruit (o United Brands como fue conocida
después del 1970) también controlaba compañías como Baskin Robbins y A & W
Root Beer, cuyas marcas podían ser afectadas por la asociación que un boicot
activo revelaría.
Interharves, que en el 1970 representaba el 20
por ciento de la producción de vegetales verdes en el valle, tenía toda la
razón para creer que su tamaño le daba una ventaja competitiva. La empresa tenía
planes sobre la mesa para reorganizar la industria de lechuga utilizando su
capital muscular. Pero necesitaba paz
laboral para permitir que su maquinaria funcionara sin contratiempos. Como una
gran empresa comercial administrada desde su sede en Boston, sus
44 / GUERRAS DE LECHUGA
gerentes no estaban absorbidos en el sentimentalismo o en las
“tradiciones” de los rancheros locales, acostumbrados a que las cosas fueran
como ellos querían cuando se refería a lidiar con “sus” trabajadores.
El año previo a la huelga de
Salinas, un inversionista llamado Eli Black compró suficientes acciones de United
Fruit como para ganar el control del interés accionario de la empresa. Black, un
rabino convertido en un especulador capitalista, se consideraba a sí mismo como
un director ejecutivo liberal y humanitario. Creía que podía ser exitoso si
cambiaba la detestable imagen de United Fruit. Con este fin Eli Black trabó una
amistad con César Chávez y hasta invitó a Chávez a su templo, durante la época
de las Pascuas, para leer pasajes en uno de los servicios religiosos, y luego le
comentó a uno de sus colegas que era parte de sus “relaciones públicas”. El
deseo de Black, de redimir la imagen de United Brand, no puede ser descontado
como uno de los factores que contribuyó a que Intravest estuviera dispuesta a
firmar un contrato con el UFWOC.
Entonces los poderosos
productores de lechuga presenciaron el hecho que un sindicato había asegurado
una posición en su propio entorno, negociando términos para los trabajadores quienes
nunca antes habían tenido voz en tales asuntos. Intravest se convirtió en un
baluarte del sindicato, y así se inició una compleja y extensa batalla.
Escaramuzas
Una tarde, un Ford Galaxy blanco, con su antena
de onda corta agitándose en el viento y el polvo, se acercó al campo en donde
nuestra cuadrilla estaba deshijando lechuga. Del automóvil descendió un supervisor
de la empresa; un hombre al final de los cincuenta, de cabello escaso y con el
rostro permanentemente sonrosado, y quien caminó por las hileras de lechuga
deshijada con energía hasta llegar a donde Félix estaba parado, justamente
detrás de la cuadrilla. Después de unos minutos, se acercó a donde FJ y yo
estábamos trabajando y
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 45
se quedó mirándonos por un buen rato. Entonces
Félix vino también y nos dijo, “Tengan cuidado y hagan el trabajo bien”. Le
dimos las gracias y nos enderezamos para hablarle, pensando que no era
apropiado doblarse para trabajar en frente de un supervisor. El supervisor se
acercó más, su cara sonrosada tornándose más roja, y apuntó con el dedo a un
espacio en mi hilera, a dos plantitas de lechuga que permanecían paraditas en
donde sólo una debía haber estado. Para entonces, la cuadrilla completa se
había erguido para ver lo que pasaba. El supervisor le dijo a Puerto Rico que
era la responsabilidad del sindicato de asegurarse de que el trabajo se hiciera
bien. Puerto Rico asintió con la cabeza y el supervisor se retiró del campo
después de amenazar que iba a despedir a gente que se “negaba a hacer un buen
trabajo”. Aunque el jefe había dirigido sus comentarios a FJ y a mí, la
cuadrilla entera lo tomó como un ataque en su contra.
En los días anteriores, Félix
había estado más exigente que nunca, inspeccionándonos de cerca y aguijoneándonos
para que trabajáramos más rápido. Ahora la cuadrilla se sentía más molesta y
algunas personas propusieron que dejáramos de trabajar en ese instante. FJ y yo
no queríamos ser el centro de una huelga, así que nos alineamos con los
miembros de la cuadrilla que querían esperar hasta después del trabajo para
reportarle el incidente al sindicato. Y esto fue lo que hicimos.
Esa tarde la cuadrilla se
apareció en el salón del sindicato, en la calle Wood, para discutir la
situación. Las tácticas de la empresa para reafirmar su control habían provocado conflictos en
cuadrillas a través del valle. El salón era un hervidero de actividad con
trabadores y cuadrillas completas llegando después del trabajo, asesorándose de
las reglas del sindicato, reportando conflictos, discutiendo, debatiendo, argumentando.
Fue un
verano de continua agitación en los campos, con escaramuzas frecuentes en una u
otra cuadrilla. En una ocasión, varios cientos de trabajadores de las
cuadrillas de cosecha de lechuga se salieron del trabajo y marcharon
directamente a las oficinas de la empresa con sus quejas, causando pánico entre
los administradores y
46 / GUERRAS DE LECHUGA
llamadas telefónicas a los oficiales del sindicato, solicitando su ayuda
para que calmaran la furia de los trabajadores. En aquellos días, la empresa podía
esperar poca simpatía por parte de los oficiales del sindicato local, quienes generalmente
apoyaban la posición activista de los trabajadores. Alarmados, los productores
en el valle señalaron a estas acciones y solidificaron su oposición en contra
de lo que ellos despreciativamente llamaban el “movimiento social” en los
campos.
A nivel político, los
productores realizaban esfuerzos para enfrentarse al cambio. En Sacramento, ese
verano del 1971, legisladores a favor de los productores empujaron para que se
pasaran medidas que hicieran ilegales las huelgas durante la época de cosecha. En
respuesta, el sindicato movilizó a los trabajadores para que se congregaran en
la capital del estado. Como 2,000 trabajadores de las cuadrillas de las
diferentes empresas con sindicatos se salieron del trabajo ese día para
protestar la propuesta de ley. Algunos de nuestra cuadrilla de deshije fuimos a
Sacramento. Pero cuando regresamos, encontramos que la empresa había contratado
a trabajadores de la calle, en clara violación del contrato, argumentando que
podía contratar a trabajadores que no eran parte del sindicato cuando el mismo no
era capaz de cumplir con las necesidades de la compañía; e insistió que ese era
el caso el día del éxodo a Sacramento. Por su parte, el sindicato demandó que
los jornaleros contratados en la calle fueran despedidos de inmediato. La mayoría se fueron, pero tres de ellos
permanecieron en nuestra cuadrilla y la empresa se negó a despedirlos. Eventualmente
los tres recibieron papeles de despacho para “legalizar” su estatus en nuestra cuadrilla.
La empresa repartió cartas a los
trabajadores que fueron a protestar a Sacramento, advirtiéndoles que, en el
futuro, serían despedidos si se iban del trabajo sin autorización. En medio de
la controversia, un representante de una de las cuadrillas de cosecha fue
despedido, y su cuadrilla, que trabajaba por contrato, empezó una extendida
protesta de tortuga, esencialmente incapacitando la producción.
Añadiendo al agite del momento,
la oficina local del sindicato, en un increíble acto inoportuno, le envió
cartas a los miembros del UFWOC advirtiéndoles que tomaría acciones punitivas
en contra de trabajadores
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 47
atrasados en sus aportes sindicales, provocando
furia y desacuerdo al preciso momento en que las tensiones con la empresa
escalaban.
Pocos días después estábamos
sentados alrededor del salón del sindicato, hablando, haciendo chistes, y esperando
para que el encargado de la oficina local nos hablara. Finalmente se apareció
un hombre menudo con un bigote finito, llamado Juan Huerta, quien, en el pasado
reciente, había servido como supervisor de campo para un productor en King
City. Huerta había trabajado para los productores pero le cogió odio al sistema
paternalista y explotador, cuya mano opresora alcanzaba todos los aspectos de
la vida de los trabajadores agrícolas. Como muchas personas a través del valle,
la huelga general transformó los sentimientos de Huerta, forzándolo a tomar acción.
Mientras el sindicato apresuradamente establecía sus nuevas oficinas, a raíz de
la huelga, Huerta se presentó para administrar la oficina local de UFWOC en
Salinas, y después la oficina en King City.
Ese día en el salón, mientras
nuestra cuadrilla esperaba escucharlo, Huerta se notaba preocupado y cansado. Asediado
por frecuentes erupciones en los campos, la empresa le estaba presionando por
un lado, demandando que calmara la situación, y por el otro, los trabajadores
buscaban sus consejos y esperaban contar con su apoyo en la pelea con la
empresa. Para entonces era evidente que la fuerza demostrada por los trabajadores
era una poderosa influencia en la situación; tanto así que, por primera vez, los
cínicos sentían algo de esperanza, y aquellos que se habían convencido a sí
mismos que los trabajadores eran débiles y fácilmente intimidados como para poder
triunfar, ahora sentían la droga del activismo corriéndole por las venas. En la
memoria colectiva, la arrogancia de los productores nunca antes había recibido
un golpe similar. En aquellos días turbulentos, los funcionarios más pragmáticos del UFWOC podían concebir un futuro con posibilidades y comprendían la necesidad de
consolidar las reformas arrebatadas de las manos de los productores, porque las
mismas podían servir como base para ganar la confianza de los trabajadores en
otras empresas, ensanchando así la influencia del sindicato, y hasta más. La
gente había comenzado a creer que formaban parte de una transformación, de una
causa mayor. Habían
48 /
GUERRAS DE LECHUGA
empezado a creer en sí mismos y en la causa,
incluyendo el creer en los Juan Huertas en medio de ellos.
Huerta escuchó
nuestras preocupaciones y nos aseguró que el sindicato apoyaba nuestros esfuerzos
de resistir las presiones que la empresa imponía. Pero también nos aconsejó en
contra de tomar cualquier acción que consolidara la oposición al sindicato. Tenemos
batallas más grandes con las que tenemos que lidiar, nos dijo. Apenas acabamos
de empezar.
Vicente
Vicente era el trabajador más viejo en la
cuadrilla de deshije. Había estado en los campos desde antes que los trabajadores
mexicanos llegaran a ser la principal fuerza laboral en las diferentes plantaciones.
Era a Vicente a quien con frecuencia le asignaban la tarea de raitero en la cuadrilla.
Esto le daba la oportunidad de pararse y estirar el cuerpo, mientras se movía
de una hilera a la otra. Yo había tenido poco contacto con Vicente hasta una
tarde cuando ambos terminamos nuestras hileras casi al mismo tiempo y él
entabló una conversación conmigo.
Vicente también era el afilador no
oficial de los azadones. Esa tarde él agarró mi cortito cuando íbamos a entrar
a otra hilera y sacando una lima de su bolsillo trasero empezó a limar la hoja.
Con una rodilla apoyada en la tierra, se agachó doblado sobre mi azadón. “A mí
me gusta tener mi azadón bien afilado, así no tengo que darle a la tierra tan
duro. No me importa darle a la tierra, pero no quiero que ella me dé a mí”, me comentó
riéndose. “Tú sabes que esta empresa Interharvest es parte de algo más grande.
Ellos tienen tierras por todo el mundo, hasta en mi país, las Filipinas. Así es
como se hicieron grandes y ricos, con la banana y la piña. Y también la empresa
Dole”—un nombre que yo escuchaba por los sembrados de lechuga en Salinas—“está en
las Filipinas. Estas compañías controlan millones de acres de piña. No somos un
país independiente; tenemos a esa gente controlándonos, United Fruit y Dole y
otras corporaciones.
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 49
Ellos son unos imperialistas, eso quiere decir
que ellos controlan a otros países.” Su uso franco de la palabra imperialista me chocó porque a pesar de
que aquel era un período de una intensa polémica, debido a la guerra de
Vietnam, imperialismo era una palabra controversial. Yo había conocido a varios
activistas en diferentes movimientos políticos quienes vigorosamente objetaban el
uso del término imperialismo en conexión con los Estados Unidos; como si el
país, con toda su “democracia”, nunca sería tal cosa. Pero para Vicente el
carácter de los Estados Unidos estaba claro. Los Estados Unidos había invadido
a las Filipinas en el 1898, y bajo el
pretexto de liberar a las islas del colonialismo Español, se impuso como su nuevo
amo colonial, masacrando a docenas de miles de filipinos en el proceso. Después
de eso, las Filipinas se abrieron a la explotación de corporaciones estadounidenses,
y la mayoría de sus tierras fueron devoradas por empresas agrícolas como Dole, Standard
Fruit, y United Fruit.
Me sentí honrado que Vicente compartió
su punto de vista conmigo y que me empezó a hablar sobre su vida. Lo tomé como una
señal que me consideraba su igual,
no sólo un joven y tonto forastero. En otras ocasiones Vicente me platicó
sobre sus experiencias cuando era un joven inmigrante en los años 1930, y sobre
sus años de labor y lucha en los campos. “Nunca antes he visto a un sindicato
llegar tan lejos”, me aseguró mientras nos movíamos a lo largo de las hileras
con nuestras espaldas dobladas. “Cada vez que intentábamos organizarnos, los
productores nos tumbaban.”
Vincente empezó a trabajar cuando
los filipinos cosechaban la mayor parte de la lechuga. Ellos cortaban la
lechuga en el campo y la enviaban a los cobertizos para pasarle hielo y
empacarla en cajas de madera, antes de llevarlas al mercado. Ni los
trabajadores en los cobertizos, quienes eran mayormente Okie blancos, con
raíces en Oklahoma, ni los cosechadores filipinos estaban sindicalizados. Pero los trabajadores en los cobertizos
ganaban aproximadamente el doble de lo que las cuadrillas de cosecha ganaban.
La Depresión le había dado causa
a los productores/ transportistas para disminuir aún más la paga de los
trabajadores. En
50 / GUERRAS DE LECHUGA
1934, los trabajadores de los cobertizos en Salinas lucharon para
volver a ganar la paga que habían perdido y para mejorar las condiciones de su trabajo,
y demandaron que su sindicato fuera reconocido. En los años anteriores habían
visto una drástica reducción en su paga, ¡de cuarenta a quince centavos por
hora! Enfurecidos por rebaja tan
radical, los trabajadores filipinos se lanzaron a la huelga,
demandando veinte centavos por hora, aún treinta centavos por debajo de lo que
ganaban los Anglos que trabajaban en los cobertizos. Los trabajadores de
lechuga filipinos también demandaron que su asociación de trabajadores
agrícolas fuera reconocida. Lucharon con tenacidad pero no lograron obtener sus
demandas. Los productores usaron medidas violentas para suprimir la huelga, y
Vicente se encontró en medio de todo ese lío.
Las historias de Vicente
despertaron mi curiosidad. Pero no fue hasta un tiempo después que aprendí (de
un trabajador veterano de los cobertizos que para entonces era parte del
sindicato de los empacadores de vegetales, y tras algunas investigaciones que
hice en los periódicos locales) más detalles de la amarga historia de los
trabajadores filipinos y los Okie de los cobertizos envueltos en las huelgas en
Salinas durante los años 1930. Cuando
los trabajadores de los cobertizos y los que laboraban en los campos estaban de
huelga en el 1934, los productores se sentían amenazados y vulnerables. La
huelga no sólo presionó para que aumentaran los jornales sino que las
divisiones entre los trabajadores, una realidad que había existido por años, estaban
siendo superadas con promesas de apoyo entre los
representantes de los trabajadores de los campos y los cobertizos. Enfrentados con una huelga durante dos puntos críticos en el
proceso de producción, los productores/transportistas anunciaron su disposición a llegar a un acuerdo sólo con los
trabajadores de los cobertizos. Les
ofrecieron un aumento y reconocimiento de su sindicato. Los trabajadores de los cobertizos
aceptaron el acuerdo y regresaron a trabajar bajo contrato con el recién reconocido
Sindicato de Empacadores de Frutas y Vegetales. Durante todo esto, los
trabajadores de los campos filipinos fueron abandonados para que se valieran
por sí mismos.
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 51
Con los filipinos aislados, los
productores atacaron a sus líderes, mandando a malhechores a los campos
filipinos con el fin de intimidarlos y brutalizarlos. Vigilantes le prendieron
fuego a un campo laboral en Chualar y su organización fue destruida. Muchos de
los trabajadores de lechuga activistas tuvieron que irse del área, y los filipinos
fueron forzados a regresar a trabajar sin ningún reconocimiento.3
Dos años después, en el 1936, los productores,
ahora más unidos que nunca y con su propia asociación, decidieron meterles
presión a los trabajadores de los cobertizos. Cuando su contrato expiró, los
productores/transportistas bloquearon a los trabajadores de sus lugares de
trabajo. Contrataron los servicios de un oficial retirado de la guardia
nacional, el Coronel Sanborn, cuyo nombre al presente engalana una de las
calles principales de Salinas, para que organizara una fuerza de vigilantes que
aplastara a la resistencia. El Coronel Sanborn y el Sheriff Abbott de Salinas
(otro personaje inmortalizado con una
de las calles de ese pueblo) levantaron un “ejército” de vigilantes, compuesto
de 2,000 hombres. La fuerza del Coronel Sanborn atacó a los huelguistas de los
cobertizos con bates y pistolas, interrumpiendo sus reuniones de protesta y
cruzando las líneas de piquetes.
Un día, durante la huelga, un enfrentamiento
estalló entre los huelguistas y las fuerzas de Sanborn, después que los
trabajadores en huelga atacaron y vertieron una carga de lechuga esquirol desde
un camión manejando con descaro por el mismo centro de Salinas. El incidente
atrajo la atención de gente fuera del valle.
Cobertizos de empaque obstruidos por
barricadas, rodeados de alambres de púa y patrullados por hombres armados, en
algunos casos con metralletas, llegó a simbolizar el conflicto. Rompehuelgas
fueron reclutados de todo el estado de California. Además, para excitar a los
residentes locales, y justificar medidas extremas en contra de los huelguistas,
el periódico local y algunos de los políticos locales motivaron una campaña de
histeria pública con la declaración que Salinas estaba siendo asediada por
radicales. Convencieron al público que medidas extremas eran requeridas frente
a la inminente
52 / GUERRAS DE LECHUGA
invasión procedente de San Francisco. En 1934,
una amarga batalla de huelga lanzada por los estibadores del muelle se extendió
a una huelga general que efectivamente paralizó a San Francisco. Acciones
laborales como esa le ganó a la ciudad una reputación, entre los californianos
rurales quienes eran más conservadores, de ser un bastión de insurgentes
izquierdistas. Cuando banderas rojas fueron detectadas cerca de los campos de
lechuga que bordeaban a la Autopista 101, los rumores se propagaron por el área
que las banderas marcaban el lugar de asamblea para una marcha de comunistas de
San Francisco que tenían la intención de derrocar al gobierno local de Salinas.
Las medidas de emergencia que propuestas para proteger al pueblo de las hordas
de Bolchevique contribuyeron al clima de temor.4
Eventualmente los productores lograron aplastar la huelga de los
cobertizos, y los trabajadores tuvieron que regresar a su trabajo bajo
condiciones humillantes. Llamados por parte del sindicato de los Empacadores,
pidiendo apoyo a los trabajadores filipinos en el campo, fueron generalmente ignorados
pues los trabajadores filipinos recordaban con disgusto cómo ellos habían sido
abandonados dos años atrás.
Cuando era joven, Vicente había
sido animado a venir a los Estados
Unidos por campañas de promoción que buscaban contratar a trabajadores jóvenes
y llenos de vigor con el fin de ayudar a la economía de California. A la misma vez que leyes prohibían que las mujeres filipinas
entraran a los Estados Unidos, otras leyes en contra del mestizaje prohibían
que los hombres Filipinos tuvieran relaciones con mujeres blancas. Estas leyes descendían
directamente de las leyes en contra de la mezcla de etnias en el Sur de los
Estados Unidos, promulgadas en la era posterior a la esclavitud, y las cuales
tenían la intención de evitar que los negros tuvieran cualquier clase de
relación con los blancos. Esta ley sureña fue adoptada en California y aplicada
a las diferentes mezclas raciales en el estado. Era un racismo que aseguraba una
fuerza laboral mal pagada, aislada, migratoria, e incapaz de establecerse para
criar familias y formar comunidades. En ese sentido, los trabajadores filipinos
fueron, por un tiempo, una
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 53
fuerza laboral ideal. Pero las huelgas y la organización
de los filipinos en los campos de lechuga, y en otras cosechas, atrajeron
antipatía en su contra e impulsaron a los productores a buscar en otros lugares
una fuente de trabajadores “ideales”.
Instalándonos
en Salinas
Durante nuestros primeros meses en los campos,
FJ y yo vivíamos en una cabaña provisional en medio de un terreno en Seaside,
un espacio grande pero plagado de malas hierbas que nos pasaban de los tobillos.
FJ tomó la cabaña cuando su ocupante anterior, Kai (Steve Coyle), un Marino y
veterano de Vietnam, sobreviviente de una de las batallas más sangrientas y
extendidas de esa guerra tan brutal, Khe Sanh, se mudó. Kai había sido uno de
los activistas claves en el café GI.
