Capitulos Uno y Dos: Guerras de Lechuga (Borrador)




Guerras de Lechuga 

Traductora: Alba Cruz-Hacker


Para todos aquellos decepcionados con el atrofio de nuestro presente.
Para aquellos que reconocen la posibilidad de alcanzar
un mejor futuro para la humanidad.
Y especialmente para aquellos con la audacia de soñar y trabajar,
con el valor de vivir y morir para crear un mundo sin explotación y opresión.
Para el futuro, cuando nuestros nietos y las generaciones que nos siguen pregunten con incredulidad,
 “¿De verdad que existía un sistema que permitía que alguna gente viviera de la explotación laboral  de otros?  ¿Cómo pudo pasar eso?”


RECONOCIMIENTOS
Ante todo, como tuve el privilegio de ser parte de uno de los movimientos sociales más importantes de nuestros tiempos, es a los trabajadores agrícolas, y a todos los que lucharon mano a mano con ellos, a quienes les debo este reconocimiento. Por lo tanto es mi más ferviente deseo que esta obra sirva como un reconocimiento, aunque limitado, para honrar a aquellos que fueron protagonistas de este movimiento.
En cuanto a la multitud de individuos que contribuyeron para que este trabajo fuera posible, sólo mencionaré a algunos por sus nombres. Uno de ellos es mi sobrino, Stven Stoll, cuyo ánimo, apoyo y oportunos consejos me motivaron a salvar los obstáculos de este proyecto. Otro es Mickey Hewitt, cuya amistad abarca décadas y quien generosamente me brindó su tiempo y sus conocimientos, leyendo, discutiendo, asesorando y compartiendo sus experiencias. Un tercero es Rafael Lemus, uno de esos labradores “ordinarios”; un líder sin quien no existiría el movimiento. Estoy agradecido por las horas que pasé escuchando sus historias; un breve segmento de las cuales he incluido en este libro. Rafael falleció en mayo del 2010. Finalmente, Aristeo Zambrano y Mario Bustamente, quienes en mi humilde opinión son, entre los líderes de los sindicatos de la tropa de labradores agrícolas en la región de Salinas, el más importante legado del movimiento. Esta obra se benefició de sus experiencias, sagacidad, y de su contagiosa pasión por la justicia social.
También extiendo mi gratitud a los tantos otros agricultores, veteranos de la década de los 70s, que compartieron sus historias y opiniones en sus hogares, en las calles, en diferentes lugares como la tienda de donas Kristy’s  y en el Hotel De Anza en Caléxico, en donde tuve el honor de escuchar las memorias y observaciones críticas de aquellos que dedicaron toda una vida a la labor agrícola. También siento mucha gratitud por las docenas de trabajadores en Salinas, Huron, Coachella y Caléxico, quienes dedicaron parte de su tiempo para  compartir con un extraño y su libreta en mano, sus perspectivas, experiencias, desagrados, y a veces sus experiencias jocosas de la vida en los sembrados de hoy. A ellos les debo una declaración contundente que, la lucha en contra de este monstruoso y explotador sistema de apartheid continúa.
Por supuesto, estoy en deuda con mis maestros colegas y amigos  que leyeron el manuscrito en diferentes etapas, ofreciéndome sugerencias, consejos, y sobre todo, ánimo. Su apoyo y entusiasmo a menudo sirvieron como antídotos a las paralizantes dudas que de vez en cuando surgieron en mi mente. También estoy en deuda con el historiador Sid Valledor, porque durante nuestras largas conversaciones aprendí mucho sobre las contribuciones de los labradores filipinos al movimiento de los 70s.
William LeFevre, en la Biblioteca Reuther de la Universidad Wayne State, hogar del archivo de la UFW (“United Farm Workers of America”), también me brindó su invaluable asistencia cada vez que la solicité. Además de los bibliotecarios desde un punto hasta el otro en el Valle Central de California, quienes aliviaron mi dificultosa jornada por los archivos de microfilm. Asimismo quiero reconocer a mi gran amiga y ex colega, Maria Roddy, y al personal de la biblioteca Salinas Steinbeck, cuya lucha y empeño han mantenido las puertas de esas bibliotecas abiertas; y cuyo cuidado y meticuloso trabajo han preservado una invaluable y bien organizada colección de materiales sobre los años de las guerras de lechuga, en la década de los 70s.
El hambre constante por tacos de Frank Bardacke fue el inicio de todo para mí, en el 1971. Los conocimientos sobre la labor agrícola de Bardacke; además de su invaluable trabajo de investigación y escritos sobre la historia de los labradores, han enriquecido mi entendimiento; como también lo han hecho las obras de Ann Aurelia Lopez y Miriam Pawel, entre otros.
En sus obras, Bob Avakian ha defendido con audacia la revolución; osando avanzar una teoría revolucionaria y fortaleciendo así nuestra esperanza, que nuestra maltrecha y difamada humanidad tal vez pueda forjar un futuro transmutado y nuevo. A su visión y constancia, le debo mucho.
No puedo concluir sin antes reconocer a mujeres como Guillermina, Angelina, y Juanita, cuyos espíritus han sido un poderoso, aunque poco reconocido, motor en la lucha de los labradores agrícolas. En el pasado, ellas fueron parte de mi inspiración y continúan siéndolo. Ningún movimiento genuino, que busca justicia social o liberación en los campos de sembrados, o en el mundo, puede ser concebido sin la participación y la energía liberadora de tales mujeres.