Era un hombre de carácter dulce y con una gran creatividad, quien
encontró en su activismo en contra de la guerra un respiro del tormento que
vivía por sus espantosas memorias de la guerra.
En aquella cabañita, FJ y yo hablábamos del
trabajo en los campos y soñábamos en las batallas presentes y futuras. Una
noche, por casualidad, ambos soñamos sobre una gran revuelta. En mi sueño,
cientos de trabajadores agrícolas avanzaban hacia adelante, bajándose de
autobuses y uniéndose a la batalla, con puños y banderas en el aire, mientras yo
me movía en medio de la muchedumbre. FJ también soñó sobre una ofensiva, pero
en su sueño, él era el líder de la acción. Después que nos contamos los sueños,
FJ remarcó sobre el contraste entre los dos—la diferencia entre lo colectivo y
lo individual.
No sé por cuánto tiempo yo hubiera
continuado viviendo en Seaside, y viajando a trabajar a Salinas, si un día FJ
no hubiera decidido que nos teníamos que mudar. FJ quería un sitio en donde él
pudiera vivir con su novia, Julie Miller. Antes de que el verano oficialmente llegara,
sustituimos la cabaña de una habitación por una casa de tres habitaciones en un
suburbio de clase media en Salinas, cerca de la calle North Main. Nuestro nuevo
vecindario en Salinas
54 / GUERRAS DE LECHUGA
bordeaba el norte del pueblo. Estaba situado colindante
a los campos que se extendían en la distancia ondulante como un delicado
sobrecama de retazos que llegaba hasta las montañas Gabilan. Cuatro personas
vivimos ahí: FJ, Julie, Aggie Rose, una amiga de Julie, y yo. Aggie vino a
Salinas después de la huelga del 1970 para involucrarse con el movimiento de
los trabajadores agrícolas. Venía de una familia Portuguesa y creció en el
Valle Central en donde trabajadores portugueses formaban una gran parte de la
fuerza laboral en los viñedos. Aggie hablaba portugués con fluidez y también
hablaba español. En Salinas encontró una trabajo en una agencia de bienestar
social que asistía a los labradores agrícolas, y usó la oportunidad para
organizar reuniones en donde ella enseñaba películas como La Sal de la Tierra (Salt of
the Earth).
Aggie era independiente en su manera de
pensar y odiaba la idea de estar subordinada a cualquier hombre; un prospecto
que, según ella, inevitablemente sucedería en cualquier relación. A la misma
vez se sentía dividida entre el remordimiento y una fuerte presión social para
que se asentara con alguien, se casara y tuviera una familia. Esta ambivalencia
la desgarraba en dos, y la llevaba a sufrir períodos de depresión. Aunque sólo
tenía veinticinco años en aquel entonces, insistía que había “perdido su tren”
y que estaba condenada a quedarse “solterona”. Irónicamente, siempre tenía múltiples
posibilidades. Pero parecía que
cada vez que un hombre hacía cualquier avance en su dirección, ella se ponía nerviosa
y llena de ansiedad. Una vez me confesó que sólo se sentía cómoda alrededor de
hombres comprometidos en una relación. El hecho de que yo era un hombre soltero
y viviendo en la misma casa añadía estrés a nuestra situación y llevó a que yo
me mudara el invierno entrante.
Diferencias políticas también contribuían a
las presiones en nuestra casa. Como la mayoría de la juventud de la época, compartíamos
un ávido interés en la política y una aversión al orden político prevalente.
También odiábamos la guerra, el racismo y la explotación en que el sistema estaba
basado. Aun así, cada vez que nos aventurábamos más allá del territorio común e
intentábamos caminar por el terreno de soluciones, surgían diferencias tajantes.
Yo
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 55
había perdido la fe que el sistema era capaz de
hacer otra cosa que crear injusticia y desigualdad, guerra, y otros desastres.
Yo no veía a la injusticia como una tacha en un sistema imperfecto sino como
parte fundamental de la estructura económica y política. Aggie creía en la
reforma y en influenciar un cambio desde adentro, y rechazaba ideas
revolucionarias como ideologías impuestas por fuerzas “externas”.
No muchos meses después de que formamos
nuestro hogar en Salinas, Aggie empezó a trabajar de manera directa con el
sindicato de los trabajadores agrícolas. La asignaron a trabajar en Livingston,
un pueblo pequeño en el Valle de San Joaquín, no lejos de donde ella había
crecido. Allí ella dirigió un sindicato local de los trabajadores de los
viñedos de Gallo, aplicando su incansable energía a esa desafiante labor. Cada
una de las reuniones del sindicato de los trabajadores de Gallo tenía que ser
conducida en tres idiomas, para acomodar a los trabajadores portugueses,
mexicanos y anglo bajo contrato con el UFWOC; un contrato ganado después del
boicot de uvas en el 1970. Allí ella se aplicó a hacer aquellos cambios que
consideraba podían ser realizados desde el interior
Representante de la Cuadrilla
Cuando Puerto Rico dejó de
deshijar y se fue a trabajar a una cuadrilla de cosecha, necesitábamos a un nuevo
representante. Varios en nuestra cuadrilla decidieron que FJ o yo deberíamos
tomar el puesto, argumentando que como hablábamos inglés y “entendíamos las
leyes”, estábamos mejor equipados para manejar los asuntos con la empresa. Nosotros
nos opusimos, razonando que la cuadrilla debería estar representada por alguien
con más experiencia en los campos y alguien que estuviera mejor familiarizado con
una mayoría de la gente. Pero cuando otros posibles candidatos ofrecieron una u
otra razón por la cual no podían hacer el trabajo, cedimos. Como FJ tenía
planes de irse de la cuadrilla de deshije para cosechar apio, un trabajo más
duro pero con mejor paga, el trabajo calló sobre mis hombros. Yo
56 / GUERRAS DE LECHUGA
era “el repre” de la cuadrilla cuando el
sindicato llamó para la movilización a Sacramento. Como el repre, yo sentía que era mi
responsabilidad el oponerme a la empresa cuando ésta pretendía tirar el
contrato por la ventana, sólo porque los jefes consideraban que era en su mejor
interés hacerlo. Esta posición me puso en conflicto con Félix y los supervisores
de la empresa.
El contrato con Interharvest especificaba
que las cuadrillas debían tener acceso a agua en todo momento, incluyendo agua
fría en los días de mucho calor. El clima en el área de Salinas, aún en medio
del verano, es por lo general moderado. Son estos veranos frescos, rociados por
el aire húmedo del océano, que crea el clima ideal para los vegetales verdes
como la lechuga. Pero períodos de calor sí ocurren. Durante uno, la atmósfera
en los campos era sofocante y los trabajadores querían agua fría. La cuestión
de tener agua fría puede aparentar ser algo trivial, pero aunque suene
increíble, la escasez de agua para tomar en los campos y aún la falta de
facilidades de baños habían sido causas de reclamos en contra de la empresa por
un largo tiempo. Y continuó siendo así aun después que las leyes, a nivel del
estado, ordenaron cosas como inodoros portátiles en los campos.
Durante este particular período
de calor, habíamos estado bebiendo agua tibia por varios días, y cuando el jefe
de los campos llegó en su Galaxy blanco y se paró al lado del autobús a hablar con
el mayordomo, yo fui a decirle que no estábamos contentos con el agua tibia. Su
cara normalmente rosada se puso roja. “No he oído que nadie se esté quejando,
sólo a ti,” me dijo. “No es la responsabilidad de ellos el quejarse,” le dije.
“Es mi responsabilidad porque soy el representante de esta cuadrilla.” “Si
quieren hielo, entonces que lo traigan ellos,” me informó y me dio la espalda,
caminando de regreso al autobús, en donde Félix lo esperaba. Lo seguí hasta la
puerta del bus. “Usted siempre anda diciendo que tenemos que observar las
reglas del trabajo y seguir el contrato, ¿pero qué tal usted? ¡El contrato dice
que nos toca agua fría en los días que hace calor! Me sentía más caliente que
la temperatura ambiental. Él estaba bastante lívido
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 57
también cuando me gritó, “¡O, qué se vaya al
infierno el contrato!” Desinteresado en seguir la discusión, se metió al
autobús con el mayordomo y estrelló la puerta, mientras que yo me quedé afuera
gritándole obscenidades, listo para el combate. Después la empresa trató de
hacer un caso sobre lo que había pasado, amenazando que me iban a despedir. Pero
sus esfuerzos nunca llegaron a nada. El jefe de los campos negó que había dicho
que los trabajadores trajeran su propio hielo o que había denunciado al
contrato, pero la empresa terminó relevándolo de su cargo sobre las cuadrillas
de deshije, en parte por esos comentarios.
Enfrentamiento
con la Empresa—Chávez Llega al Pueblo
Los conflictos en los campos provocaron que la empresa
le exigiera al sindicato que impusiera disciplina. Los jefes se quejaron que la
producción y la calidad estaban siendo afectadas por las dilaciones
en la
cuadrilla y que esto le estaba haciendo daño a la empresa en el mercado
competitivo. Era pleno verano cuando la oficina local del UFW en Salinas convocó
una reunión con los representantes de las cuadrillas para discutir las
alegaciones de la empresa. El sindicado concertó reunirse con la empresa pero
insistió que los representantes estuvieran presentes. Por eso era necesario
realizar la reunión para prepararnos.
Los representantes expresaron sus
opiniones sobre varios asuntos, denunciando lo que ellos consideraban
coacciones por parte de la empresa. Asuntos relacionados a la calidad del
trabajo, al despido de representantes como el que había pasado en una cuadrilla
de cosecha después del viaje a Sacramento, a la contratación de labradores de
la calle (no miembros del sindicato), en clara violación del contrato, a la
falta de respeto que varios funcionarios de la empresa le demostraban a los
representantes del sindicato, y al sindicato en general, y una letanía de otras
querellas.
La reunión con la empresa estaba
pautada para un día en medio de la semana. Como la empresa había convocado la
reunión, todos los representantes recibieron un día libre con paga. La sesión se
llevó a
58 / GUERRAS DE
LECHUGA
cabo en el salón de conferencias de uno de los
hoteles al norte del centro de Salinas. En un lado del salón, detrás de varias
mesas largas, estaba una columna de hombres de mediana edad, muy bien vestidos.
La mayoría eran blancos pero había algunos mexicanos también. Entre ellos
estaba sentado un hombre entrecano y bien vestido con el nombre de Lauer, quien
era el vicepresidente de relaciones laborales, radicado en Boston, para United
Fruit. Al otro lado del salón de conferencias, y detrás de otras mesas largas,
estaban los trabajadores de los campos, de diferentes edades y muchos de ellos
con gorras de béisbol y sombreros.
Yo estaba ahí ese día y recuerdo
cuando César Chávez entró, acompañado por un número de oficiales y voluntarios
del sindicato, incluyendo a Juan Huerta y a Roberto García, a quien había
conocido en el salón del sindicato local y sabía que era el coordinador del
sindicato para los lechugueros de Interharvest. César Chávez era más bajo en
estatura que el resto, ciertamente una de las personas más pequeñas en el salón
de conferencias. Tenía una cabellera negra abundante, peinada hacia atrás. A
pesar de su baja estatura, su presencia comandaba respeto y rebosaba confianza
en sí mismo. Yo estaba parado hablando con otros representantes cuando él entró
al salón y uno de los otros repres me llevó hasta donde Chávez y me introdujo. Yo
estaba nervioso y nada más le dije, “Gusto en conocerlo”. La pequeñez de sus
manos me sorprendió.
Poco después de que todos nos acomodamos
en nuestros asientos, Chávez inició la reunión saludando a los representantes
de la empresa y también a los trabajadores, agradeciéndoles a todos por su
participación. Entonces se refirió a la comunicación que él había recibido, en
donde la empresa alegaba diferentes problemas y solicitaba una reunión. Detalló
algunos de las acusaciones de la empresa, desde la mala calidad del trabajo e insubordinación
hasta violaciones del contrato, entre otros. Chávez también relató cómo él les
había solicitado a los representantes del sindicato que estuvieran presentes
para que ellos pudieran participar y escuchar las denuncias que estaban siendo
presentadas por la empresa y además para que
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 59
tuvieran la oportunidad de responder. Entonces
el Sr. Lauer empezó a hablar. Sólo había dicho algunas palabras cuando uno de
los representantes de las cuadrillas de cosecha se paró y tomando varios pasos
hacia la mesa en donde estaban los representantes de la empresa dijo, “Cal Watkins
es un perro racista”. Si sus palabras no eran suficientes, apuntó con su dedo a
un hombre alto quien era el jefe de personal en Salinas. Un hombre de la
empresa, quien inicialmente aparentaba estar dispuesto a traducir el comentario
a sus colegas, se sentó de nuevo obviamente aturdido. Otro trabajador se puso
de pie para hacer una declaración en contra del trato recibido por parte de uno
de los mayordomos; trato que en su opinión era inaceptable. Ese mismo
trabajador entonces tradujo sus propias palabras, en un inglés emocionado pero
firme. Después una mujer que trabajaba en una de las máquinas de lechuga habló
sobre un incidente que pasó en su cuadrilla. Ella apenas había terminado cuando
otra persona empezó a hablar sin preocuparse por traducir sus comentarios y
entonces esa persona fue interrumpida por otro trabajador, y otros empezaron a
hacer lo mismo hasta que un grupo de trabajadores estaba de pie, ya sea
hablando o levantando sus manos para hablar. Poco a poco se estaban aproximando
a las mesas en donde estaban los representantes de la empresa cuando Chávez
levantó su mano y pidió silencio. “Gracias, compañeros y compañeras”. Se volteó
hacia los hombres de la empresa. “Creo que podemos ver que los trabajadores
también tienen quejas”. Fue un excelente movimiento teatral.
Esto confirmó la inteligencia
táctica de Chávez. Él había respondido a los reclamos de la empresa, pero, con
la ayuda de los trabadores, viró la reunión patas arriba. La acusación de
racismo al principio de la reunión, ya fuera por diseño o espontáneamente—y
ciertamente con mérito—situó a la empresa a la defensiva. La sesión continuó bajo
una atmósfera completamente diferente a la que la empresa había imaginado o
esperado. Tras otras discusiones, la asamblea se dividió en reuniones más
pequeñas que incluían los comités del sindicato y hombres de la empresa, con el
propósito de facilitar la discusión de los agravios mutuos. La reunión concluyó
con
60 / GUERRAS DE
LECHUGA
la decisión de que era necesario convocar otras
reuniones de trabajo, entre la empresa y el sindicato, para concebir
recomendaciones basadas en los intereses de ambas partes. Los trabajadores
estaban satisfechos con el resultado; por lo menos con el tono de la reunión. Me
imagino que la empresa estaba un poco menos satisfecha.
Tomó tres semanas de reuniones
para negociar soluciones a los agravios. En el salón del sindicato local, uno
de los empleados de la oficina, quien había estado asistiendo a las sesiones, me
llamó a un lado una tarde y me relató un incidente que había pasado con la
empresa. Intentando volver a ganar la iniciativa en las negociaciones, la
empresa señaló con seriedad el hecho de que un panfleto había sido distribuido
a la cuadrilla por uno de los representantes del sindicato. “Esa era tu
cuadrilla”, me dijo el empleado sonando divertido.
El
panfleto referido apoyaba a los trabajadores de acero que se encontraban enredados
en una batalla, por las demandas de sus jefes, de que aceleraran la producción sin recibir el aumento en
salario correspondiente. También estaban protestando el despido de sus
compañeros de trabajo. Colocando el panfleto sobre la mesa del salón de
conferencias con gran deliberación, uno de los hombres de la empresa declaró
enfurecido, “¡No vamos a tolerar propaganda comunista en nuestras cuadrillas!” El
lado del sindicato descartó el asunto, me aseguró el empleado, trayendo a
colación la cláusula de no discriminación contenida en el contrato. El empleado
del sindicato se deleitó en la incomodidad de los representantes de la empresa.
Pero esta posición del sindicato llegaría a ser, en el futuro, bastante
irónica.
Al final, se llegó a un acuerdo.
Se le advirtió a los trabajadores, durante reuniones en el salón del sindicato,
o a través de sus representantes de cuadrilla o de los empleados de la oficina
del sindicato local, que tuvieran más cuidado con la calidad de su trabajo. En
intercambio, la compañía acordó dar más concesiones, la más visible fue cambiar
los mayordomos de algunas de las cuadrillas y el despido o la transferencia de
varios supervisores, incluyendo al supervisor en la cuadrilla de deshije que discutió
sobre el agua fría. Un poco tiempo después, Félix se fue también, y en su lugar
vino un
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 61
nuevo mayordomo llamado Gerónimo; un hombre a
principios de los treinta con un cuerpo robusto y cara ancha, con una sonrisa
tímida que revelaba una línea de dietes encapsulados en oro. Gerónimo era más
callado y más tímido que Félix. También estaba menos inclinado a la
confrontación.
Con sus acciones, los
trabajadores estaban empezando a ejercer el derecho que se le había negado por
años, el derecho a influenciar sus propias condiciones de trabajo; el derecho a
ser más que herramientas mudas a la merced de las condiciones del mercado y de
la insaciable sed por lucros. Y exactamente por esto, la determinación de los
productores, de aplastar al sindicato y al espíritu que había empezado a
infundir en los trabajadores, aumentó en intensidad.
La Migra
Conflictos con la empresa no era el único
problema de los trabajadores. Más que la empresa, y eso es decir mucho, los
trabajadores odiaban a la migra. No tenías que estar en Salinas o en los campos
por mucho tiempo antes de escuchar comentarios sobre la migra. Y era raro oír
cualquier mención del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS por sus
siglas en inglés) sin percibir un intenso tono amargo y lleno de indignación. En
ocasiones, había visto las camionetas blancas y verdes alrededor del pueblo,
pero no había tenido ningún contacto con ellos, y como un “Anglo”, no tenía
ninguna causa para temerles.
Un día, a finales de Julio, vimos
varias camionetas de la INS acercándose a los campos. Redadas al final de la
temporada de cosecha eran comunes, pero no muy comunes en plena cosecha; aunque
sí ocurrían de vez en cuando. Para entonces existía la sospecha de que la INS
se estaba enfocando en las empresas con sindicatos. Como era su práctica, se
acercaron al campo desde diferentes puntos para impedir cualquier escape. En
este caso, el único lado que no cubrieron estaba bordeado por un canal de
riego. Quien quisiera esquivarlos y escaparse del campo tenía que brincar en
ese canal.
Después de chequear las tarjetas
de residencia de los miembros de la cuadrilla u otras formas de identificación,
se llevaron a uno de los
62 /
GUERRAS DE LECHUGA
trabajadores, a un joven llamado Carlos. Estábamos
trabajando cerca del camino cuando esposaron a Carlos y lo sacaron del campo. Yo
los seguí. Fui a donde habían estacionado su camioneta para averiguar lo que pasaba.
Yo desconocía el estatus legal de Carlos, y francamente, ni me importaba. La
idea de que él podía ser sacado a la fuerza, en esposas, por no hacer nada más
que trabajar me parecía absurdo y hasta criminal. Le pregunté a los oficiales
porqué se estaban llevando a Carlos, y uno me dijo, “No es tu jodido asunto”. Sentí
el ardor subiéndome por el cuello y le grité a Carlos, preguntándole que qué
estaba pasando. Él me dijo que se
le habían olvidado sus papeles en su casa. Por un momento pensé en agarrarlo y
llevármelo conmigo, pero no me pareció una idea que culminaría en éxito. Como quiera, yo no iba a irme sin decir
algo, así que le grité a la migra, “¡Suéltenlo. Él es miembro del sindicato y ustedes
no tienes ningún derecho a llevárselo!” El oficial
de la migra que estaba llevando a Carlos hacia uno de los carros tomó varios
pasos hacia atrás y enfrentándome me gritó, “¡Que se vaya a la mierda tu
maldito sindicato!” “¡Que se jodan ustedes, malditos cerdos de la migra!” fue
mi respuesta, con el ardor que me había subido hasta mis orejas.
Cuando di la vuelta para regresar
a la cuadrilla, uno de los oficiales de la migra me agarró y me tiró al suelo. Me
puso las esposas y me metió a su carro. El automóvil de Inmigración era como
uno de los carros de la policía y tenía una parrilla de metal entre los
asientos delanteros y los traseros. La camioneta que llevaba a Carlos se marchó
y el carro en el que yo estaba se dirigió en la dirección opuesta, por uno de
los caminos de tierra que circunvalaban los campos. Durante el trayecto, el
conductor aplicó los frenos repentinamente, vez tras vez. Con mis manos
esposadas detrás de la espalda no podía detener el ímpetu de mi cuerpo mientras
se movía hacia el grillo de metal que nos separaba. Sólo podía torcerme para que
los golpes fueran en mis hombros y no mi cara. El chofer zigzagueó por los
campos como por veinte minutos mientras que dos agentes tomaban turnos
insultándome y discutiendo todo lo que iban a hacer para dejarme despedazado y
ensangrentado.