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INTRODUCCIÓN
SAN FRANCISCO, 1984

Había llegado el crepúsculo, unas horas antes de que mi turno terminara. La línea de taxis frente al Hotel St. Francis en San Francisco era el juego de azar de siempre. Quédate en la fila y toma tus chances o recorre las calles en busca de pasajeros y espera ser rebotado por toda la ciudad como una bola de ping-pong. Te pusiste en línea porque, como la gente que juega con las máquinas tragamonedas, siempre existe el chance de que te ganes el premio gordo. Aquí inviertes tus minutos, no tu dinero, pero la anticipación es similar. Un viaje al aeropuerto representa la mejor bonanza. Es mejor apostar aquí, frente al hotel, que rondar las calles o tomar tus chances con las llamadas del radio portátil montado en el tablero. Y de hecho, un radio mañoso.  Aunque en el St. Francis puedes fácilmente quedarte esperando por quince o veinte minutos para conseguir un pasajero hasta el Embarcadero, por sólo $5.
     Este es uno de los dolores de cabeza, y una de las atracciones, de conducir un taxi: Los dados siempre están rodando. En un trabajo por hora tienes la seguridad de saber lo que te vas a llevar a tu casa al final del día. Un taxista nunca sabe. No importa lo malo del día o aún de la semana, el chance de ganarte el aventón grande anda detrás de cada llamada y de cada “seña.”
     Las compañías de taxi de San Francisco sitúan la seducción de jugársela en el mismo medio de la descripción de trabajo del taxista cuando, en el 1978, respaldaron una proposición electoral que ganó el favor de los votantes y que resultó en el establecimiento de un acuerdo de arrendamiento. De repente, los empleados de las compañías de taxi eran “contratistas independientes.” ¡Independencia! Uno de esos términos seductores que ocultan las realidades menos atractivas, como la pérdida de beneficios de salud y de retiro provistos por la compañía. En fin, la pérdida de todos los beneficios. Independencia, ¡Sí, claro! Te quedas por tu cuenta, y ¡buena suerte!
 

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     Mientras la línea en el St. Francis se deslizaba lentamente hacia adelante, y mi taxi avanzaba por pulgadas hacia el frente de la jauría, mantenía mi vista en los huéspedes que partían de la puerta de entrada. Este con maletas, aeropuerto; aquel en ropa casual, probablemente en camino al Embarcadero; detrás de ellos la mujer bien vestida, aferrada a una bolsa de Macy’s, quizás de regreso a su casa en la Marina o en Russian Hill.
     Cuando un hombre alrededor de los cuarenta, ataviado en traje y corbata, salió por la puerta llevando una maleta de mano y un portatraje, expectación corrió por mis venas. Y cuando llegué al primer lugar en la línea y escuché el trancazo de mano abierta del portero en el baúl de mi Taxi Desoto, me sentí agradecido— un pasajero al aeropuerto, ¡por fin! Mi irritación con la extendida y hambrienta mano del portero (gesto hecho con mucha delicadeza para que el cliente no se diera cuenta), mientras colocaba el equipaje en el baúl, se molificó con la seguridad de un viaje de $30.  Inmediatamente empecé a calcular mis opciones: podía jugar la ruleta del aeropuerto o volver pelado de regreso a la ciudad.
Mi pasajero se instaló en el asiento trasero y nos dirigimos por Powell hasta Ellis. De ahí bajamos a Stockton, cruzando la calle Market, hasta entrar a la autopista por la Calle 4. Mirando a mi benefactor por el espejo retrovisor, le pregunté, “¿Qué línea aérea?” Y él me respondió, “United”. El hombre tenía la cara corpulenta de aquel no extraño a la mesa de comer. Llevaba su cabello castaño en un estilo corto, pero lo suficientemente largo como para peinárselo para un lado. Estaba bien afeitado, sin ningún vello facial. Un comerciante o un abogado, supuse. Este no era un turista. Se veía demasiado práctico y sensato para serlo.
  Yo estaba en mis primeros años como taxista. Todavía me fascinaban las conversaciones y siempre anticipaba algún intercambio interesante o alguna historia para pasársela a mis amigos taxistas, en el lote en donde esperábamos para entregarle al despachador nuestras hojas de ruta, las entradas y los sobornos (propinas) del turno.  La apreciación y el entusiasmo para hacer el oficio (algo que caracteriza los
primeros años en el trabajo y quizás para algunos la atracción permanece por más tiempo) se desgastaba gradualmente dentro de mí,