LA
CUADRILLA DE DESHIJE O LOS AGACHADOS / 63
De momento, el chofer giró el
volante bruscamente y frenó con un chirrido frente a uno de los canales de
riego. Su socio brincó del carro y fue a la puerta trasera del pasajero
mientras le gritaba a su camarada, “Vamos a darle una paliza a este pendejo y vamos
a tirarlo al canal”. Cuando abrió la puerta, me agarró por el brazo y empezó a
halarme pero de momento me soltó. Se metió nuevamente al carro y los oficiales empezaron
a manejar otra vez hasta que se cansaron de su entretenimiento. Finalmente, me
llevaron de regreso al campo de donde los agentes de la migra me habían agarrado,
y mientras me sacaban del carro y me quitaban las esposas, me amenazaron que la
próxima vez que yo los llamara “cerdos”, podía esperar un viaje al hospital.
Cuando relaté esta historia, me aseguraron
que, a pesar del maltrato yo fui
dichoso. Si yo hubiera sido un inmigrante, podía ser que no estuviera vivo para
contárselo a nadie. Y aún más, me debía sentir muy afortunado que no fui
arrestado por interferir con un oficial federal en cumplimiento de sus funciones.
La confrontación con la migra impactó
no sólo a mi cuadrilla pero a un círculo mayor. La idea de un Anglo enredándose
con lo migra era sorprendente, y hasta chocante. Lo que yo no sabía entonces
era que Carlos era el hermano de nuestro mayordomo Gerónimo, y que el incidente
impactaría nuestra relación en la cuadrilla y en el futuro. Nuestro conflicto
sobre los asuntos de la empresa y el sindicato fue alterado por nuestra mutua
antipatía por la migra. Por muchos años después, cuando yo veía a Gerónimo en
otras cuadrillas y en diferentes empresas, me sonreía con su amplia sonrisa
coronada en oro y me recordaba sobre la vez que yo “peleé con la migración”.
2. Otoño e Invierno
LA ÚLTIMA COSECHA en la extensa temporada de
siembra de Salinas llega a su pico en la última parte de agosto, para luego disminuir
con rapidez en los días más frescos y cortos de octubre y de principios de
noviembre. Según se van acortando los días, el valle caducifolio se
va “deshojando” de sus trabajadores de temporada. Son pocos los empleos que hay
durante el invierno y con casi todos los campamentos de trabajo cerrados hasta
la primavera, la mayor parte de los trabajadores agrícolas tenían que levantar
vuelo ya que no contaban con seguro de desempleo, algo que no estuvo a su alcance
hasta años después. Tenían que pasar el invierno en México, o lo más probable unirse a la corrida; o sea, integrarse al
circuito de cosechas y dirigirse al sur siguiendo el sol, al igual que las
golondrinas de los riscos de las playas del norte. Muchos
trabajadores migrantes eran portadores de tarjetas verdes de residencia y
tenían sus hogares en las ciudades fronterizas de Mexicali, San Luis y Río Colorado.
El invierno llevaba a sus hogares y a sus centros de trabajo a una más cercana
armonía geográfica; o al menos, a una menor distancia en las “fuentes de
ensalada” del Valle Imperial y de Yuma.
El invierno
transformaba el distrito de los trabajadores agrícolas de Salinas. Hacía que
desaparecieran los grupos mañaneros de trabajadores hortícolas que se
congregaban a lo largo de las vías del tren que atravesaba la calle Market, a
corta distancia del barrio chino; o que llenaban las cafeterías y centros de
desayuno en el antiguo centro de Salinas, que ya para la década de 1970 se
había convertido en un barrio de mala
muerte. Durante el invierno desaparecían las camionetas de los contratistas y
los Chevrolet El Camino que navegaban por las calles a la caza de obreros para
completar sus cuadrillas. Desaparecían asimismo las actividades mañaneras en los
muchos campamentos de obreros que llenaban la ciudad y sus entornos. También se
desvanecía el ajetreo en el corralón o
centro de
6 5 / GUERRAS DE LECHUGA
enganche, así como en
los estacionamientos de los supermercados; donde en la temporada de trabajo los
autobuses y busetas despedían vapor y humo en las mañanas mientras los obreros
se acurrucaban, uno cerca del otro, a causa del frío matutino. No se veían tampoco en diferentes esquinas del sector de
Alisal en Salinas las calladas siluetas de quienes estaban a la espera de los
vehículos que los venían a buscar, frotando sus palmas para combatir el ambiente
frígido.
Todos
aquellos lugares ahora se veían despojados de la energía previa al amanecer,
del vibrar madrugador de las calles donde la resaca del sueño cede el paso a los
roncos saludos o a intercambios jocosos sobre el trabajo y la familia; a quejas
relacionadas a la ardua labor y a otros dolores y molestias; a discusiones
acerca del movimiento sindical y a preocupados comentarios sobre las redadas
del departamento de inmigración. Todo ello se había disipado, barrido por el
viento y silenciado a golpes por la llegada del fresco otoñal y de las lluvias
invernales.
Para fines
de septiembre yo había comenzado a buscar trabajo con la mirada puesta en un
empleo por contrato, porque pagaba mejor. FJ había abandonado la cuadrilla de
deshije a mitad del verano para probar suerte cosechando apio por destajo.
Cuando le pregunté cómo le iba en su nuevo empleo me dijo: “Si todavía estoy
vivo, no le eches la culpa al trabajo. ¡Ha realizado su mejor esfuerzo para
matarme!” Recuerdo que una noche, después de llegar me dijo: “Déjame contarte
acerca del trabajo a destajo en el apio. El mayor esfuerzo físico que jamás
realicé fue la práctica de fútbol americano en la escuela superior. El apio es
parecido a ocho horas de práctica de fútbol, ocho horas de una maldita práctica
de fútbol”. Con ese estímulo me sentí más animado a integrarme al trabajo por
contrato. Estaba interesado en ganar más dinero, sí, pero reconozco que también
estaba interesado en el desafío.
El brócoli
Hace mucho tiempo
atrás, los agricultores en la zona del Mediterráneo y de varias partes de Asia
domesticaron algunas plantas silvestres del género Brassica. Esas plantas mostraron poseer cierto potencial. Mediante
un proceso de selección dichos agricultores desarrollaron una serie de
hortalizas que hoy conocemos como repollo, col rizada, nabos, coliflor, repollitos
de Bruselas, así como una flor verde con un tallo grueso rodeado de hojas
verdes
OTOÑO E INVIERNO / 6 6
llamada
brócoli o brécol. Los etruscos, precursores del Imperio Romano, supuestamente
tenían una gran afición por esta planta que afortunadamente sobrevivió a pesar
de que no tenía un gran público fuera de la península italiana.
El brócoli
fue introducido en los Estados Unidos a principios de los 1800, pero no se puso
de moda sino hasta la década de 1920. Fue la familia D’Arrigo la primera que comenzó
a cosechar esta planta en una finca en la zona de San José. Cuando el brócoli
se introdujo a Salinas se adaptó muy bien a este fresco y húmedo valle costero
donde crecía muy bien, prácticamente durante todo el año. Para los años de los 1970,
la mayor parte de la cosecha de brócoli de Estados Unidos se producía en
Salinas.
La palabra brócoli es de origen italiano y proviene
del latín bracchium que significa “brazos”,
supuestamente por la forma en que la flor del brócoli se extiende como brazos
desde su tallo. Así que tiene la misma raíz que la palabra bracero. De modo que, por coincidencia, por muchos años los brazos
de los braceros cosecharon los brazos del brócoli.
Un fresco día de octubre
recibí un mensaje de parte de un empleado de la oficina del sindicato diciendo que
se alegraba de haber encontrado a alguien que le permitía completar una
cuadrilla para trabajar en brócoli, en la empresa D’Arrigo. Esa fue mi oportunidad para trabajar por contrato en una
hortaliza venerada por las madres y odiada por sus hijos. Una que tiene tanta
vitamina C, fibras solubles y otros nutrientes como para ser considerada una de
las hortalizas más saludables de todas; y que cuenta con cualidades
anticancerígenas, entre sus muchas virtudes.
Pero la
salud está en comerlo, no en cosecharlo. Cortar brócoli quizá no requiera la
destreza o la resistencia que implica trabajar a destajo en la lechuga o en el
apio; pero la labor es agotadora. La oportunidad de integrarme a aquella
cuadrilla vino como resultado de la experiencia y la resistencia que había
obtenido en la labor de deshijar.
En el Valle
de Salinas y en el resto de California, el brócoli es cosechado con la ayuda de
una máquina: una larga correa movible que se traslada a través de un sembrado.
En la década de 1970, antes de que el brócoli se empacara en cajas de cartón en
los mismos campos, esta máquina que tenía un sobresaliente cuello, transportaba
el brócoli cortado a grandes cajones colocados en un camión de plataforma que
se movía al mismo paso que la correa.
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Los
cortadores seguían a la correa movible, caminando entre los callejones que
había entre los surcos. Llevaban puestos impermeables amarillos: gruesos
pantalones y chaquetas a prueba de agua y botas de goma hasta las rodillas,
para protegerse de la humedad. Llevábamos afilados cuchillos con hojas de diez
pulgadas, así como sombreros para protegernos del sol. Las cuadrillas mixtas
del brócoli eran comunes, pero no había mujeres en aquella.
Algunas
variedades de brócoli crecen hasta llegar a la cintura, lo que permite
cortarlas sin agacharse. Eso era un gran alivio de los dolores de el cortito. Aún así, trabajar en el
corte con una cuadrilla de brecoleros experimentados,
recibiendo pago a destajo, o sea por producción, no es un paseo dominical.
Muchos de esos primeros días que pasé en el corte del brócoli, me sentí al
borde del pánico. En los sembrados repletos de plantas, las verdes cabezas de
brócoli se meneaban a un ritmo furioso, debajo de aquella poderosa maquinaria.
Intentaba mover mi cuerpo y manos más rápido de lo que creía posible, a lo
largo de sembrados que parecían llegar hasta donde se perdía la vista.
Observaba la técnica de los demás trabajadores y espoleado por la necesidad del
momento aprendí a agarrar las cabezas y a cortar los tallos al mismo tiempo,
colocándolos en la correa con un movimiento rápido de la muñeca. Mientras aún
volaban por el aire, intentaba prestar atención a las flores que había a un
lado y a otro: Agarrando, cortando, tirándolas hacia el frente para luego
volver atrás y adelante, en un continuo movimiento, mientras marchaba a
tropezones y en forma dolorosa por un terreno desigual y resbaladizo.
Únicamente el lento giro de la máquina al final de una pasada, me permitía
dirigir mi atención a las ropas empapadas de sudor y a las gotas que me bajaban
por el cuello y espalda: una iniciación líquida al mundo del trabajo por
contrato.
En aquellos
primeros días, en ocasiones mis compañeros de cuadrilla de ambos lados, y sin
decir palabra, cortaban las plantas que yo no había tenido tiempo de alcanzar
debido a mi lentitud. Más tarde,
al irme acostumbrando al trabajo, hice lo posible por devolver los favores a
los que estaban cerca de mí.
En la
cosecha del brócoli a destajo, o por producción, el pago no se calculaba por el
reloj sino por el ruido de los pesados camiones de plataforma que aceleraban
para marcharse del sembrado. La cuadrilla no necesitaba autoridad alguna que le
dijera que debía que apresurarse. Voluntariamente la misma se transformaba en
una maquinaria cosechadora que le ordenaba individualmente a todo miembro que
se esforzara al máximo de su ritmo colectivo. Como
OTOÑO E INVIERNO / 6 8
individuo, o
usted se sometía o se daba de baja. Uno se adaptaba durante el tiempo que la
máquina se movía a lo largo del sembrado, obviando el dolor y el cansancio,
relegando el descanso con la energía que resulta de pensar en ello a un punto
en el tiempo y el espacio donde tan solo
se podía anticipar, aunque siempre se lo deseaba.
Únicamente
había tiempo para moverse a un ritmo normal al final de una hilera de plantas,
mientras la máquina en forma desgarbada giraba en un amplio arco para volver al
extremo del sembrado en dirección opuesta; liberados de la atadura invisible
que nos arrastraba a través de aquel campo sembrado. Aquellos eran minutos
preciosos para recuperar energías, o para mudar la pesada piel de los
impermeables, que en el transcurso de la mañana se habían convertido en algo
insoportable por el calor, como si fuera un baño de vapor portátil.
Los productores
sembraban diferentes variedades de brócoli, dependiendo de la temporada, del
terreno, del microclima y de la importantísima viabilidad comercial (la forma
en que se veía en el supermercado). Para el obrero agrícola que trabajaba en la
cosecha, lo que más importancia tenía era que algunas variedades crecían poco,
mientras que otras eran más altas; que algunas tenían cabezas pequeñas,
reducidas, mientras que otras eran gruesas y pesadas.
En un buen
sembrado de un brócoli bien nutrido usted podría al menos consolarse contando
mentalmente los cajones llenados con el producto, para calcular su valor en
dólares por hora; mientras que el sudor le corría por los lados de la cara y
brazos, y los pies enviaban mensajes actualizados de su condición de fatiga y
dolor. Pero cuando el brócoli era pequeño o escaso, o ambas cosas; o cuando
estaba a la altura de la rodilla o de la pantorrilla y requería doblarse más y
caminar y estirarse para alcanzarlo y cortarlo; parecería por momentos que los
cajones se estancaban para siempre debajo de una lluvia de brócoli. En esas
ocasiones, había poco que aliviara la incomodidad. Los temperamentos se
ensombrecían y la paciencia se agotaba con facilidad.
D’Arrigo
había estado presente en el valle durante muchos años y era parte de la
oligarquía local de productores; por ese motivo constituyó una sorpresa que
fuera la primera empresa de hortalizas y verduras no transnacional, que a
finales de 1970 firmara un contrato con el sindicato UFWOC. Eso fue considerado
como una medida de la fuerza de la huelga general de 1970 y del movimiento
6 9 / GUERRAS DE LECHUGA
sindicalista,
así como del temor suscitado por la amenaza de un boicot de rechazo.
Sin importar
los factores que llevaron a D’Arrigo a la mesa de negociaciones con el
sindicato, era evidente, a lo menos desde el punto de vista de la cuadrilla de
trabajo del brócoli, que los
trabajadores en el caso de D’Arrigo no estaban sólidamente unidos en torno al
sindicato, como lo estuvieron respecto a Interharvest. Creo que esto en parte
respondía al hecho de que después de la huelga de 1970, algunos activistas
sindicales, colocados en una lista negra por compañías no sindicalizadas,
habían comenzado a trabajar en Interharvest. Eso no constituyó un elemento de
peso en el caso de D’Arrigo. No obstante, dondequiera que el sindicato
levantaba su bandera surgían conflictos y controversias, y en esto la cuadrilla
de trabajo no era una excepción. Mientras que con otras cuadrillas de
cosechadores, como los de la lechuga, los conflictos giraban en torno a la
calidad, los conflictos con el brócoli tenían que ver con las cantidades. Esto
porque el brócoli demanda menos destreza en la selección y corte y es menos
susceptible a daños. Por otro lado, calcular la cantidad de brócoli cosechado
es menos complicado.
De los
aproximadamente veinte cortadores en una cuadrilla, uno de ellos permanecía de
pie en el camión para dirigir a los cajones el chorro de tallos cortados que
caía de la correa. Cuando se llenaba un cajón el “encargado” empujaba la boca
de la correa a otro cajón vacío y así sucesivamente hasta que los cajones se
llenaban y despegaban hacia el almacén de empaque. Antes de que el sindicato
hiciera su entrada a los sembrados, el mayordomo de la compañía y los
supervisores estaban en libertad de seleccionar a un miembro de la cuadrilla
para que dirigiera la boca de la estera. Las compañías se empeñaban en que los
cajones fueran llenados más allá de los bordes. Escoger a la persona que realizaba
esa labor, que se considera un privilegio ya que es más fácil que el corte, le
concede poder a las empresas. Los que son seleccionados tienen un incentivo
para mantener una buena relación con la empresa, acomodándose a los deseos de
la misma. Sin embargo, con el sindicato los trabajadores tienen un inmediato
potencial para desafiar el control de la compañía respecto al que controla los
cajones.
Era fácil
hacer trampas cuando los cajones eran llenados como si fueran montañas
empinadas, muy por encima de los bordes. La empresa insistía que la
sobrellenada era necesaria debido que el movimiento de los cajones al ser
transportados al almacén de empaque hacía que el brócoli se asentara. Los
trabajadores
OTOÑO E INVIERNO / 7 0
contestaban:
“Se nos paga por cajón en el sembrado,
nosotros no tenemos que ver con lo que le suceda después de salir de allí”.
La cuadrilla
de trabajo de D’Arrigo estaba sindicalizada, pero no unida. Entre nosotros
había trabajadores que habían estado sujetos a las condiciones casi esclavistas
de los años de los braceros y ahora creían que debían pronunciarse respecto a
su estatus si no querían continuar siendo pisoteados para siempre por la
empresa. Ellos se alegraban por el espacio que el movimiento sindical estaba
abriendo a la fuerza y se encontraban listos para luchar por algo mejor. Había
trabajadores como Enrique, nuestro representante del sindicato, cuyos padres y
abuelos habían sido miembros o dirigentes de sindicatos campesinos en México; o
que habían recibido influencias socialistas o comunistas y que consideraban
todo desde un punto de vista de clases sociales. Ellos no consideraban que no seguir
del lado de la empresa, sería lo mismo que dejar de respirar. Pero había otros
cuyos intereses estaban identificados con los de la empresa. Algunos eran ex
braceros que habían recibido ayuda de los productores para obtener sus tarjetas
de residencia y se sentían en deuda con la empresa. Según se expandía el
movimiento sindicalista, los “instintos paternales” de los productores crecían de manera proporcional. Había
obreros que se sentían distanciados del sindicato, o que no tenían confianza en
el mismo. Algunos argumentaban que el sindicato o unión laboral, podrían
permanecer o desaparecer, pero los productores siempre estarían presentes. Las
empresas intentaron aprovecharse de aquellas actitudes y divisiones con el fin
de mantener un completo control de la producción, que afirmaban debían poseer
con el fin de sobrevivir a la ruda competencia existente en la industria
agrícola.
La mayor
parte de la cuadrilla estaba formada por mexicanos; hombres de diferentes
edades y que en gran medida provenían de Michoacán. Pero contábamos también con
un grupo de trabajadores negros que había estado con D'Arrigo durante años.
Tenían poca fe respecto a que el sindicato representaría algo positivo para
ellos. Desde luego, no compartían los sentimientos nacionalistas de un
sindicato marcadamente identificado con México y con sus emblemas nacionales
como la Virgen de Guadalupe y sus estrechos vínculos con la Iglesia Católica.
Varios de esos obreros no se escondían para burlarse del sindicato, declarando
que no deseaban tener nada que ver con el mismo. Había una excepción entre
ellos y era alguien llamado Clarence, a quien consideré un buen amigo en
aquellos tiempos:
7 1 / GUERRAS DE LECHUGA
Clarence
Clarence era
un veterano del Sindicato de Estibadores en San Francisco, donde había pasado
la mayor parte de su vida laboral. Él había venido a Salinas después de la disolución
de su matrimonio y otras circunstancias de las que no hablaba. Durante la
huelga general de 1979 él abandonó uno de los sembrados de D'Arrigo y fue
reclutado por la UFWOC para participar en demostraciones en contra del consumo
de lechuga en Cleveland, donde permaneció durante ese primer invierno luego de
la huelga. Para el siguiente verano regresó a los sembrados.
Clarence y
yo nos convertimos en compañeros de conspiración mientras estábamos en la
cuadrilla de trabajo; y en amigos cuando no estábamos en ella. Yo confiaba en
su experiencia para buscar consejo cuando surgían determinados conflictos en el
grupo laboral. Clarence consultaba conmigo acerca de asuntos que él veía o percibía,
debido a que su limitado conocimiento del español lo mantenía hasta cierto
punto aislado de aquellos que no hablaban inglés; y aunque mi español no era
muy allá, era mejor que el suyo. En ocasiones cuando surgía
alguna discusión en el grupo, Clarence venía y me preguntaba: “¿Qué es lo que
están discutiendo los demás?” Si yo lo entendía se lo comentaba a Clarence y
luego conversábamos al respecto. Nuestra relación estaba cimentada en el apoyo
de ambos al movimiento sindical y en nuestro idioma común. Con el paso del
tiempo nuestras actitudes respecto a otros asuntos nos hicieron compenetrarnos aún
más.
Clarence
vivía cerca del centro de Salinas. En ocasiones nos encontrábamos en la calle e
íbamos a un pequeño restorán chino donde preparaban comida americana, el Café
Rodeo. Pedíamos alguna comida como un estofado de carne y habas verdes o
vainitas, además de una buena cantidad de papas majadas bañadas en una
espesa salsa marrón de carne, o un hígado encebollado, zanahorias y guisantes,
y papas majadas u horneadas. Luego nos sentábamos a conversar ante unas tazas
de café aguado.
Cuando no
estaba trabajando, Clarence prefería vestir con pantalones de salir, con una
camisa de mangas largas y con una chaqueta y un sombrero de fieltro negro
rodeado de una banda. Con aquel atuendo él no se parecía en nada al cortador de
brócoli que a diario se ataviaba con una gorra de beisbol, camisa de trabajo
azul enrollada hasta los codos, pantalones amarillos a prueba de agua con
tirantes grises y unas altas botas de agua.
OTOÑO E INVIERNO / 7 2
Clarence era
ecuánime y por lo general muy tranquilo, hablaba poco y era tímido, no le
gustaba bromear mucho; pero tenía una gran preferencia por la justicia que lo
llevaba a actuar con apasionamiento. Clarence creía en la justicia y en la
bondad expresada a los demás, especialmente a aquellos que consideraba eran
víctimas de una sociedad intolerante.
Clarence
vivía una vida de soltero en la zona de Salinas donde residían los trabajadores
agrícolas, los desamparados, los alcohólicos, las prostitutas. Los adictos a
las drogas y otros “parias” sociales que compartían el oprobio de una sociedad “más
culta”. En muchas ocasiones mientras estábamos sentados en el Café Rodeo,
algunos personajes del vecindario se acercaban a nuestra mesa para saludar a
Clarence, a veces para pedir un favor. Entre ellos, algunas prostitutas que se
encontraban por momentos sin dinero, que tenían hambre, o que solamente querían
saludarnos. Muchas veces Clarence los invitaba para que se sentaran por un rato
y compartieran la comida y la conversación De esa forma me enteraba de cosas y
sucesos vinculados a ciertos rasgos de Salinas con los que yo no tenía contacto
alguno.
Frente al Café
Rodeo estaba el Hotel Caminos, un reconocido sitio de Salinas. Había sido
inaugurado en 1874 con el nombre de Hotel Abbott. Fue el primer hotel grande en
un tiempo cuando Salinas era apenas una polvorienta parada en una ruta de
diligencias tiradas por caballos. El Abbott se ufanaba de poseer las más
modernas comodidades: teléfono, telégrafo y servicio de mensajería. Durante las
próximas décadas fue algo natural que la gente que llegaba a Salinas por tren
se detuviera en el hotel, que quedaba a unos cuantos cientos de metros de la
estación. Al mirar al Hotel Caminos actual, no era difícil imaginar que en
alguna ocasión había sido un lugar destacado, un lugar como para ir a celebrar
una noche especial. Durante la década de 1930 la cantina del
hotel era el lugar de reunión para los lugareños que habían encontrado un
espacio en las páginas de algunas obras del escritor natural de Salinas John
Steinbeck, entre otras East of Eden. En 1936 el redactor
de un periódico de Salinas observó desde un lugar estratégico en el hotel, una
violenta refriega sostenida en la calle Market entre rompehuelgas al servicio
de los productores y huelguistas lechugueros, para luego escribir su relato
allí mismo.
Para el 1970
el Hotel Caminos se veía viejo, desaliñado y poco atractivo. Sus pasillos olían
mal, sus alfombras estaban deshilachadas y sucias, sus tuberías y lámparas
estaban en pleno deterioro. Sus
7 3 / GUERRAS DE LECHUGA
paredes
estaban descoloridas por el moho y otros tipos de hongos. Era una vergüenza
para los oficiales electos, pero era un lugar barato para vivir y estaba
repleto de personas que no podían costear otro tipo de alojamiento, entre ellos trabajadores
agrícolas. Aunque había campamentos de obreros para hombres solteros, eran
pocos los lugares para mujeres solas. Yo conocía algunas trabajadoras agrícolas
sin marido que vivían allí y cuyos niños correteaban y gritaban por los
pasillos del hotel. También conocía a empleados de varias fincas que vivían
allí. Había también parejas con y sin niños, solteros y personas jubiladas.
Para los residentes de bajos ingresos de la zona era un lugar barato para
alojarse. Para la sociedad del lugar era un símbolo de decadencia, un forúnculo
que debía ser sajado y drenado. Finalmente fue demolido en 1989, en contra de
las objeciones de los conservacionistas locales y a pesar de la relación que
tuvo con el una vez repudiado, y hoy reconocido, John Steinbeck.
Clarence y
yo hablábamos de todo, mientras matábamos el tiempo y consumíamos lonjas de
carne asada o de jamón. Clarence no era de la misma generación, ni tenía las
inclinaciones militantes de los soldados negros que yo había conocido en Fort
Ord. Por ejemplo, no simpatizaba con las Panteras Negras. Tampoco le gustaba
mucho contar historias. Pero al relacionarme con él, aprendí lo suficiente para
darme cuenta de que su viaje por la vida le había dejado algunos momentos y
recuerdos dolorosos. Aunque su conocimiento del español era limitado, él
asistía con regularidad a las reuniones del sindicato y se interesaba en lo que
tenía que ver con el mismo. Él simpatizaba con los mexicanos y se identificaba
con ellos sobre la base de haber sufrido a causa de las mismas fuerzas: la
estructura del “poderío blanco”. Él veía en la ira histérica dirigida a los
trabajadores agrícolas por las entidades de poder en Salinas, la misma
mentalidad que manifestaban las turbas segregacionistas y dadas al linchamiento
del tiempo de su juventud. Él no creía justificable ponerse del lado de los
productores en contra de los mexicanos, y en ocasiones daba estocadas al aire
con enojo mientras hablaba de algunos trabajadores negros en la cuadrilla que
renegaban del sindicato porque “no tenía nada para ellos”. “Son tontos, amigo,
son unos malditos tontos. ¡Creen que la empresa los va a proteger! La compañía
se los quitará de encima como si fueran pulgas. Como pulgas que caen de un
perro. Espera nomás”, decía mientras daba estocadas en el aire a manera de
énfasis. “¿Qué es lo que quieren decir con eso de un sindicato mexicano? ¿Acaso
no son mexicanos los que están trabajando igual que nosotros? ¡Mejor que te atornillen
bien la cabeza, mi amigo!”. Me decía cosas como esas, aunque yo
OTOÑO E INVIERNO / 7 4
reconocía
que les estaba hablando a algunos cortadores de brócoli ausentes, ya que él
sabía que yo estaba de acuerdo con él.
La batalla
de los cajones
A veces
surgía una controversia cuando la persona designada por la empresa para
trabajar en el camión llenaba los cajones de brócoli mucho más del borde, por
la presión del capataz. Dependiendo del calor del momento alguien podía gritar:
“¡No seas barbero, la compañía no es tu madre!”
Nosotros los
“descontentos”, que Clarence y yo calculábamos éramos más de la mitad de la
cuadrilla, simpatizábamos con aquella reacción y nos quejábamos al
representante del sindicato quien instruiría al llenador de los cajones que
llevara al brócoli hasta el borde, no más de allí. El mayordomo a quien todos
llamaban La Coneja, le daba
instrucciones a la misma persona que llenara el cajón mucho más, y así aquello
no tenía fin. Hubo casos en los que aquellas protestas degeneraban en iracundas
explosiones, pero la empresa se las arreglaba para mantener su control sobre el
llenador de cajones: un privilegio que utilizaban a su favor. La cuadrilla no
estaba lo suficiente unida como para tomar medidas respecto al asunto.
Un día,
mientras trabajábamos en un campo con cabezas grandes que crecían hasta
nuestras cinturas, la cuadrilla se sentía animada y le dimos duro al sembrado,
con cuchillos que parecían de fuego. A prima tarde, cuando la máquina se
aproximaba al final de una carrera, aunque faltaba mucho para terminar el
sembrado, el mayordomo de repente nos ordenó que echáramos mano de nuestros
sacos de cosecha, que llevábamos al hombro. Mientras la máquina aceleraba y
salía de aquel surco, nos quedamos atrás cortando brócoli y echándolo en las
bolsas que portábamos como si fueran mochilas. Una vez llenos los sacos,
caminábamos en forma tambaleante al camión de cama donde el llenador los tomaba
y los vaciaba en los cajones. Terminamos aquel surco de esa forma, enfundamos
nuestros cuchillos y nos subimos al autobús. Salimos de prisa hacia otro
sembrado cercano, dando saltos y brincos por aquel camino de tierra que estaba marcado
por las cicatrices de tractores, camiones y maquinarias; mientras el autobús
dejaba a su paso una nube de polvo. Llegamos a aquel campo precisamente en el
momento en que la máquina recolectora entraba en el carril de un gran sembrado
de brócoli de poca altura.
7 5 / GUERRAS DE LECHUGA
Una vez que
nos acercamos nos dimos cuenta que aquel era el segundo o el tercer corte del
sembrado y que apenas quedaban unas escasas cabezas, que en determinadas
circunstancias deberían haber sido liquidadas por el arado. Todo lo que se me
ocurrió fue que la demanda por el brócoli debía estar muy buena y deberíamos
cosechar todo mendrugo posible de aquel triste sembrado. Según la recolectora
comenzó a marchar, con sus grandes neumáticos pisando los surcos, nosotros nos
doblamos para echar mano de las pequeñas cabezas de brócoli que en ocasiones se
encontraban a varios pies o metros de distancia entre sí. Muchas de aquellas
cabezas se veían anémicas, apenas más gruesas que los tallos. Ese día
trabajamos más de lo acostumbrado. Para cuando llegamos de vuelta al pueblo era
prácticamente oscuro, estábamos cansados y con frío.
Al día
siguiente la rutina fue algo parecido. Lo único fue que terminamos el sembrado
bueno antes del mediodía y nos dedicamos al sembrado infernal en la tarde. De
nuevo trabajamos hasta tarde. Me dolía la espalda por el constante movimiento
de arriba a abajo y me parecía tener unas pesas atadas a las piernas. Las
bromas y chistes que se escuchaban en la mañana se evaporaron como la neblina,
mientras marchábamos en silencio a través de aquel ruinoso sembrado.
Observábamos con ojos cansados y ansiosos mientras los cajones se llenaban
lentamente, acechando la primera señal de una hoja de un destello verde que se
asomara por encima del borde. Luego empezarían los reclamos: “Ya está lleno cabrón. Muévelo, muévelo, ya”. Los “cabrones” y los “ya” se hacían
más sonoros e insistentes. Pero el encargado de los cajones era más receptivo a
los gritos del mayordomo que decían: “Llénalo más, más mis bebés. Muevan las nalgas. Métanse la verga”. Nosotros
sufríamos, mientras La Coneja disfrutaba, actuando como una marioneta de la
empresa.
La Coneja se
distinguía por su sucia boca y por sus obscenidades. Nunca supe cómo y cuándo
consiguió el apodo de La Coneja; quizá fue por lo rápido él que cumplía los
deseos de la empresa. Había interpretaciones algo más crudas. Algunos años
después me tropecé con un viejo amigo de aquellos tiempos del sindicato que
tenía una impresión un poco más favorable de La Coneja; sin embargo, yo mismo
me sentía disgustado por la actitud de este y por la forma cínica en que nos
trataba. Siguiendo las instrucciones que recibía de sus superiores. Los
capataces a menudo se consideraban superiores a los demás trabajadores y
actuaban en consecuencia. A veces la tiranía de aquellos “que han ascendido por
encima de sus semejantes” es peor que la de alguien que no es de la comunidad,
y
OTOÑO E INVIERNO / 7 6
La Coneja,
sea por lo que fuera, podía actuar como un tiranuelo. Quizá fue el temor a ser
rebajado a la misma categoría de nosotros lo que lo llevó a actuar como un
sabueso, defendiendo los intereses de la empresa. Su obsceno y estúpido
comportamiento ejercía una influencia negativa en el grupo de trabajo. No se
abstenía de hablar de las mujeres en términos derogatorios a la vez que
exageraba sus atributos varoniles, que incluso se sentía motivado a enseñar;
algo que suscitaba risotadas, abucheos y expresiones e disgusto. Se gozaba en
suscitar los sentimientos más machistas entre
los miembros del equipo de trabajo. Él parecía que disfrutaba ser el centro de
la atención.
Aquel día terminamos
exhaustos. Cuando oímos que no había campos nuevos disponibles y que tendríamos
que regresar al mismo sembrado a la mañana siguiente, se me cayeron los ánimos.
Al día siguiente se sentía una fría brisa otoñal y había más humedad que de
costumbre. Las colinas cercanas estaban veladas por la niebla mañanera que se
levantaba lentamente según avanzaba el día. Al disiparse, avanzada la mañana,
se podía ver un cielo claro con una línea de gruesas nubes grises en la cima de
las colinas Gabilán hacia el este.
Marchamos
pesadamente por todo aquel inmenso sembrado de anémico brócoli, en ocasiones
tropezando con sectores más nutridos, pero la mayor parte del tiempo caminando
grandes distancias para encontrar algunas escasas y chaparritas plantas de
brócoli. Para más dificultades, el sembrado estaba lleno de hierbas que
amenazaban ahogarlo por completo. Eso incluía una planta que los mejicanos
llamaban dormilona que se parecía a
la menta, pero que picaba si la se la rozaba con un brazo descubierto. Durante
todo aquel tiempo me era difícil mantener mi mente y ojos apartados de los
cajones.
Durante el
descanso para el almuerzo la cuadrilla se sentaba en grupos pequeños mientras
conversaba, otros se recostaban en tierra, para descasar y recibir algo de la
débil luz del sol. Prácticamente todos tenían puestos sus pantalones a prueba
de agua porque el tiempo estaba fresco y la tierra estaba todavía húmeda.
Estábamos a
unas semanas de la conclusión de la temporada de cosecha. Las ideas giraban
alrededor del tema del dinero que estábamos ganando y cómo eso nos afectaría
una vez que terminara el trabajo. Algunos se marcharían a pasar el invierno en
sus ciudades en México. Otros se quedarían en la zona de Salinas. Otro grupo se
7 7 / GUERRAS DE LECHUGA
trasladaría
al Valle Imperial para unirse allí a alguna cuadrilla de cortadores de brócoli.
Dos veces
aquella mañana nos habíamos quejado a Enrique nuestro representante del
sindicato, que los cajones estaban siendo llenados de más, y hubo algo de
discusión al respecto durante la hora de almuerzo. Enrique estaba en uno de los
extremos del sembrado, integrado a un grupo que sostenía una acalorada
discusión. Muy cerca había una gran y pesada armazón con discos de metal.
Pronto sería acoplada a un tractor y pasada por encima de aquel sembrado para
enterrar los restos de las masacradas plantas que permanecían desafiantes
alrededor de nosotros.
En el grupo
de Enrique estaba Ubaldo, un fornido trabajador que tenía un frondoso bigote
que le caía por ambos lados de la boca y que hacía que muchos lo llamaran Bigotes. Él llevaba puesto un “mono” de
trabajo debajo de su impermeable y una desteñida gorra del tipo “Andy Boy”, de
la compañía D’Arrigo, que estaba deshilachada por el uso. A su lado estaba
Mauricio, de cuerpo más rollizo, quien unos treinta años pero con una figura
juvenil, ya tenía unos quince años viajando hacia el Norte. Él y su padre, quien
estaba sentado junto a él, eran cosecheros de maíz en su oriundo Michoacán, a
un pequeño poblado llamado Santa Clara del Cobre, un lugar famoso por su
artesanía en cobre. Allá se dirigirían dentro de aproximadamente un mes para
atender su milpa, un pequeño sembrado
que tenían.
Mauricio y
su padre apoyaban el sindicato. Jesús también estaba sentado con el grupo,
estaba más del lado del sindicato, pero hablaba con cinismo de ambas partes.
Ubaldo tenía muchos años con D’Arrigo y consideraba que le iría mejor estando
en buenas con la empresa que yéndose del lado del sindicato.
Clarence y
yo nos acercamos al grupo mientras yo intentaba captar el tema de la
conversación utilizando mi rudimentario español. Ubaldo le expresaba sus quejas
a Enrique, diciendo que ahora con el sindicato las cosas estaban peor, ya que
los empleados de la empresa parecían manifestar más hostilidad y apurarlos más
que nunca. Enrique contestaba que una estrategia de la compañía era buscar que
los trabajadores se desmoralizaran, haciendo que el sindicato se viera mal con
el fin de “vacunar” a los obreros para que nunca se organizaran. Los demás
mostraban su asentimiento. Ubaldo seguía discutiendo, sacudiendo la cabeza y
encogiéndose de hombros para manifestar su disgusto ante aquella situación.
OTOÑO E INVIERNO / 7 8
Cuando terminó la hora de almuerzo, me
acerqué a Enrique para asegurarme de que había entendido lo que sucedía. Luego
le pasé la información a Clarence. La presión de la huelga y del boicot había
empujado a D'Arrigo a pactar con el sindicato, pero no había hecho disminuir su
decisión de estrangular a la nueva organización. Si los obreros no podían hacer
que mejoraran sus condiciones bajo el sindicato, la lógica decía que ellos lo
rechazarían y el movimiento sindical se desacreditaría. Esa es la idea que
Clarence y yo discutimos mientras contemplábamos cómo el grupo, de mal humor, se
ponía en pie.
Ante la insistencia
del capataz nos dirigimos lentamente al lugar donde estaba la máquina lista
para comenzar en un nuevo surco. Después de comer me sentí mejor, pero el
trabajo se me hacía difícil, lento, poco satisfactorio. No pasó mucho antes de
que alguien en el otro extremo de la máquina voceara: “Pinche campo, cómo me
chingas”, así como otras expresiones de descontento que creaban una oleada de
risas de un extremo a otro de la línea de trabajo. Otros tomaron el hilo y más
expresiones de enojo cruzaron el aire por encima del ruido de la máquina
recolectora del brócoli. Incluso algunos de los cortadores negros se unieron al
coro, utilizando la palabra “pinche” en formas creativas, mezclándolas con el
inglés y con retazos de español: “Pinche brócoli, motherfucker, cabrón”. Y la cuadrilla de mexicanos también empezaron
a usar las palabras en inglés y pronto se escucharon por toda la línea de
trabajo oleadas bilingües de maldiciones, risotadas, gritos y voces.
Ya avanzada
la tarde, cuando llegábamos a las últimas carreras del sembrado, La Coneja sacó
de nuevo los sacos recolectores mientras la máquina se marchaba ruidosamente
por un camino de tierra hacia otro sembrado. “Yo creía que habías dicho que no
había más sembrados listos”, dijo Clarence en forma acusatoria. “Wun more
fil tode”, dijo La Coneja. “Jus wun
more. C’mon, amigo, jus wun more” (Nos queda un campo por terminar. Solo
uno más. Vamos amigo, solo uno más). Después de un breve trayecto en
autobús llegamos a otro sembrado muy rumiado, tan poco atractivo como aquel de
donde habíamos salido. “Vamos a la casa”, dijo Chuy un estirado trabajador que
llevaba una gorra de beisbol color naranja colocada hacia atrás, mientras
salíamos del bus. “Vámonos!” Pero no obtuvo
respuesta.
Cuando el
primer cajón estuvo casi lleno, los gritos comenzaron a dirigirse al llenador: “Ya
basta, muévelo”, para que moviera la boquilla a un nuevo cajón. “Yo mando aquí”,
gritó el capataz mientras corría desde la parte de atrás de la máquina para
colocarse
7 9 / GUERRAS DE LECHUGA
al lado del
camión. Podíamos ver la camioneta del supervisor de campo en la distancia,
mientras se dirigía hacia nuestra máquina. Mientras tanto, el capataz revelaba
por qué él era el mero, mero en su
exagerado y bufonesco estilo. Mientras lo hacía, el chorro de brócoli que caía
en el cajón se convirtió en un hilillo. La Coneja comenzó a gritar, pero su voz
fue silenciada. La máquina se había adelantado pero la mayor parte de los
cortadores ya no estaba siguiéndola. De los veinte cortadores, quizá unos
quince se habían quedado parados en fila en el sembrado, contemplando cómo se
alejaba la máquina. La Coneja miró a su alrededor y llamó al operador para que
se detuviera. “Que chingados muchachos,
¡vámonos!”
El
supervisor de campo llegó en su camioneta blanca y se dirigió adonde estaba la
cuadrilla ahora inmóvil. El representante del sindicato y el capataz estaban
dialogando acaloradamente. La Coneja argumentaba que el sindicato no podía
detener el trabajo de la cuadrilla y Enrique decía que el grupo se había
detenido por su cuenta. Ahora se les unió el supervisor de campo. Enrique meneaba
su cabeza.
La Coneja
gesticulaba y pateaba el suelo en una demostración teatral de disgusto. El
supervisor, un anglo alto de unos treinta y tantos años, permanecía impávido.
Finalmente Enrique se dirigió al lugar donde permanecíamos a la espera, ya que
nosotros habíamos decidido que era hora de marcharnos a casa. “Compañeros”, nos
dijo Enrique, “la compañía quiere que terminemos este sembrado. Solo una hora,
más o menos.” Uno de los trabajadores más jóvenes contestó, “Chale, ya vámonos”.