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como los neumáticos de mi taxi, por las implacables obligaciones del tráfico, por la tiranía de la repetición. 
     Puede que sea cierto que cada persona que se monta en un taxi es potencialmente una historia. Pero como cualquier labor de minería, toma energía y esfuerzo el recuperar una pepita de oro en medio de la escoria del parloteo normal.  Ese día, mi energía se elevó un poco, vigorizada por la buena fortuna de que me tocara una tarifa al aeropuerto. Así que excavé.
  Me enteré que mi pasajero regresaba a Chicago, o quizás era Nueva York, después de varios días de reuniones. “Me encanta tu ciudad”, me dijo como muchos visitantes suelen decir. “Pero no pude ver casi nada esta vez. Demasiadas reuniones largas.”
     ¿Y qué tipo de reuniones eran? “Pues negocios de abogados, hombre, estrategias legales y todo lo demás.” Ah, un abogado, como yo pensé, pero lo de “hombre” en medio de eso me hizo pensar en algo menos derecho que lo que su apariencia daba a ver. Estaba buscándole otro mango a la conversación cuando él ofreció, “Me estaba reuniendo con algunos de los productores agrícolas locales. Bueno, no exactamente locales, de Salinas. ¿No es muy lejos de aquí, verdad?” “No, no muy lejos”, le contesté y luego indagué, “¿Qué tipo de productores?” “De lechuga y vegetales”, me informó, “buscando cómo salirse de sus contratos con los sindicatos de obreros”. 
     “¿Y usted es parte de eso?” le pregunté. “Sí, asesoría legal, estrategias, ese tipo de cosas. Esos contratos son acuerdos legalmente vinculantes. No se pueden deshacer así por así. Hay asuntos que deben ser considerados.” Pausó, dándole palmaditas al bolsillo  de su saco, como si estuviera asegurándose de que no se le había olvidado algo. ¿Su boleto aéreo, tal vez?
     “Y si las compañías dejan de hacer negocios y después vuelven a operar bajo un nombre diferente, ¿entonces no tienen que cumplir con los compromisos legales de la compañía previa?” En el retrovisor, sentí la mirada de mi pasajero. “Suena como que tienes una mente legal. Puede que estés en el negocio equivocado.” Se rio.    
     “Bueno, he escuchado que cosas así están pasando en Salinas”, le dije. “¿Lo leíste?” me preguntó.  “Sí, algo así. Pero no recuerdo dónde.”

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En realidad sabía bastante de Salinas, de los sindicatos de labradores y de los productores de lechuga. Había pasado la mayor parte de la década anterior trabajando en los campos de lechuga, y conocía a gente que aún laboraban ahí. También sabía que las cosas iban por mal rumbo para ellos. Pero no quería ponerme a explicar todo eso. Quería escuchar lo que mi pasajero tenía que decir.
  El abogado fue franco. Discutió deshacerse de los sindicatos como otro en su profesión explicaría la escritura de un testamento o la elaboración de un contrato.  Él estaba interesado en cuestiones técnicas y legales, como un arquitecto carcomido por los detalles de diseño e ingeniería de un edificio; no sobre cómo se vería afectado el vecindario en donde el mismo ha sido construido. O como el tecnócrata diseñando una bomba: absorto, indiferente, o más bien aislado de las consecuencias letales de su arquitectura. Pero también había un toque de cinismo en sus palabras, como si él supiera que había algo contaminado en su negocio.   
  La conversación había tomado un giro inesperado, y encontré el viaje, el cual yo había pretendido concluir lo antes posible, demasiado corto como para satisfacer mi curiosidad. Disminuí levemente la presión de mi pie sobre el acelerador mientras los nombres Hanson, Sun Harvest, Cal Coastal, Salinas Lettuce Farmers Co-op y otros desfilaban de la boca de mi pasajero. Él veía abogados aburridos, trazando notas en cuadernos de tamaño legal, y a los bien vestidos representantes de los productores agrícolas, discutiendo estrategias legales. Yo, en cambio, imaginaba a los autobuses recién pintados y  repletos de labradores; e imaginaba a esos mismos labradores en los campos de lechuga, con sus cuchillos asomándose en sus bolsillos traseros, o parados en la calle en el frío de la mañana, tratando de conseguir un trabajo con la misma trepidación de soldados derrotados en batalla y que viven con la esperanza de recibir un tratamiento indulgente por parte de sus captores.
     Cuando llegamos al carril de United, abrí el baúl y coloqué su equipaje en la acera. Entonces le dije lo que sentía que debía decirle. Tan sólo para aliviar algo de la presión que se había acumulado en mi pecho durante el viaje.