Entonces Clarence habló: “Dile que vamos a trabajar si ellos ponen a uno de los
nuestros a controlar los cajones. “Ese tipo”, continuó, refiriéndose al que
controlaba los cajones, “hace lo que la compañía quiere”. Clarence no estaba
gritando, pero a las claras se veía que estaba incómodo. Chuy retomó la idea: “Nosotros
controlaremos las cajas, no la compañía”.
Enrique
tradujo lo mejor que pudo y le preguntó a los demás qué pensaban. Enrique luego
le presentó a La Coneja y al supervisor del campo la oferta que la cuadrilla
había acordado. El supervisor estuvo de acuerdo. La Coneja pateó el suelo y
agitó los brazos unas cuantas veces. Mientras ellos hablaban, la cuadrilla
comenzó a moverse hacia el autobús. El supervisor, que no era tan tarado como
La Coneja, estuvo de acuerdo en permitir que la cuadrilla dijera quién iba a
controlar los cajones. Más adelante se discutiría si el acuerdo era para aquel
día, o algo permanente. Enrique le pidió a
OTOÑO E INVIERNO / 8 0
Mauricio que
se subiera al camión. El representante luego los llamó a todos y estuvimos de
acuerdo en terminar aquel sembrado.
Terminamos
aquel campo sin que hubiera un gozo general. Chuy musitó: “Pinche campo, hasta
los gusanos se morirían aquí”. Se requirieron dolores de espalda y piernas y
varios días difíciles, pero finalmente la cuadrilla se puso de acuerdo respecto
a algo y manifestó su unidad. Fue como una especie de punto pivotal. Eso fue un
logro para sentirse bien.
Día de
asueto
Evelia
Hernández, quien acostumbraba a molestarme con sus trabalenguas, vivía con su
familia en la calle Pájaro, en una casa a poca distancia de la calle Market.
Allí pasé unas cuantas tardes incómodas, sentada en la sala con Evelia y su
mamá en la sala de la casa, entre el organizado caos de un hogar donde había
diez niños. Pienso que mi atracción por Evelia estaba entretejida con la imagen
romántica de una gran familia hispana, con juguetones niños y unos pacientes
padres: una visión no afectada por las realidades del diario vivir de ese tipo
de vida. Nuestro breve “noviazgo” pronto concluyó al convencernos de que el
gran abismo existente entre nuestras experiencias vitales y culturas no podría
ser cruzado utilizando el estrecho puente que dependía del reducido vocabulario
que compartíamos.
Aquella
mañana estaba visitando a Evelia, respondiendo a su invitación de una semana
atrás. Ella y su mamá eran tímidamente corteses. Comimos una dulce capirotada mientras tranquilamente nos
sometíamos a una fragmentada conversación hilvanada con retazos y trozos de
nuestros dos idiomas, mientras que los hermanos y hermanas menores de Evelia
jugaban a “subir la montaña” con su fortachón y paciente padre que permanecía
sentado en una esquina de la sala, afable y sonriente la mayor parte del
tiempo.
Después de
un rato pedí permiso y me dirigí a la calle Market, donde me tropecé con
Clarence. Él estaba ataviado con su atuendo dominguero. Había recién adquirido
una lima y una vaina para su cuchillo brecolero de Farmer Joe’s, una pequeña tienda
general ubicada cerca de la línea del tren y del antiguo barrio chino.
La calle
Soledad, la vía principal del barrio chino, había sido el corazón de una
vibrante aunque modesta comunidad china; en un vecindario que quedaba cercano al
lago Carr Lake. La zona había
8 1 /
GUERRAS DE LECHUGA
sido popular
en el pasado como un centro de comida, entretenimiento y apuestas para la clase
obrera del lugar. A principios del siglo pasado los trabajadores agrícolas
campesinos encontraron en sus establecimientos un alivio para sus duras tareas.
La más educada parte de la sociedad de Salinas consideraba con desprecio al
barrio chino. Pero si le fuéramos a hacer caso a John Steinbeck, eso no impedía
que algunos “respetables” miembros de dicha comunidad se agenciaran los
servicios de sus casas de vida alegre.
Los
trabajadores agrícolas chinos que se asentaron en Salinas contribuyeron a establecer
las bases para lo que luego se transformó en un pujante conglomerado agrícola.
Pero la aprobación del Acta de Exclusión Asiática en 1882, interrumpió el flujo
de chinos que alimentaba una comunidad que fue disminuyendo para luego
prácticamente desaparecer. Para los 1970 apenas quedaban restos fosilizados del
barrio chino: una hilera de dilapidados edificios que servían de albergue a un
grupo de desamparados. Un restorán chino permanecía abierto y su adornado,
aunque antiguo interior en madera, hablaba de un pasado elegante y próspero.
El edificio
que alojaba a Farmer Joe’s también tenía su historia. Antes de la Segunda
Guerra Mundial, era el corazón de una pujante comunidad japonesa. Uno de los negocios
propiedad de japoneses, ubicado en la calle Market era administrado por un issei, un japonés americano de primera
generación. Katsuichi Yuki llegó a Estados Unidos cuando era apenas un joven, a
principios de siglo. De acuerdo con los relatos de
los descendientes de Katsuichi, este trabajaba en el Hotel Palace en San
Francisco en 1906, cuando una fatídica mañana las paredes comenzaron a
sacudirse y el yeso comenzó a caer de los adornados cielos rasos. Según se
acercaban al hotel las llamas del incendio que siguieron al gran terremoto,
Katsuichi salió corriendo y no se detuvo hasta que llegó a San José, a cuarenta
y cinco millas hacia el sur.
Cuando tenía
unos cuarenta años, Katsuichi se radicó en Salinas y comenzó a operar una
pequeña finca cerca del poblado de Speckels. Luego se casó con una adolescente
de “las novias por encargo” (seleccionadas al escoger fotos suministradas por
un agente), y comenzó a levantar una familia con mano firme.
Más tarde,
cuando él y su esposa desarrollaron una extraña alergia a la tierra de la zona,
él abrió una tienda en el pueblo. La tienda ofrecía pescado fresco traído de la
cercana bahía de
OTOÑO E INVIERNO / 8 2
Monterrey.
Katsuichi se preciaba de tener el pescado más fresco de todo el pueblo.
Katsuichi se
convirtió en un respetable miembro de la comunidad japonesa. Aquella distinción
constituyó un arma de doble filo. En febrero de 1942, Katsuichi fue arrestado
por el FBI en la primera ronda de apresamientos que tenía como objetivo
despojar a la comunidad japonesa de sus dirigentes, a raíz del ataque a Pearl
Harbor. 1
Aquel día
que en unión de Clarence me encontraba frente a Farmer Joe’s, no conocía nada
respecto toda aquella historia. Tan solo sabía que los dos hermanos palestinos
que ahora administraban la tienda mixta, habían dominado el inglés y el español
y se comunicaban en forma impresionante y amistosa con su variada clientela.
Clarence
tenía un periódico doblado debajo del brazo y un estómago que anhelaba ser “entretenido”.
Por tanto, nos dirigimos al Café Rodeo. Cuando nos sentamos él abrió el periódico
encontrando en primera página un artículo acerca de Ángela Davis la activista
negra que estaba esperando se le celebrara juicio, acusada de suministrar armas
para una fuga de prisioneros. Yo conocía algo de
aquella historia. Le había dado seguimiento al suceso desde el momento en que
George Jackson, Fleeta Drumgo y John Cluchette fueron acusados de dar muerte a
un guardia en venganza por el asesinato de tres activistas negros presos en la
prisión estatal de Soledad, que estaba en medio del valle a unas pocas millas
de Salinas.
Los tres “hermanos
de Soledad” como se les conoció fueron transferidos a San Quintín donde estaban
esperando juicio. A principios de ese mismo verano, George Jackson un miembro
del Partido de las Panteras Negras, y un revolucionario respetado por gente de
dentro y de fuera de las prisiones norteamericanas; había sido baleado por
guardias de San Quintín, durante un intento de fuga. Era aparente para
cualquiera que seguía el caso y conocía la persecución y el asesinato de
activistas negros, que él había sido deliberadamente abatido por las
autoridades.
Luego Jonathan el
hermano de Jackson intentó liberar a los dos hermanos de Soledad del edificio
de audiencias de un tribunal en Marin. Jonathan, el Juez Harley y los
prisioneros William Christmas y James McClain murieron cuando la policía abrió
fuego sobre una furgoneta, mientras intentaban huir. Ángela
Davis estaba ahora
8 3 /
GUERRAS DE LECHUGA
siendo
acusada de suministrar las armas a Jonathan. Clarence también le daba
seguimiento al caso, y deseaba saber lo que yo opinaba al respecto. Eso dio pie
a una extensa conversación que habríamos de sostener durante semanas, durante y
fuera de las horas de trabajo.
El asunto de
la raza, las divisiones raciales, el movimiento de los derechos civiles y el
movimiento de liberación negro eran el tuétano y la sustancia de mucho de lo
que acontecía en los Estados Unidos en aquellos días. Aquellas eran las cosas
que habían cambiado mi vida, mi perspectiva del mundo y mi concepto de los
Estados Unidos. Así que fue algo valioso para mí, cuando Clarence y yo
comenzamos a intercambiar puntos de vista y relatos.
No creo
haber meditado mucho en mi propio trasfondo social antes de aquellas charlas
con Clarence. Ellas me ayudaron a entender algunas cosas respecto a mí mismo.
Yo crecí en Long Beach, una ciudad con una gran población negra, pero apenas
sabía que vivían negros allí hasta que comencé a asistir a la escuela superior.
Aunque una de las mayores y más antiguas comunidades latinas residía en el
cercano pueblo de San Pedro, tampoco supe lo que era un mexicano o un chicano
hasta que llegué a la universidad. Me pareció de repente que la educación más
bien tenía que ver con proteger a la gente de la realidad. Yo conocía muy poco
acerca de la historia de California y mucho menos acerca de la división de
colores y orígenes raciales surgidos en Estados Unidos. El movimiento de
derechos civiles constituyó un gigantesco despertar para la sociedad. Para mí
ciertamente lo fue.
Le conté a
Clarence acerca de mi propio trauma étnico: cómo los chicos en mi escuela
superior tenían un juego chusco de tirar centavos al piso, los que quedaban
allí porque cualquiera que recogiera un centavo era llamado “judío”. Ver un
centavo en el suelo era una experiencia atemorizante. Vivía con el temor de que
alguien se enterara de que yo era “judío”. No había nadie a quien pudiera
acudir, por lo que guardé en mi interior aquel temor.
Un día todos
mis temores se me vinieron encima. Algunos chicos que conocía, y que pensaba
eran mis amigos, me lanzaron varios centavos en la fila del comedor. Cuando me
di vuelta, me dirigieron una mirada de odio diciendo: “¡Judío apestoso!”.
Habían descubierto mi secreto. Yo no reaccioné en forma indignada. Más bien,
sentía una profunda vergüenza y bochorno, así como un fuerte deseo de
esconderme. De allí en adelante traté de evitar toda discusión acerca de
religión u origen étnico, cualquier cosa que pudiera llevar al
OTOÑO E INVIERNO / 8 4
descubrimiento
de aquel secreto. Yo no sabía para ese entonces que otras personas también
sufrían a causa de prejuicios mucho más profundos. No tenía idea de que alguien
haría, o podría hacer nada al respecto, hasta que el movimiento a favor de los
derechos civiles surgió plenamente ante la conciencia pública.
El
movimiento a favor de los derechos civiles fue el amigo de todo aquel que
sufrió el latigazo de la discriminación. Ese fue el origen del sentimiento
fraternidad que me embargó. Yo no estaba muy consciente de aquello, pero
recuerdo que en la escuela superior nada me hacía llenar más de ira que el
prejuicio que observaba se dirigía en contra de los negros y otras personas. Me
motivó a buscar respuestas. Nunca acepté el argumento de que todo aquello “era
parte de la naturaleza humana”. Únicamente cuando comencé a adquirir un mejor
conocimiento de la historia y del desarrollo de la sociedad pude recabar
suficientes argumentos para enfrentar unas conclusiones tan erradas.
Clarence
ahora contribuía a mi entendimiento respecto a la manera en que funcionaban las
cosas en Estados Unidos. Mi crianza distaba millones de millas de la Clarence.
Su familia había trabajado en los campos de aparcería en los estados del Sur.
Pero ganarse la vida era difícil y en forma constante enfrentaban las
arbitrariedades y las injusticias del sistema llamado Jim Crow. Asimismo el
constante terror a los linchamientos, a las palizas y el acoso eran parte de la
vida de los negros durante la época de la segregación. Me di cuenta que las
experiencias de Clarence con la discriminación hacían que mis encuentros con el
antisemitismo parecieran como un paseo en el parque.
Clarence
abandonó el Sur cuando los negros estaban siendo reclutados durante la guerra,
para ocupar en el Norte plazas de empleo. Su familia se mudó al Norte en el
1941, el mismo año que los braceros
se dirigieron allá para trabajar en los sembrados y en los ferrocarriles. Por
alguna razón él fue descalificado para el servicio militar y terminó en los
muelles de San Francisco, lijando y reparando el fondo de barcos en los
astilleros de Hunters Point. Más tarde, se afilió al sindicato de estibadores
(ILWU), y permaneció en aquel lugar hasta que vino a Salinas.
Durante la Segunda
Guerra Mundial, los trabajos que habían sido coto cerrado de los blancos
comenzaron a abrirse. Esto fue así porque su mano de obra se hizo necesaria.
Cuando la gente habla acerca de aquella guerra y del “heroísmo” de todo
aquello, rara vez si acaso mencionan que hubo cientos de miles de negros que
fueron
8 5 /
GUERRAS DE LECHUGA
a trabajar a
las fábricas y astilleros y a los cientos de miles de mexicanos que vinieron a
trabajar a los sembrados y los ferrocarriles, hicieron posible el esfuerzo guerreo
de Estados Unidos y su victoria. Como gran parte de la “arrogante historia” de
los Estados Unidos, aquel fue un logro alcanzado sobre las espaldas de gente
explotada y oprimida, que apenas es mencionada en su historia.
Clarence no
era un radical en lo político. No se consideraba alguien que auspiciara u
organizara algún movimiento para transformar la sociedad. Aunque sus quejas en
contra de la sociedad eran a simple vista mucho más profundas que las mías,
Clarence era parte de una generación anterior que no compartía ni el fervor ni
la esperanza que distinguía a mucha de “la gente de los sesenta” como yo. Para
nosotros era algo que estaba en el mismo aire que respirábamos. En ocasiones
nos hacía temblar de ira y nos llenaba de una inquieta impaciencia para obtener
justicia. Pero no tenía nada que ver con nosotros en un sentido especial. Era
el producto de un mundo en convulsión en el cual estábamos madurando.
Sólo un corte
bajo la lluvia
El brócoli
puede ser cosechado bajo la lluvia. Provistos de botas de goma y de “impermeables”
amarillos, estábamos preparados para la lluvia. Hacia el final de la temporada
de cosecha había días lluviosos cuando los sembrados se enlodaban tanto que las
maquinarias se atascaban, por lo que nos colocábamos sacos en las espaldas y
echábamos en ellos el brócoli al lanzarlo sobre nuestras cabezas. Aquel era un
trabajo difícil: chapotear en un terreno empapado, donde apenas se podía
mantener el equilibrio. Después de algunas horas de aquello, todo el gozo
laboral desaparecía y la fatiga se multiplicaba en forma incalculable.
El tiempo
que tomaba llenar los cajones ocupaba todo nuestro intelecto con una
preocupación irresistible: “¿Cuándo carajo vamos a salir de aquí?” Aunque la
compañía pagaba un pequeño incentivo por cortar brócoli en aquellas
condiciones, aquello apenas compensaba las desventajas presentes. El brócoli,
al igual que muchas siembras, únicamente se le puede permitir que crezca
durante determinado tiempo. Pero aquello era un problema de la empresa, no de
nosotros. Las condiciones del mercado se tomaban en cuenta en las decisiones de
ellos. Pero, ¿qué nos importaba todo eso? Un elevado precio del brócoli
¡únicamente implicaba un mayor sufrimiento para nosotros!
OTOÑO E INVIERNO / 8 6
Un día, una
especialmente fuerte lluvia afectó el sembrado, convirtiéndolo en una sopa
pantanosa. El viento impulsaba la lluvia en ráfagas. Ahora
contábamos con una rotación del encargado de los cajones seleccionándolo el
sindicato, un logro arrancado a la empresa. Cuando la humedad no permitía que
la máquina funcionara, el encargado de los cajones era responsable de estar en
el borde del camión, tomar con una mano el saco de la espalda de los
cuadrilleros y echar el brócoli en los cajones. Sucedió que aquel día me tocaba
estar en la cama del camión. Yo estaba tratando lo mejor que podía de remover
los sacos de las espaldas de los cortadores. La cuadrilla se las arreglaba para
tambalearse por el sembrado en pos del camión, pero cada vez se hacía más
difícil moverse con sus pesados sacos. Un miembro de la cuadrilla llamado
Rafael, también conocido por sus apodo Puerto
Rico, o Chaparro por su baja estatura —quizá tenía unos cinco pies, tres
pulgadas de estatura—, estaba cortando detrás de la cuadrilla en movimiento,
cuando de repente desapareció. Una voz se escuchó pidiendo ayuda, en medio del
ruido de la lluvia: “¡Ayúdenme, ayúdenme cabrones!” con un acento que no era
para nada mexicano. Chapoteando desde el camión, los miembros de la cuadrilla
encontraron a Puerto Rico en tierra, con una de sus botas atascada hasta la
rodilla en el lodo. Varios se esforzaron para desatascarlo y colocarlo sobre
tierra firma, mientras que Puerto Rico vociferaba maldiciendo la lluvia, el
lodo, el brócoli, la empresa y a todo lo demás que directa o indirectamente
fuera culpable de su poco cómoda y vergonzosa caída.
Después de
algunos otros resbalones en el lodo y después que Clarence llevara su saco al
camión, él se dirigió hacia el autobús. Sin proferir grito alguno, la cuadrilla
se dirigió al autobús detrás de él. Lo más que pudo el mayordomo, La Coneja,
fue convencernos que termináramos de llenar los cajones pendientes y que eso
sería todo por aquel día. “OK, OK, no
quieren trabajar más! No más, no más OK, OK!” se lamentó
él. Así que todos nos subimos al autobús mientras él consultaba con su
supervisor. La Coneja dijo que era tiempo de terminar por el día, sabiendo muy
bien que no nos iba a hacer que volviéramos al sembrado.
Al igual que
muchas experiencias desagradables, trabajar en el brócoli en medio de la lluvia
tenía su ventaja: el alivio de luego estar bajo techo, ¡secándonos!
8 7 /
GUERRAS DE LECHUGA
Soldados
puertorriqueños
Trabajé en
la cuadrilla D’Arrigo hasta la primera parte de diciembre, y cuando concluyó el
empleo me fui a una escuela de tractoristas. Una mañana a principios de enero
fui a la calle Market para desayunar en un pequeño lugar donde servían un gran
plato de huevos rancheros. Hasta llegar a Salinas rara vez consumía comida
picante, pero ahora estaba desarrollando cierta afición a la salsa picante y a
los jalapeños, al punto de que rara vez comía sin acompañarme de ellos. Estaba
comenzando un buen plato de arroz y frijoles refritos con tres huevos fritos,
bañados en queso y salsa roja además de tortillas suaves y calientitas hechas a
mano, cuando vi a Clarence que pasaba frente a la cafetería. Él no estaba
trabajando, viviendo de lo que había ahorrado durante la temporada de cosecha.
Di unos golpecitos en la ventana y le hice señas para que entrara y me
acompañara. Él entró, vestido menos formal que de costumbre y sin su sombrero
negro. “¿Qué haces aquí?” preguntó fingiendo seriedad. “Te iba a preguntar lo
mismo” le contesté. “Estás tratando de colarte sin tu
sombrero para que nadie te reconozca, ¡anjá! “El hambre me hizo salir por la
puerta antes de que pudiera agarrarlo” me aseguró. “¿Por qué tienes tanta
hambre? ¿Soñaste anoche que estabas trabajando en el brócoli?” le pregunté. “No.
Estaba bailando en Maida. ¿Sabes dónde está Maida, más abajo en la Market?” Se dio vuelta para mirar al cocinero que
estaba frente a nosotros con su descolorido delantal y su librito de pedidos. “Me
trae lo mismo” dijo Clarence señalando a mi plato.
Maida Bamboo
Village era un lugar popular con los trabajadores del campo. “No sabía que te
gustaba la música de salsa, Clarence”. Me enteré que Clarence iba allí de vez
en cuando, por lo general a sentarse, a tomar unos tragos y a escuchar música
que iba desde salsa a merengue, o a ritmos tradicionales rancheros o mariachis.
Clarence estaba desarrollando cierta afición por esa música, aunque prefería el
jazz y los blues, algo que únicamente podría conseguirse si uno viajaba a
Seaside o a Monterrey. Maida tenía la ventaja de que estaba a una corta
caminata del centro de Salinas.
Clarence
había conocido a unos soldados puertorriqueños la noche antes, y terminaron
brindándose tragos. Los jóvenes soldados bromearon con Clarence y finalmente lo
hicieron que bailara con algunas trabajadoras del campo que habían venido a
pasar un rato allí.
“¿Pues qué
te cuentan los soldados?” le pregunté. “Odian el ejército. No ven la hora
cuando puedan abandonarlo”. “¿Son
OTOÑO E INVIERNO / 8 8
reclutas?”
fue mi pregunta. “No. Están regresando de Vietnam. ¿No te acabo de decir que
están esperando a darse de baja?” me dijo. “¿Y están en el Fort Ord? Me
sorprende” le dije. “Que yo sepa, no les permiten a la mayor parte de los
veteranos de Vietnam quedarse en la base. Los mandan a Hunter Liggett, para que
no contaminen a los reclutas”. “¿Hunter Liggett?” preguntó Clarence. “Sí, está por
allá por Greenfield, en Los Padres, un centro de pruebas para equipos militares,
en medio de un bosque. Envían allí a los veteranos de Vietnam para mantenerlos
fuera de la base de entrenamiento. Lo que dañaría a un recluta es ponerlo en
contacto con alguien que ha conocido en la práctica el engaño que es esta
guerra; alguien que no tienen miedo de reconocer a sus superiores utilizando un
saludo con el dedo del medio. Clarence se rió y me preguntó, “¿Cómo sabes todo
eso?” Entonces le conté cómo había estado trabajando con un grupo de veteranos
de Vietnam opuestos a la guerra, activistas y revolucionarios en una cafetería frecuentada
por soldados cerca de Fort Ord.
A manera de
información adicional le conté cómo se inició el proyecto de las cafeterías GI además
de otro proyecto en la base de los infantes de marina en Camp Pendleton donde
se había comenzado a hacer contacto con los soldados más inquietos de aquel
lugar. La labor en Pendleton se inició cuando una mujer de ascendencia
japonesa, Par Sumi y un norteamericano, Kent Hudson, se mudaron cerca de la
base desde Los Ángeles. Ellos comenzaron a entregar volantes en contra de la
guerra a los soldados y pronto contaron con un grupo de soldados negros que
comenzó a organizarse. La voz se corrió. Dentro de poco hubo soldados de muchos
trasfondos sociales que se organizaron. Iniciaron un grupo que llamaron
Movimiento Democrático Militar (MDM). Contaban con un programa de diez puntos
que imitaba en cierto sentido al programa de las Panteras Negras. Desde
Pendleton pasó al Fort Ord.
Una de las
cosas que más me inspiró acerca de todo esto, le dije a Clarence, fue el hecho
de que soldados negros, hispanos y blancos comenzaron a trabajar unidos. Para
muchos de ellos todo tuvo su inicio en Vietnam cuando algunos soldados descubrieron
que el odio que compartían por la guerra y la milicia, era más fuerte que
cualquier aparente diferencia que hubiera entre ellos. Observé a soldados
blancos en Ord que habían desarrollado un profundo odio por el racismo a través
de sus experiencias al trabajar junto a otros soldados. Eso incluía a algunos
soldados blancos provenientes del
8 9 /
GUERRAS DE LECHUGA
Sur. También
comenzaron a entender que el prejuicio en contra de soldados de otras razas
también los perjudicaba a ellos: permitía que los superiores los controlaran a
todos. Le dije también a Clarence que había aprendido una gran lección allí
entre los soldados.
Había un
soldado puertorriqueño con quien trabajé, llamado Ace. Era un tipo
despreocupado, pero también serio. Ace había sido parte del MDM en Ord desde
sus inicios. Pero un día en la cafetería se acercó a algunos de nosotros civiles y nos dijo:
“Hemos estado trabajando juntos por algún tiempo, pero esto se va a acabar
ahora. No vamos a trabajar más con la cafetería ni
con el MDM. Les digo esto porque ya hemos estado colaborando por un buen tiempo”.
“¿Qué pasa Ace?” le preguntamos. “Bueno, les contaré, porque como dije, hemos
trabajado juntos, así que les debemos eso. Algunos de los muchachos hemos
estado hablando, y hemos llegado a la conclusión de que los civiles nos han
estado usando a nosotros los enlistados”. “¿En qué sentido?” le preguntamos. “Para
hacer que crezca su organización, para engrandecerse ustedes” nos dijo. Sorprendidos,
su declaración nos sacudió. “¿Cuándo llegaron ustedes a esa conclusión, qué
provocó eso? Al cabo de un rato dijo que uno de los civiles que trabajaba en la
cafetería había convocado a algunos de los soldados. “Él nos invitó a que consumiéramos un poco de ácido con él”,
dijo Ace.
“Íbamos a
pasar un buen rato, a relajarnos y a disfrutar, y él tenía un buen producto.
Todos estábamos volando, flipeados, y
empezamos a bromear, pero luego la conversación tomó un giro serio. Y él nos
dijo algunas cosas respecto a la forma en que trabajan los civiles involucrados
en este tipo de proyectos, cómo utilizan a los soldados, especialmente a las
minorías. Él nos mencionó ejemplos de otras bases. Nos hizo sentir paranoicos
respecto a la forma en que estábamos siendo usados.” Discutimos con Ace y logramos
que nos prometiera que se reuniría con nosotros y con otros soldados miembros
del MDM para sostener una discusión. Habíamos trabajado bastante juntos así que
él sentía que le debía por lo menos eso a la organización.
Resultó que
no todos los soldados de más relevancia fueron invitados a aquel “intercambio”
con el voluntario de la comunidad. Ninguno de los soldados blancos fue
invitado, y varios de los más destacados soldados negros activistas tampoco
fueron invitados. Aquellos soldados se enfurecieron al escuchar lo sucedido en
la reunión con el llamado “voluntario” civil. Los soldados negros que no fueron
invitados eran los mejores activistas políticos del grupo.
OTOÑO E INVIERNO / 9 0
Con
anterioridad, cuando surgían tensiones de carácter racial entre los soldados
ellos tomaban la iniciativa para que todos se reunieran con el fin de ventilar
las cosas.
Varios días
después nos enteramos de que aquel voluntario había ido a Hunter Liggett donde
el MDM tenía un grupo entre los veteranos de Vietnam, y que él había sido
generoso al repartir drogas y luego intentó abusar sexualmente de una de las chicas
del grupo. Cuando aquello se supo la situación cambió en forma marcada. Los
soldados que habían participado de la sesión del ácido ahora se pusieron muy
furiosos. Tuvimos que calmarlos. En una reunión de los soldados del MDM se
llegó a la conclusión de que algo no estaba bien con “el mencionado miembro de
la comunidad”. Lo invitamos a una reunión para que explicara qué estaba
sucediendo. Cuando se presentó, encontró un hostil grupo de jóvenes soldados
que tenían algunas incisivas preguntas. Se celebró una especie de audiencia.
Él fue
confrontado con acusaciones acerca de lo sucedido y de su intento de ataque
sexual en Hunter Liggett. Él negó las acusaciones, pero su credibilidad
descendió a cero. Se le dijo que se marchara y que jamás volviera por la
cafetería o a cualquiera de las actividades del MDM; de otra forma se le
trataría en una manera muy poco amable. “Así que”, le dije a Clarence, “en
realidad aprendí mucho de aquella experiencia respecto a cómo la gente desea romper
todas esas barreras, pero existen esfuerzos coordinados para impedir que eso
suceda. Pero no te he contado lo mejor. Unos seis meses después de los
incidentes que acabo de describir, yo andaba manejando por los alrededores de
Seaside cuando alcancé a ver a nuestro “voluntario”. Estaba vestido con el
uniforme de la policía de Seaside. ¿Quizás había estado haciendo algún trabajo
por la izquierda para el FBI?”
La escuela
de tractoristas
Aquel
invierno asistí a la escuela de tractoristas como parte de un programa del
gobierno que pagaba los gastos de manutención a los trabajadores agrícolas que
deseaban ser adiestrados para otras profesiones. ero el programa tenía un
defecto que ponía en duda su patente objetivo: era ofrecido totalmente en
inglés. Era innecesario decir que había pocos obreros agrícolas entre nosotros.
La mayor parte de los alumnos eran jóvenes que habían crecido en Salinas que se
habían dado de baja de la escuela superior y que trataban de adquirir destrezas
laborales.
9 1 /
GUERRAS DE LECHUGA
El currículo
consistía en instrucción teórica en las mañanas relacionada a la mecánica de
los motores diésel y de gasolina, además de otros asuntos concernientes al
equipo que estábamos por aprender a manejar. Luego revisábamos algún equipo: un
tractor con un gran conjunto de arados de disco, un buldócer, una
motoniveladora, y así por el estilo. Luego nos dirigíamos a un gran solar donde
practicábamos moviendo montones de tierra. Le dábamos una “mordida” a un montón
y la movíamos a otro lugar. O preparábamos una senda a través de una gran b de
tierra. Si estábamos utilizando un tractor, practicábamos pasando discos sobre
un sembrado ya cosechado; o hacíamos surcos en algún terreno llano,
preparándolo para la siembra. Las cosas que aprendí eran de carácter práctico,
pero no tenía mucho interés en realizar ese tipo de trabajo y tan solo una vez
trabajé manejando un tractor por un breve tiempo; así que la mayor parte de lo
que aprendí quedó sin uso. En realidad estaba allí para obtener algo de dinero
en una época cuando el trabajo en los sembrados había en gran media concluido.
Dediqué la
mayor parte del tiempo a montar en los equipos, por lo que no tuve una gran
oportunidad de amistarme con muchos de mis compañeros de clase. Un grupo de
alumnos de mecánica permanecía en el taller diésel, que estaba a mitad de
camino entre las topadoras y tractores y el salón de clases. Durante la hora de
almuerzo a veces pasaba por el taller y me detenía a conversar por unos
minutos. Pero no me sentía a gusto entre ellos. No era que no tuvieran un buen
sentido del humor. Ellos podían hacer chistes con cualquiera. Pero las
actitudes de algunos de los alumnos no me gustaban. Para empezar, estaban en
contra de los mexicanos. Se quejaban bastante en contra de las huelgas y del
movimiento sindical, repitiendo rumores estúpidos como si fueran verdades
salidas de la boca de Dios. A menudo algunos tenían que ver con César Chávez
quien a su entender, era un gran manipulador enfocado en controlar los
suministros de alimentos de todo el país; o un agente de una potencia
extranjera, lo más probable de Rusia, enviado a revolucionar a los obreros
agrícolas que de otra forma estarían muy contentos. Ningún cuento parecía fuera
de serie en lo que concernía a la amenaza de los trabajadores agrícolas. Ellos
no sentían mucho aprecio por el hecho de que los trabajadores agrícolas
mexicanos sostuvieran la economía local y porque producían los alimentos de
ellos. En
lo que a ellos concernía, a los trabajadores agrícolas les iba muy bien y su rebelión
era una muestra de ingratitud. Aquellos eran jóvenes
obreros los que hablaban, pero eran las palabras de los productores las que
salían de sus bocas.
OTOÑO E INVIERNO / 9 2
Mis
opiniones respecto a dichos temas no eran recibidos con mucho beneplácito.
Cuando un día mencioné que había pasado el verano anterior deshijando lechuga,
recibí la misma respuesta que habría obtenido si les hubiera dicho que había
estacionado mi nave espacial detrás del taller de mecánica. Ellos no hablaron
mucho, pero sus expresiones me decían: “¿Qué cosa fue la que hiciste?”
Me hice
amigo de Faustino uno de los alumnos, un joven filipino. Admiraba sus
conocimientos de mecánica y de todos los aparatos mecánicos en general. Él era
también un dedicado cazador, y no lo había tratado por mucho tiempo cuando
insistió que lo acompañara a ir de cacería. Tenía opiniones encontradas
respecto a la cacería, pero fui con él por la novedad. Una noche tomamos una
carretera que atravesaba las colinas Gabilan, hacia el lado este del valle. La
claridad del anochecer se esfumó mientras cruzábamos por la sinuosa ruta a
través de pastizales, de arbustos y de un robledal enano. Tomábamos una
pronunciada curva en la carretera cuando un venado entró al pavimento frente a
nosotros. De
acuerdo con lo esperado, el venado quedó deslumbrado por las luces; sus ojos,
grandes y curiosos, reflejaron la luz, enviándola de vuelta a nosotros. Faustino detuvo la camioneta. Él tenía su rifle en el
asiento entre nosotros dos, lo tomó, abrió su puerta y de un solo disparo mató
al venado que cayó en el pavimento. Eso fue todo. Arrastramos el venado a la
pare de atrás de la camioneta y con algún esfuerzo lo subimos a la cama,
cubriéndolo para ocultarlo de algún guardia que pasara por allí. Aparentemente,
cazar en la oscuridad, aparte de no ser muy deportivo, era ilegal. No recuerdo
con exactitud, si lo anterior era cierto, o si era que estábamos cazando fuera
de temporada.
Digo que
tenía sentimientos encontrados respecto a la cacería; aunque yo como carne, por
lo que supongo que mi oposición a la misma tan solo tiene que ver con la
cacería en sí. Si se caza para comer y no por deporte, puedo estar de acuerdo,
aunque no sea algo que yo practique. Llevamos el venado hasta el garaje de
Faustino donde él hábilmente lo desolló y lo cortó para consumirlo. Me sentí
muy impresionado con todo aquello. Pude llevarme un buen pedazo de carne de
venado a la casa donde estaba viviendo con FJ, Julie y Aggie, y con dicha carne
disfrutamos de unas cuantas buenas comidas.
El padre de
Faustino había trabajado en los sembrados por lo que me sentí cómodo al
conversar con él respecto a mi situación y a lo que me había llevado a Salinas.
Faustino era algunos años menor
9 3 /
GUERRAS DE LECHUGA
que yo y no
había tenido contactos con ningún movimiento de izquierda, pero sentía
curiosidad al respecto. Le comenté acerca de mi ambivalencia respecto a la
cacería y de mi experiencia con las armas, algo que halló divertido. Yo me
había unido a la Reserva de la Guardia Costera, porque no tenía interés alguno
en ir a Vietnam. Mi cuñado y su primo me habían precedido en la Guardia, y mi
cuñado se refería a ella en forma de chiste llamándola “la marina judía”,
porque muchos jóvenes judíos tomaban esa ruta para evitar ser llamados al ejército. Por otro lado, no
sabía mucho respecto al inicio de la guerra o por qué estaban los Estados
Unidos allí.
La Guardia
Costera sonaba bastante inocua, pero es una entidad militar y su entrenamiento
básico imitaba el de la infantería de marina, lo que significa que era una gran
mierda. Según le dije a Faustino y cualquier otro que estuviera dispuesto a
escuchar mi opinión, no hay nada glorioso respecto a la milicia estadounidense.
Allí estuvimos recibiendo entrenamiento básico por ocho semanas durante una
época de guerra, y no escuchamos nada que justificara en forma racional aquella
guerra. Nada
histórico, ningún dato colateral, nada lógico. Por
momentos se nos dijo que los Estados Unidos estaban allí para detener la
agresión norvietnamita en contra del Sur, pero no había nada que sustentara
dicho aserto. ¿Por qué estaban los Estados Unidos interesados en aquello? Más
bien marchábamos gritando: “Quiero ir a Vietnam, quiero matar a los del Viet
Cong”. Algo inspirador. A menudo se hablaba de los vietnamitas llamándolos “gooks”. Si estábamos tan preocupados por
sus personas, ¿Por qué utilizábamos epítetos derogatorios para referirnos a
ellos? De modo que fue en la Guardia Costera, sin haber recibido influencia
alguna, que decidí que yo era un pacifista.
Un día
nuestro grupo de entrenamiento básico fue llevado al Camp Roberts, una base de
entrenamiento de las reservas que estaba ubicado al norte de San Luis Obispo,
para practicar con el fusil M-1. Recibí la calificación más baja de mi grupo en
la práctica de tiro. De hecho me sentí orgulloso al respecto y les dije a los
demás miembros del grupo que eso confirmaba que era un pacifista por
naturaleza. Era algo que llegué a creer en su momento, ya que no tenía otra
explicación para sentirme en la forma en que lo hacía. Desde luego, eso no era
cierto ya que las concepciones de índole social no se heredan. Pero la idea de
matar en apoyo a la milicia norteamericana no me atraía para nada y no deseaba
ser adiestrado en ello. Los demás reclutas encontraban que aquello era
divertido. A ninguno le importaba que yo fuera pacifista. No existía ningún argumento
OTOÑO E INVIERNO / 9 4
moral para
la guerra. Ningún miembro de mi grupo tenía ínfulas de guerrero. Ni siquiera los
que se habían enganchado para servir en forma regular tenían esa inclinación.
Mi compañero de litera, por ejemplo, se unió a la Guardia Costera para evitar
ir a la cárcel por robar radios de autos. Ciertamente una parte de esa falta de
entusiasmo general respondía a que estábamos en la Guardia Costera, y yo creo
que muchos de los reclutas estaban en ella porque tenían muy pocos deseos de ir
a pelear a Vietnam. Sabíamos que no tendríamos que ir allá a pelear.
Cuando
terminé el entrenamiento básico, ya era un pacifista. Sin embargo, más tarde
aprendí cosas adicionales acerca de la guerra y de la historia de la misma, por
lo que me convencí de la justicia de la lucha vietnamita. Luego tuve que
enfrentar una contradicción. Yo era un pacifista, pero no podía condenar a los
vietnamitas por pelear en contra de lo que consideraba una agresión criminal en
contra de ellos. Por tanto, llegué a la conclusión de que la violencia se
justifica en algunos casos. Había tanto guerras justas como guerras injustas.
Luego leí algunas cosas respecto a Malcolm X y a su postura respecto al derecho
de los negros a defenderse en contra del Ku Klux Klan y de la violencia
policial. Nuevamente tuve que estar de acuerdo que tenían el derecho a hacerlo. De igual manera las Panteras Negras
que defendían su derecho a armarse en contra de los violentos ataques de la
policía.
Cuando
comencé a trabajar en la cafetería GI, gran parte de los empleados de la misma
eran veteranos de Vietnam y entre ellos había soldados combatientes e infantes
de marina. Naturalmente, estaban familiarizados con las armas de fuego.
Nosotros teníamos armas de fuego en la cafetería con el fin de protegernos. Eso
pudo habernos salvado de alguna difícil situación.
Un día, nos
enteramos que Jane Fonda vendría a visitar Fort Ord y a la cafetería como parte
de una gira de actividades en contra de la guerra que estaba filmando el autor
y abogado Mark Lane. Corrimos la voz en la base para que los soldados vinieran
y participaran en un diálogo con Jane y su grupo respecto al tema de la guerra.
Algunos soldados aparecieron para hablar con ella. Mientras el grupo estaba
ajustando las luces y el equipo para las tomas fílmicas, varios miembros de una
pandilla local de motociclistas, los Monterey Losers, se presentaron en la cafetería y entraron en forma violenta.
Llegaron portando bates, látigos y cuchillos. Quizá tenían algunas otras armas
ocultas. Tan pronto como entraron, comenzaron a intimidar a la gente,
amenazando con destruir el local. Jane y el
9 5 /
GUERRAS DE LECHUGA
equipo de
filmación pudieron recoger sus cosas y escapar por la entrada trasera.
El jefe de
los Losers era un tipo indeseable que
respondía al nombre de “German George”. A él le gustaba pasearse portando en su
cuello una gran swástica de metal. Bien, George estaba pavoneándose por la
cafetería y le dio por ir a la parte de atrás donde teníamos la oficina, un
lugar al que únicamente debían entrar los empleados, pero el forzó su entrada. Afortunadamente uno de
los miembros del personal, un veterano y ex combatiente, había ido a la oficina
y estaba allí cuando German George empujó la puerta para entrar. El veterano que se llamaba Steve Murtaugh sacó una escopeta
del closet donde se guardaba y la rastrilló. Se pudo escuchar en toda la
cafetería el sonido peculiar que hizo la escopeta al ser rastrillada. Steve
apuntó a la cabeza de German George y le dijo que cualquier paso que diera
hacia el frente podría tener consecuencias negativas para su salud, o algo
parecido. German George decidió no poner a prueba la sinceridad de Steve y
salió de la oficina llevándose a su pequeña banda de malhechores con él.
Curiosamente,
la policía llegó poco después de la pandilla se marchó, despistados y sin tener
idea de lo que harían. El daño había sido hecho, y quizá los Losers lograron lo que se habían
propuesto. Pero me alegro de que Steve hiciera lo que hizo, porque las cosas
pudieron haberse puesto mucho más feas para nosotros.
Por todo el
país las organizaciones que se oponían a la guerra, radicales y revolucionarias
estaban siendo atacadas físicamente. Un infante de marina opuesto a la guerra,
de Camp Pendleton al norte de San Diego, fue baleado en una agresión realizada
desde un auto, en una casa auspiciada por activistas y soldados del MDM. Las
oficinas de las Panteras Negras estaban siendo atacadas violentamente en muchos
lugares a todo lo ancho del país. La policía estaba dando muerte a muchos
activistas políticos y dirigentes, algunos en forma descarada. Eso hizo que la
gente adoptara medidas para defenderse y con todo su derecho.
La calle
Villa
Al final de
aquel invierno me mudé de la casa que compartía con FJ, Julie y Aggie,
trasladándome a una pequeña choza de madera en la calle Villa; en un reducido patio
lleno de casetas. Compartí el lugar con Kenny un amigo de los tiempos de la
cafetería en Seaside. Kenny era un tipo apasionado y extrovertido, se había
unido al
OTOÑO E INVIERNO / 9 6
personal de
la cafetería a principios de la primavera de 1970 y luego se alistó en el
ejército para realizar trabajos de organización desde dentro de sus filas.
Incluso fue enviado a Fort Ord y se convirtió en un miembro activo del MDM. Sin
embargo, los militares estaban observando a los soldados activistas. El
Pentágono, durante el gobierno de Nixon, decidió limpiar sus filas de miembros
problemáticos. En pocas semanas, prácticamente todo soldado que se sabía tenía
vínculos con el MDM, fue dado de baja sin rodeos y expulsado de la base. Kenny
estuvo entre ellos.
Al llevar a
cabo aquella purga, las autoridades militares las autoridades les dieron de
baja por mala conducta a los solados negros activistas, mientras que los
blancos recibieron una baja general que se convertía en una baja honrosa
después de algún tiempo. De esa forma les concedían a los blancos otra ventaja
en un mundo en el que la condición de baja era un concepto importante a la hora
de emplear a alguien.
En el 1969,
se me dio una baja general en la base de la Guardia Costera en Goverment Island
en Alameda. Yo había tenido numerosos roces con oficiales superiores por
repartir literatura en contra de la guerra, durante las sesiones de
entrenamiento de los reservistas. Fui llamado al servicio activo como castigo,
pero cuando continué con aquellas actividades después de ser reactivado, se me
dijo que abandonara la base y que jamás regresara, bajo la amenaza de que sería
arrestado por entrar en ella sin autorización. Se me concedió una baja por
razones de salud, lo que eventualmente se convirtió en una baja honrosa.
Mientras tanto, los soldados negros que habían servido en Vietnam, pero que a
su regreso se habían manifestado en contra de la guerra, fueron expulsados de
la milicia recibiendo un despido por mala conducta. Eso, en la práctica, era
casi el equivalente de ser vinculado con un expediente delictivo.
Alrededor de la fecha en que comencé a trabajar en los sembrados, Kenny
comenzó a laborar en la fábrica de azúcar Spreckels, cerca de Salinas. El
temperamento de activista de Kenny lo llevó a involucrarse en el sindicato de
los obreros del azúcar. Allí estuvo activo durante un tiempo difícil y
tortuoso, cuando la industria nacional del azúcar estaba moribunda debido a las
importaciones de azúcar de caña más barata. Kenny llegó a presidir el Local 180
del Sindicato Azucarero, en los años antes de que la antigua fábrica fuera
cerrada en la década de 1980.3
9 7 / GUERRAS
DE LECHUGA
Alfonso y Dolores
En nuestro
pequeño patio en la calle Villa, un día me encontraba debajo de una buseta
Volkswagen modelo 1962 que había comprado después que mi viejo Ford expiró.
Estaba cambiando el aceite cuando una cara apareció al lado de una de las
llantas traseras. Aquella persona estaba en el lado joven de la edad madura, y
llevaba un gorro negro tejido embutido hasta las cejas. “¿Te ayudo, amigo?” me preguntó. “No, gracias, Gracias,
estoy bien. Pero muchas gracias” contesté.
Se inició
una conversación mientras que yo salía de debajo de la parte trasera de la
buseta. Pronto se me presentó una invitación para ir a cenar en la caseta que
estaba frente a la nuestra.
Durante la
cena, conocí más acerca de nuestros vecinos. Alfonso apenas tenía una
treintena de años, pero había trabajado en los sembrados casi veinte años y se
sentía cansado. Sufría de migrañas y de dolores de
espalda. Había trabajado durante algún tiempo en la lechuga, en las cuadrillas
por contrato; pero al no poder mantener el ritmo de trabajo se cambió a
trabajar por horas en las cosechadoras de coliflor y lechuga; asimismo, cosechando
y deshijando cebollas y regando. Sus problemas físicos lo convirtieron en un
individuo más pensativo y taciturno de lo que normalmente habría sido. Su
compañera doméstica, y su antítesis en muchos aspectos, era Dolores que
trabajaba para Bud Antle como empacadora en las máquinas de lechuga. Dolores
tenía espíritu que haría sonreír a un zombie. Era prácticamente imposible estar
cerca de ella sin ejercitar los músculos asociados al buen humor. Ella poseía
una risa fácil y sincera, apreciaba a la gente, era un montón de energía
positiva. Creo que ella era la vida de Alfonso, y hasta cierto punto de todo el
que estaba cerca de ella.
Durante mis
primeros años en los sembrados fui el recipiente privilegiado de mucha
hospitalidad y generosidad de parte de numerosos trabajadores agrícolas.
Descubrí que si alguien visitaba una de estas familias, debía prepararse para
comer algo. Únicamente una receta médica certificando la muerte inmediata en
caso de que consumiera alimentos, le permitiría a usted salir de una casa sin
haber tomado un bocado. Pero, ¿por qué alguien habría de hacer lo anterior?
Cuando Kenny
y yo nos sentamos a cenar con Alfonso y Dolores en su pequeña caseta, idéntica
a la nuestra, ocupamos el espacio de lo que era la sala, el comedor y la
cocina. Durante la cena
OTOÑO E INVIERNO / 9 8
de carne
asada, nopales, frijoles refritos, salsa y tortillas; la conversación derivó a
su curiosidad respecto a mi persona. Ellos deseaban saber qué rayos buscaba yo
en los sembrados. Esa era una pregunta que habría de escuchar muchas veces en
los años venideros. No estoy seguro de que mis respuestas fueran entendidas. “Estoy
trabajando en los sembrados, bueno, por accidente”, dije. “Pero, en realidad
estoy aquí ahora debido a la lucha”. Cuando veía una señal de desconcierto en
sus rostros añadía: “Debido al movimiento”. “Oh. ¿Entonces tú trabajas para el
sindicato?” Yo traté de econtrar una respuesta que aún no había elaborado. “Considero
que el movimiento de los trabajadores agrícolas es parte de la lucha por una
mejor sociedad. Creo que necesitamos luchar por un mundo más justo. Deseo se
parte de eso”. Kenny y yo explicamos nuestros puntos de vista respecto a la
sociedad y por qué creíamos que era necesario un sistema social diferente, un
mundo diferente, que únicamente podría ser establecido a través de métodos
revolucionarios.
Lo que
también intenté expresar fue un concepto que recién había comenzado a percibir:
que era un alivio estar entre personas cuyos valores estaban centrados en un
sentir comunitario, en vez de apoyarse en una actitud individualista. Yo crecí
en un ambiente de clase media donde la gente era juzgada por sus “logros”, o
por la forma que habían ascendido de alguna manera por encima de los demás. Es parecido
a un chiste que alguna vez escuché. ¿Cuándo es que los fetos adquieren la
capacidad de vivir para los padres judíos de clase media? Respuesta: Cuando se
gradúan de la escuela intermedia. Hay algunas verdades sociales entretejidas en
lo anterior que le conceden un viso de humor, al mismo tiempo que los encierran
en un molde. Pero lo que es claro es que el chiste no tiene sentido para un
obrero agrícola, en una comunidad donde la gente es menos susceptible a ser
evaluada en una escala de logros individuales. Parece ser, especialmente en
este aspecto del movimiento campesino (así como en un aspecto más amplio del
movimiento social de la época), que se coloca mucho más valor a la contribución
de la gente al esfuerzo del conjunto. Los trabajadores agrícolas desean lo
mejor para sus hijos, al igual que otras comunidades, pero parecería que no se
consideraba inferiores a los hijos de ellos si trabajaban en los sembrados,
reparaban autos o limpiaban oficinas. Eso no equivale a decir que esos valores
de la clase media norteamericana, con su énfasis en la movilidad hacia arriba,
no tendrán influencia alguna entre los trabajadores agrícolas.
9 9 /
GUERRAS DE LECHUGA
Lo que
sucede sencillamente es que otros valores son los dominantes.
En algún
momento durante nuestra conversación surgió una pregunta: “¿No habrá algo malo,
muy malo, con una sociedad que menosprecia a la gente que produce nuestra
comida?” Esa era una pregunta que yo me haría y discutiría una y otra vez.
Alfonso y Dolores ciertamente pensaban que había algo profundamente mal con el
desprecio de la sociedad manifestado a los que trabajaban en los sembrados.
Ellos, al igual que muchos trabajadores agrícolas que conocería a lo largo de
los años, se sentían orgullosos de la labor que realizaban. También veían con
ojos críticos el “conspicuo consumismo” de la gente de sectores más pudientes
de la sociedad. Para ellos eso era algo sin sentido, así como un derroche.
Sin embargo,
aunque la sociedad en sentido general promovía de manera constante determinados
valores, el trabajo denodado y una vida modesta no se encontraban entre ellos:
a pesar de su moralizadora hipocresía,. Por tanto no se podía determinar hasta
qué punto Alfonso y Dolores, al igual que muchos obreros agrícolas del llamado
bajo nivel, racionalizarían el juicio que hace la sociedad al decir que si tú
estás “allí abajo”, entre las filas
de los obreros mal pagados, debe ser porque existe algún problema contigo.
Aunque ni
Alfonso ni Dolores trabajaban en empresas sindicalizadas, ellos sentían la
necesidad de que hubiera organización y justicia en los campos agrícolas. Ellos
apoyaban el movimiento y participaban en las movilizaciones y marchas
sindicales. Además, consideraban que la guerra en Vietnam era un engaño
perpetuado por los ricos y peleada por los pobres. Consideraban que México, su
propio país, era una víctima del depredador poder del norte. “Pobre México”,
dijo Alfonso riendo, recitando el famoso proverbio, de (¿quién diría?), del
conocido dictador mexicano Porfirio Díaz; “tan lejos de Dios y tan cerca de
Estados Unidos”. Esa cita la oiría muchas veces durante los próximos años.
Gustavo y el
idioma español
Gustavo e
Isabel también vivían en el cortijo de la calle Villa. Gustavo, el más
conversador de los dos, era un intelectual originario de Argentina. No recuerdo
las circunstancias que lo habían traído a Estados Unidos. Él era un hombre de
un físico pequeño, con unas marcadas entradas en una cabellera ya gris, una
barba tipo perilla que recortaba en forma puntiaguda. Tan solo eso lo hacía
destacarse.
OTOÑO E INVIERNO / 1 0 0
Gustavo
tenía muchos intereses, y con el tiempo nuestras conversaciones abarcaban
numerosos temas en un dialecto híbrido entre el inglés y el español. Un día,
mientras cenaba en la vivienda de ellos, Gustavo se apasionó con el tema del
idioma. Él se sentía muy incómodo por lo que llamaba “el asesinato del
castellano” (insistía en llamar así a lo que todos denominaban español), por
parte de los mexicanos. Especialmente le disgustaba la forma de hablar de la
gente que lo rodeaba: los campesinos. De haber estado a su alcance les habría
prohibido rotundamente a los trabajadores agrícolas que hablaran castellano,
debido a lo ofensivo que encontraba la versión del español utilizada por ellos.
Esa era una
opinión que de inmediato catalogué como estrecha e ilógica. No estaba de
acuerdo con la insistencia de Gustavo de que había una forma “correcta” de
hablar. Estoy de acuerdo con la idea de que algunos individuos quizá hablan
incorrectamente. A lo mejor utilizan palabras en forma inapropiada, y así por
el estilo. (Aunque incluso aquí la línea no se ha trazado en forma clara ya que
algunos pueden añadir al habla nuevos giros. Pensemos en Shakespeare, a cuyo
empleo creativo del idioma le debe el inglés moderno numerosas palabras y
frases de uso común.) Hay nuevas palabras y frases que continuamente surgen en
cualquier idioma vivo. ¡Alguien debe ser el primero en
emplearlas! (Solamente hay que dar un vistazo a los jóvenes de la
década de 1960 para observar la explosión de nuevas palabras que se integraban
a la cultura, como una corriente de efervescencia que surgía de las
profundidades.) No obstante, al hablar de grandes grupos de personas que tienen
su propia manera de comunicarse ¿en qué sentido podemos decir que eso es algo
incorrecto? El mismo español surgió como un “hijo bastardo” del latín, al igual
que el francés, el italiano, el portugués y el rumano. ¿Y cuál idioma resultó
ser el más flexible a la larga? Ciertamente no fue el latín. En Gustavo observé
no solamente un prejuicio relacionado al habla, sino en contra de una clase
social y quizá en contra de un grupo étnico. Además, yo estaba aprendiendo el
español que él encontraba objetable; por ejemplo, el variado uso de palabras “inapropiadas”
como chingar. Mi vocabulario estaba a la fecha ¡siendo sazonado con términos
como chinga, chingado, un chingo, chinga
tú, un chingazo, chingón, un chingadero, a la chingada, en chinga, para
mencionar unos pocos. Palabras como esas eran parte de las expresiones
cotidianas y encerraban significados, tanto literales como emocionales,
difíciles de definir y por tanto únicos. Por ejemplo “¡Ay, qué la chingada!”,
era algo así como un ruego a Dios, o “¡Dios mío!”, pero más apasionado, según
me parecía. En
1 0 1 /
GUERRAS DE LECHUGA
determinadas
circunstancias, en especial si se utilizaban espontáneamente en público, podían
ser motivo de risas. O, “¡Está chingada!”, era una forma popular de decir que
alguna cosa “estaba jodida”, ¿y acaso no es más satisfactorio en algunas
circunstancias que utilizar la expresión más delicada: “Eso está realmente
enredado”, o “Está fastidiado”. Quizá era mi fascinación con el vocabulario “sucio”,
o quizá había algún elemento machista
en todo aquello. No sé. Pero, diría que escuché en más de una ocasión a mujeres
en las líneas de protesta o en otros lugares utilizar un lenguaje que de
acuerdo con algunos harían que un marinero se sonrojara; y en ciertas
circunstancias parecería algo apropiado.
Los reparos
de Gustavo al español mexicano resuena como un eco en una controversia que
surgió años después con el llamado dialecto ebonics
y la protesta en contra del inglés utilizado por los afroamericanos. Pero mis
pensamientos al respecto eran y aún están expresados en la pregunta: ¿No es el
lenguaje un medio para la gente comunicarse entre sí? Si un determinado idioma
sirve para esto, ¿Cómo podrá usted afirmar que no es correcto? Usted podría decir que es una variante del idioma,
una que es utilizada por determinado grupo poblacional. Pero, ¿incorrecto? Eso
apunta a una norma absoluta, y en lo que respecta al idioma no existe algo así.
Sin embargo, le debo a Gustavo el ímpetu para meditar respecto a un tema de esa
naturaleza.
¿Cuál es tu
país?
La década de
los sesenta hizo su entrada en forma explosiva respecto a la reacción en contra
del racismo y de la opresión nacional. Quizá ningún otro asunto definió mejor
el radicalismo de la década de 1960 como la rebelión en contra de la opresión
nacional en sus muchas variantes. Al correr la cortina de una historia saneada,
nosotros la “gente de los sesenta” encontramos que la verdadera historia de los
Estados Unidos tuvo que ver con gente de origen europeo que dominó y esclavizó
a otras razas y grupos, comenzando con los nativos americanos. En el creciente
movimiento radical se fue profundizando el apoyo a las luchas de los pueblos
oprimidos en contra del colonialismo, del racismo, de la opresión nacional y en
contra del sistema que promovía y sostenía dicha opresión, tanto en el ámbito
internacional como en los Estados Unidos. Pero la oposición compartida al
estado en que estaban las cosas, no significó necesariamente que se estaba de
acuerdo con el por qué, o en lo que se debía hacer al respecto. La
OTOÑO E INVIERNO / 1 0 2
oposición
compartida a las antiguas relaciones que existía entre la gente no garantizaba
claridad respecto a lo que debían parecer las nuevas generaciones. Hubo
intensas y profundas luchas, y por momentos amargas divisiones respecto a la
forma de entender ese devenir histórico y qué hacer al respecto.
Una pregunta
consensuada incluía el papel de las minorías y del nacionalismo en la lucha en
los Estados Unidos. Para ese entonces yo me consideraba un internacionalista.
Sentía un rechazo visceral hacia el nacionalismo norteamericano, el engaño
ideológico que motivaba el empeño por dominar y controlar gran parte del mundo.
El patriotismo norteamericano es una forma virulenta de nacionalismo
entretejido con el racismo y el desprecio por otros grupos. Pero el
nacionalismo de un pueblo oprimido por el sistema imperialista era y es una
fuerza positiva y progresista. En ese período fue una fuerza poderosa y
motivadora la que empujó a la gente a una lucha por derechos y liberación.
Hablando en sentido general, los movimientos a favor de la independencia
nacional y la liberación eran las contradicciones más importantes que
enfrentaba el sistema imperialista. Pero el nacionalismo como ideología tiene
límites inherentes. Si se le concede rienda suelta, el nacionalismo se
convierte en algo estrecho y competitivo, oponiéndose a los objetivos de
liberar a toda la humanidad de cualquier sistema opresivo y retrógrado. Las
diferencias respecto al papel del nacionalismo en el movimiento llevaron a
agudos, y en ocasiones a amargos argumentos y debates.
Las
experiencias entre los soldados reforzaron mi creencia en que una actitud
internacionalista, en lugar de nacionalista, era a la vez necesaria y posible,
a pesar una larga historia de división racial. Un incidente en particular se
destacó, y yo lo utilicé en aquel momento para explicar mi propia actitud al
respecto, y para abogar por lo que consideraba una actitud más idónea.
Durante la
última parte del verano de 1970 se corrió la voz de que había estallado una
rebelión dentro de Fort Ord, en un área llamada SPD (Special Processing Detachment), una prisión de mínima seguridad
dentro de la base. La SPD era la respuesta del ejército al destacado aumento de la
insubordinación en la base y al comportamiento irrespetuoso en contra de las
autoridades militares. La pequeña cárcel de la base
estaba llena hasta rebosar, y no podía acomodar al nutrido grupo de soldados insubordinados.
Por tanto, los oficiales crearon una cárcel de mínima seguridad utilizando un
1 0 3 /
GUERRAS DE LECHUGA
grupo de
barracas, y rodeándolo con una cerca y con alambre de púas.
Aquella cárcel no tenía
comedor, por lo que se les permitía salir de ella a los soldados detenidos en
la misma, aunque tenían que llevar una identificación especial y además eran víctimas
de malos tratos y de una humillante discriminación. La tensión y el enojo entre
los soldados del grupo de la SPD, explotó una noche por lo que se sublevaron,
dando fuego a una parte de las barracas de la prisión. Los
empleados de la cafetería y los soldados que pertenecían al MDM consideraron
aquella rebelión una respuesta válida a una institución opresiva, así como una
muestra de acciones futuras.
Varios días después de
la rebelión, un grupo de soldados blancos recluidos en la SPD salieron de la base
y se aparecieron en nuestra cafetería. Ellos pidieron ayuda en relación a las
consecuencias de la revuelta. Ellos querían publicar un periódico especial relacionado
a la SPD. Nosotros no entendimos por qué aquellos soldados que se
habían involucrado en una revuelta querían ahora publicar un periódico. ¿No
había avanzado la lucha más allá de un periódico? Estábamos mostrando una
profunda ignorancia. Fue en poco tiempo que nos dimos
cuenta.
La revuelta en la SPD
surgió de una compartida ira y frustración de parte de los soldados retenidos
allí: soldados de diferentes nacionalidades. Pero poco después de la revuelta,
las autoridades militares anunciaron que si había otras revueltas, los soldados
negros serían severamente castigados y confinados en la prisión de la base, aunque
para ello tuvieran que vaciar la cárcel para acomodarlos. Los soldados negros en la SPD les dijeron a sus colegas
blancos que no habría más revueltas o demostraciones en la SPD, porque de
haberlas “nosotros pagaremos los platos rotos”.
Los soldados
blancos que acudieron a nuestra cafetería estaban en busca de una forma de
sobreponerse a aquellas tácticas divisivas. Por tanto, pensaron en un periódico
que en su elaboración uniría a soldados de diferente origen social. En forma
apropiada nombraron su periódico Unity
Now (La Unión Ahora). Ellos
pudieron publicar su periódico e involucrar en la tarea a soldados de
diferentes trasfondos sociales.
Me sentí
como un tonto respecto a mi respuesta inicial, al tiempo que aumentó mi aprecio
por aquellos soldados. Pude ver cómo la gente despierta políticamente podía
luchar por los derechos de todos. Ninguna nacionalidad posee un monopolio en
este tipo de
OTOÑO E INVIERNO / 1 0 4
sentimientos,
e incluso aquellos que han sido privilegiados por la raza pueden llegar a odiar
el racismo.
Un periódico
Un torrente
de impresos conocido como “prensa alternativa” fue el sello de aquel tormentoso
período político. Surgió de una pasión por expresarse en desacuerdo con el
medio y de resistencia, por buscar nuevas opciones. Los periódicos aparecían
por doquier, desde comunidades grandes y pequeñas, en los recintos
universitarios y en organizaciones. El movimiento entre los militares dio a luz
cientos de periódicos que brotaron prácticamente en todo recinto militar
estadounidense. Aquellos periódicos se esparcieron en forma proporcional al
creciente descontento.
La prensa
alternativa estaba revelando asuntos que la prensa establecida pasaba por alto
o encubría. Como ejemplo, Ramparts, que
había evolucionado a través de varios años de una publicación de índole
religiosa a una poderosa revista de política radical; informó cómo la CIA había
transportado heroína controlada por generales de Laos a favor de EE. UU.
Llevándola a Vietnam, donde le era vendida a los militares estadounidenses.
Todo con el fin de solventar sus actividades encubiertas. La adicción a la
heroína se convirtió en una epidemia entre los soldados norteamericanos en
Vietnam, y esos mismos soldados eran castigados por ser adictos a las drogas
que su mismo gobierno estaba mercadeando.
Esas
revelaciones minaron la credibilidad del gobierno y despertaron a la población
de su somnolencia.
Fue en esa
atmósfera de lucha y debates en nuestro pequeño cortijo en la calle Villa, en
la que hablamos de un periódico que pudiera conectar la situación en los
sembrados y fábricas, con lo que sucedía en el resto del mundo. La lucha por la
igualdad, las luchas anticolonialistas, las demandas de las mujeres por la
igualdad, los movimientos revolucionarios dentro de los Estados Unidos y otros
países, los intentos para construir un tipo de sociedad radicalmente diferente.
Kenny simpatizaba con eso pero su mente estaba en otro lugar diferente. Alfonso
estaba interesado. Dolores nos apoyaba. Pero todo no pasaba de ser un tema de conversación.
Incluso
durante el invierno siempre había algo en el local del sindicato. La gente se
congregaba y discutía toda noticia o chisme que circulaba. Alfonso y yo nos
dirigíamos al local cuando al pasar
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GUERRAS DE LECHUGA
junto a un
grupo que discutía, alguien le dijo, “¿Van a ir a Atwater?”, y Alfonso
contestó: “¿Atwater? ¿Por qué?” “¿No se han enterado del tiroteo en un sembrado
sindicalizado?” Eso lo dijo con una expresión de sorpresa un campesino de más
edad, con su sombrero echado atrás, revelando un mechón de cabello gris. “¿A
quién mataron?” “La migra mató a un compañero que trabajaba en la poda. Lo mataron. Dicen que le dieron dos
tiros”. “¿Lo mataron?” “Sí, lo mataron. Dicen que el
hombre atacó a la migra con su cuchilla de podar. Que también era ciudadano”. “¿Qué
irá a pasar?”, preguntó Alfonso. “El funeral es mañana. Algunos van a irse allá
para el mismo”. Alfonso y yo no necesitamos discutirlo; sabíamos que íbamos a
ir a Atwater, dondequiera que estuviera eso.
Atwater es
una pequeña comunidad agrícola en el condado Merced, donde gran parte de la
inmensa compañía Gallo está ubicada. Es una zona de uvas y de frutales. Rómulo
Ávalos estaba trabajando en unión a sus dos hermanos, podando melocotones en un
sembrado de la compañía Gallo, cuando se presentaron agentes de inmigración. El
agente afirmó que Rómulo no tenía prueba de ser residente legal por lo que lo
estaba llevando al vehículo de inmigración cuando de repente y sin provocación,
Rómulo lo atacó con su cuchilla de podar. El agente, Edward Nelson, dice lo
baleó dos veces en el pecho en “defensa propia”. Algunos de los presentes en la
huerta le dijeron a la prensa que Ávalos después del primer disparo cerró la
mano. Ellos negaron enfáticamente que Rómulo había atacado al agente. Los
testigos también declararon que al hermano de Rómulo se le impidió que le
prestara los primeros auxilios.2 Varios días después del incidente,
los alguaciles del condado Merced encontraron una tarjeta en la ropa de Ávalo
que lo identificaban como ciudadano de Estados Unidos. Rómulo nació en Hancock,
Texas, y luego se mudó a Livingston en el condado Merced, donde había estado
trabajando para Gallo durante los últimos cuatro años.
Alfonso y yo
manejamos hasta Atwater la mañana del funeral. Era un día frío y húmedo en el
mes de febrero. El periódico local de Atwater dijo que el grupo de obreros
agrícolas presentes era de unos seiscientos, pero a nosotros nos pareció más
grande. Los obreros agrícolas se reunieron desafiando el frío viento y
marcharon en silencio por una carretera del condado, desde el sembrado donde
Rómulo había sido baleado, hasta el cementerio. Me sentí sobrecogido por el
poder de la silenciosa marcha. El silencio parecía en cierta medida incrementar
la fuerza de la misma.3
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La gente
cercana al sindicato le estaba atribuyendo aquella muerte al incrementado
hostigamiento de los obreros en los sembrados sindicalizados. Eso podía haber
sido verdad, pero la migra había
estado tratando a los inmigrantes como criminales desde hacía mucho, antes de
que el sindicato surgiera. Después de aquel homicidio la UFWOC pidió a los
trabajadores agrícolas que realizaran protestas, sentándose en los sembrados
cada vez que el departamento de inmigración se presentara en campos sindicalizados.
Aquello parecía una táctica original. Pero no sé
si llegó a implementarse en las fincas organizadas sindicalmente.
Alfonso y yo
nos sentimos inspirados por la impresionante y conmovedora manifestación en la
que habíamos participado. Yo había llevado una cámara e íbamos a tomar fotos y
a publicar un volante respecto a aquella muerte. Cuando llegamos de vuelta a la
calle Villa nos dirigimos a la casa de Alfonso para continuar nuestra
conversación involucrando a Dolores. Mientras cenábamos le contamos a Dolores
acerca de nuestros planes y ella comentó que nosotros habíamos estado hablando
de iniciar una publicación, y que aquela parecía una buena ocasión para
hacerlo.
Al día
siguiente acudimos al local del sindicato para discutir esta idea con Richard
Chávez, un antiguo oficial del sindicato de trabajadores automotrices, que
dirigía la oficina de Salinas y con Gloria quien nos había asignado a FJ y a mí
a la cuadrilla de deshije en aquella oficinita en la parte de atrás del salón.
Richard estaba sentado en una dilapidada silla de brazos, intentando aliviarse
del dolor de su lastimada espalda. Los incesantes espasmos lo tenían todo
estresado y lo llevaban sentirse cansado la mayor parte del tiempo. Le
presentamos nuestro concepto para un periódico, diciendo deseábamos algo que
hablara de los intereses comunes de la clase trabajadora y que mostrara las
injusticias parecidas a las de Atwater; mostrando importantes temas sociales e
internacionales desde la perspectiva de las víctimas. Richard y Gloria nos apoyaron.
Por un momento el dolor pareció abandonar el rostro de Richard mientras hablaba
en forma entusiasta del proyecto. Gloria sugirió que llamáramos al periódico El obrero. Salimos de la oficina con un
poco de confianza. Al menos contábamos con el apoyo moral de ellos, y eso
significaba mucho para nosotros.
Recibimos
mucho ánimo de parte de obreros y activistas agrícolas, pero nos dimos cuenta
que en lo que se refería al trabajo a realizar, el mismo iba a recaer sobre
nosotros. Por el momento el entusiasmo opacaba nuestras dudas, y las mismas las
mantuvimos a
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raya.
Decidimos que si podíamos sacar un número suscitaríamos un interés más activo,
así como voluntarios. Por tanto nos aplicamos a escribir y a traducir el primer
número.
El periódico
debía ser bilingüe y Alfonso y Dolores tradujeron algunos artículos escritos en
inglés. Conocimos un diseñador gráfico, un soldado de Fort Ord que vivía en la
misma calle, y él diseñó el logo del periódico: un obrero agrícola doblado y
portando una corta azada en la parte izquierda, y un grupo de edificios
fabriles en el otro, con un sector llano en medio simbolizando el valle. Debajo
del diseño se leía: “Por la unidad de la clase obrera”. El logo apareció
durante varios años en los números que fueron publicados.
Nuestras
viviendas eran muy pequeñas por lo que teníamos poco espacio para preparar la
diagramación del periódico por lo que Roberto García nos permitió el uso de su
garaje. Cuando llegó el momento, pudimos utilizar un mimeógrafo en la
Universidad de California, en Santa Cruz. Juntamos nuestros recursos y
solicitamos contribuciones. Para la primera semana de Marzo de 1972, El Obrero del Valle de Salinas/The Worker of
the Salinas Valley hizo su aparición. Todo aquel primer número estuvo dedicado
a relatos relacionados con trabajadores agrícolas. Los obreros de las fresas
que vivían en un campamento de remolques llamado La Posada estaban luchando en
contra de un desalojo. Eso se convirtió en el punto focal de nuestro primer
número, además de las noticias relacionadas con Rómulo Ávalos.
Después de
aquella primera versión mimeografiada comenzamos a publicar números mensuales
en papel de periódico. En un lado estaba el español y al voltearlo, en el otro
lado aparecía el inglés. Un impresor de Moss Landing, un veterano de las luchas
sindicales de la década de 1930 que publicaba su propio periódico progresista,
consintió en imprimir El obrero.
Un día, ya
para la segunda edición del periódico, me encontré con José Pérez un
representante del sindicato en la rama de las fresas, además de ser un enérgico
agente sindical que había estado activo en el valle antes de la huelga de 1970.
“He visto este periódico que ustedes publican. ¿Por qué no lo distribuyen más
ampliamente? Sería algo bueno, ¿no es cierto?” “Creo que sí”, le dije. “Bien,
entonces, llévenlo a las cuadrillas. Ustedes deben colocarlo en los sembrados.
Hagan que los representantes del sindicato los ayuden.”
Así que con
la ayuda de José, en una reunión general de representantes sindicales se
discutió el asunto de distribuir el
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periódico y
se acordó llevarles los ejemplares de El
Obrero a sus cuadrillas todos los meses. José incluso ayudó a planificar la
logística de recolectar el dinero, colocando alcancías en el local del
sindicato.
Coliflores
Una tarde, a finales del
invierno, Gloria me preguntó en el salón del sindicato, mientras trabajábamos
en El Obrero si yo aceptaba una
asignación para los sembrados de coliflores. La
escuela de tractoristas había concluido y yo estaba a la espera de la cosecha
de lechuga. Tenía planes de trabajar en una máquina de lechugas en la compañía
Antle, en unión a Dolores y Alfonso. Pero para eso faltaban varias semanas.
Respondí que nunca había trabajado en las coliflores. “No te preocupes —dijo
Gloria—. Si ya trabajaste en el deshije, no tendrás problemas”.
Al día
siguiente me abrigué y subí a un autobús en el corralón, luchando con el sueño.
Me había desacostumbrado a levantarme antes de que amaneciera. Me senté
tiritando, y me alegré cuando el mayordomo finalmente encendió el calentador
del autobús, al salir en dirección al sembrado. El calorcito me habría hecho
dormir a no ser por el repiquetear y las sacudidas mientras navegábamos a
través del Alisal, recogiendo a los cuadrilleros en la ruta. Al surgir el
sembrado en medio de la oscuridad, fuimos arropados por un inmenso manto gris
de niebla que gradualmente se volvió blanca y lo oscureció todo, excepto el
suelo alrededor nuestro. Lamenté no haber traído guantes, anticipando el adormecimiento
que sentiría al manipular las frías y húmedas hojas. No estaba equivocado.
La planta de
coliflor es miembro de la misma familia del brócoli. Pero crece mucho más cerca
del suelo, como la lechuga. La flor que es comestible está rodeada por un gran
ramillete de hojas. Una vez que la misma alcanza cierto tamaño, los obreros
amarran las hojas con bandas elásticas para mantener protegida a la blanca flor
de los descolorantes rayos solares. Nosotros cortábamos la coliflor utilizando
un cuchillo del largo de un machete. La larga hoja servía para empujar a un
lado las hojas con el fin de determinar el tamaño de la flor. En ocasiones la flor
revelaba su tamaño por el abultamiento en la parte inferior de las hojas. En otras ocasiones teníamos que doblarnos para asir la
sólida flor blanca para ver si tenía el diámetro aproximado de una mano
abierta: el tamaño de corte. Al agarrar las hojas atadas, se podía mover la
planta y golpear el tallo para separarlo de la flor.
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GUERRAS DE LECHUGA
Nosotros los
cortadores caminábamos a ambos lados de un camión que llevaba grandes cajones
en los que tirábamos la coliflor con todas sus hojas. Aprendí que había dos
formas de tirarlas. Una era tomando las hojas por la parte de arriba para
lanzar la planta por debajo del brazo hacia los cajones. Ese método le daba al
cortador la opción de hacer que la planta girara, experimentando con diferentes
trayectorias. El otro método era colocar el cuchillo debajo de la planta y
empujar la flor hacia el cajón utilizando la palanca de la larga hoja del
mismo. Ese método no permitía utilizar rotación pero empleaba la fuerza de la
mano dominante. Los cajones eran un blanco amplio y una vez que se dominaba la
técnica del lanzamiento, no era difícil dar en el blanco con cualquiera de los
dos métodos.
El camión
con sus cajones se movía lentamente pero uno no se podía entretener, a riesgo
de quedarse atrás, lo que significaba correr y tirar con el fin de ponerse a la
par, haciendo que una tarea relativamente sencilla se convirtiera en algo
agotador y esforzado.
Un día,
nuestra rutina de trabajo fue quebrada por gritos y animados movimientos entre
las plantas. La gente corría afanosamente, no en una misma dirección como se
esperaba en caso que la migra se acercara; sino en forma alocada, alejándose
uno del otro como si de repente un fantasma hubiera aparecido en medio nuestro.
Entre todas las carreras y excitación escuché la palabra liebre. Vine a darme
cuenta de lo que sucedía cuando vi que un miembro de nuestra cuadrilla se
agachaba entre los surcos de frondosas plantas y se enderezaba con una sonrisa,
y con un animalito entre sus enlodados dedos. “Ya
tienes para tu pozole, compadre”, gritó alguien.
Al igual que
todos los que trabajábamos en los sembrados, yo llevaba a casa de vez en cuando
algo de lo que cosechábamos. ¡Tenía un régimen rico en hortalizas! A la
compañía no le molestaba aquello. Pero había comida en los sembrados que no era
necesariamente la cultivada en aquellas fincas. Yo le pasaba por el lado a
algunas plantas que consideraba otra mala hierba más. Pero lo que era una mala
hierba para alguien, constituía un nutritivo alimento para un conocedor. Los
que eran del campo mexicano conocían muchas plantas que crecían silvestres. A
menudo llevaban a casa “yerbajos” como lechuga
del monte un tipo de lechuga silvestre que crece en tallos con puntiagudas
hojas tiernas; también verdolaga¸ una
suculenta con hojas delicadas cubiertas de vello y con tallos gruesos y
jugosos. En más de una ocasión, fui estimulado a recoger de los sembrados un
ramillete de esas plantas, pero rehusé. Tenía
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mis
prejuicios citadinos en contra de todo lo que no hubiera sido cultivado para
mercadearlo. De todas formas no tenía idea de cómo preparar aquellas verduras.
Daniel
Algo bueno me
sucedió en aquella cuadrilla. Para el final de la primera semana que pasé en la
coliflor, me encontré trabajando al lado de alguien que impidió que mis días se
disolvieran en el tedio. Él era poco mayor que yo,
con un largo cabello que le llegaba por debajo de la cintura, recogido en una
cola. Era alto y tenía una contextura delicada, rasgos angulares y ojos negros
y expresivos. No hablaba español, por tanto se acercó a la única otra personas
que hablaba inglés en la cuadrilla. Me alegré de tener alguien con quien
hablar, ya que mis habilidades conversacionales en español todavía estaban en
una etapa primitiva. Él hablaba en forma lenta con una fluidez que no delataba
que el inglés no era su lengua materna.
Daniel
creció en una reservación indígena en el sur de California. Durante las semanas
que pasé con él, pude escuchar relatos impresionantes y cautivadores respecto a
crecer en una rez o reservación;
respecto a la gente que vivía allí, de sus desafíos y errores, de sus triunfos
y tragedias, de sus conocimientos y sus carencias. Aquellos eran relatos, en su
gran mayoría, de hermanos y hermanas, padres, primos, tías y tíos. Relatos
acerca de un mundo del que no sabía nada, un mundo dentro de otro donde la
gente atesoraba y practicaba tradiciones aun cuando su cultura les estaba
siendo arrebatada.
Daniel me
contó de cómo había crecido en forma salvaje en la reservación, de su alocada
juventud y del conocimiento del mundo y de las cosas que otras generaciones le
habían trasmitido. Él me contó de la recolección ritual de semillas de pino y
piñones, describiendo el proceso con gustosos detalles. Él describió la cacería
y el respeto por las presas.
Me habló de
las escuelas con internado para los indios donde autosuficientes instructores
les predicaban a los alumnos el valor de aprender las costumbres de la sociedad
externa, y de los castigos menores que se les imponían a los que practicaban
costumbres de los indios, especialmente a aquellos que empleaban el idioma que
habían aprendido en sus hogares. Él describió aquellas escuelas de internados
que parecían cárceles, donde los alumnos eran considerados con temor por la
sociedad en general; del hecho de
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estar
separados de sus familias. Él habló de familiares que descendían al abismo de las
drogas y del alcohol, o de ambos; de la corrupción entre las autoridades
tribales; de las desquiciadas acciones auto destructivas que parecerían algo
cómico, si no fuera por los resultados trágicos para los actores involucrados..
Uno de los
relatos que hizo se refería a un pariente, creo que un tío, que cuando joven se
rebeló en contra de la familia y de las tradiciones para irse a vivir a una
ciudad. El tío se sintió avergonzado y apenado de su “atrasado” trasfondo indio
y decidió abandonar el mismo para asimilarse en la sociedad que le parecía
superior a la suya. Su tío se las arregló bien durante los primeros años de su “exilio”,
pero después de un tiempo comenzó a sentirse distanciado de la sociedad que él
había adoptado. Pensó que las críticas dirigidas a su medio social indígena
tenían algo de justificación en el hecho de que el mismo se había aferrado a
costumbres retrógradas y sin sentido. Pero fuera de la reservación, encontró
una discriminación que no tenía que ver con la vida de los americanos nativos,
sino que estaba relacionada únicamente con la apariencia que él y otros tenían.
Aprendió que la sociedad moderna era poderosa; pero que también era ciega y
estúpida en la forma en que utilizaba los recursos sin prestar atención a las
consecuencias, y que no respetaba la vida humana ni la vida animal. Sobre todo,
él comenzó a cuestionar el temerario desprecio, o la desconsideración por la
naturaleza; como si la misma fuera un contrincante que debía ser vencido, en
lugar de constituir una maravillosa realidad que debían ser entendida y
cuidada. Su desilusión fue en aumento así como su aprecio por su mal
considerada tribu y sociedad.
Luego de
experimentar aquella hostilidad en el mundo al que había intentado escapar,
decidió defender su cultura nativa que con todos sus defectos y deformidades le
parecía una alternativa más cuerda. Por tanto, regresó a la tribu y comenzó a
abogar para que se conservaran las tradiciones tribales. Aquella fue una lucha
cuesta arriba, debido a que las fuerzas que lo habían expulsado del rebaño se
hacían más fuertes cada vez. Pero al mismo tiempo había corrientes en contra.
El movimiento a favor de los derechos civiles y las luchas que surgieron de
muchas etnias oprimidas, entre ellos los indios norteamericanos, fortalecieron
sus convicciones de que no se debía creer en la superioridad de la sociedad no
india. Los relatos de ese tío, produjeron una profunda impresión en Daniel,
quien no había perdido de vista el valor de su cultura, aun cuando se vio
forzado a abandonar la reserva india para encontrar empleo y
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alejarse de
las prácticas autodestructivas en las que habían caído algunos miembros de su
pueblo.
Escuchar a
Daniel ocupaba gran parte de mis horas de trabajo, haciendo que pasaran con un
placer que opacaba las mismas tareas que realizaba. Me puse a rebuscar en mi
memoria relatos concernientes a mi crianza, con los que pudiera devolverle el
favor, pero me quedé con las manos vacías. O, en todo caso surgieron demasiado
pálidos al compararlos con la trama de sus narraciones, al punto de que me
sentí apenado por los mismos y le cedí el tiempo a sus recuerdos que eran
abundantes y elocuentes.
Una mañana
llegué al corralón de trabajo y Daniel no se encontraba allí. Jamás lo vi o
supe de él.