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“¿Sabe usted que cuando los dueños de las fincas disuelven los contratos con los sindicatos, los labradores  pierden su jerarquía, sus beneficios de salud, y hasta sus trabajos? Esto crea un sufrimiento real; no sólo a ellos, sino también a sus familias y a sus hijos. Todo el mundo se ve afectado. Además, esos contratos fueron ganados después de una larga y ardua batalla.” El abogado levantó la vista de su equipaje y me dio dos billetes de veinte. “Nadie prometió que la vida es justa,” fue lo único que me dijo. Y yo pensé, osadía es fácil cuando no es tu espalda que está aplastada en contra de la tierra. Con un breve encogimiento de hombros, el abogado me miró. Por un momento parecía como que iba a decirme algo más, pero levantó su maleta y portatraje de la acera. “Quédate con el cambio, colega”, me ofreció y se fue a tomar su vuelo.  


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1                      1.   LA CUADRILLA DE DESHIJE
                            O LOS AGACHADOS
Seaside, California, Primavera 1971
APESAR DE LA SERIEDAD DEL ASUNTO traté de no reírme. “¿Tú quieres que le prenda fuego a este lugar?” Ben ni me miró. Sus ojos permanecieron fijos en la pared adyacente al cuarto de refrigeración, en donde tenía los sacos de arroz y frijoles, y las latas de chile para los chiles rellenos. Sus ojos reflejaban su agotamiento y su voz una desesperación profunda. “Rosa por poco se suicida hace dos noches”, me dijo. “La bala estuvo así de cerca de su corazón.” Me mostró sus dedos con sólo una pulgada separándolos. “Hemos estado teniendo problemas, ¿sabes?” Yo sabía. ¿Pero Rosa con una pistola en contra de su corazón? La imagen me parecía irreal.
     Sabía que la situación era difícil. La Autopista No.1 ya no pasaba por Seaside, así que el tráfico no fluía por el distrito comercial como cuando Ben y Rosa abrieron su pequeño restaurante en Fremont Boulevard hacía unos años atrás. Antes de eso, su primer restaurante había sido desplazado de su sede original cuando la renovación urbana arrasó con todo un vecindario, transformándolo en una ridícula plaza de automóviles en medio de la ciudad. Y ahora parecía que iban a perder este lugar también. Rosa, abatida por problemas de dinero, o quizás por otras cosas que yo desconocía, apuntó una pistola a su pecho, respiró profundo, y disparó una bala que atravesó su cuerpo con sólo un suspiro previniendo que acabara, para siempre, con su aliento.
Ben dirigió su mirada hacia la puerta que unía la cocina con el área de comida para llevar, al lado del pequeño estacionamiento, y me comentó, “Con el dinero del seguro puedo empezar de nuevo. Es más, te podría dar unos cuantos miles”. Sus manos grandes descansaron en su regazo, sobre el delantal que usaba cuando cocinaba.


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“Ben”, le respondí. “Margaret vive en el piso de arriba. Otra gente vive arriba. ¿Qué tal si alguien muere?” Margaret, una madre soltera y la mesera del restaurante, había trabajado para Ben y Rosa desde que el restaurante se mudó a Fremont Boulevard. Su apartamento estaba justamente encima del restaurante. No que yo hubiese considerado el complot de Ben aunque ese no fuera el caso.
Ben me miró a los ojos por primera vez desde que el tema surgió pero inmediatamente esquivó mi mirada. “Tienes razón, Bruce, es una idea loca.”
Y pensé, ni te imaginas cuan loca, Ben. Ni te imaginas. Pensé en varios días atrás cuando tuve que ir al trabajo recostado en el asiento trasero del carro del abogado de la Asistencia Legal Rural de California, la CRLA, para evadir a la policía que había ido a buscarme a mi casa. No le había dicho nada a Ben, y ahora no estaba seguro si debía comentárselo. Tampoco sabía si debía contarle que había estado en la cárcel de Seaside por una boleta de infracción corregible. O sobre el cuartito con barras en aquella cárcel, en donde le grité obscenidades a uno de los policías quien parecía encontrar mi desasosiego súper divertido. O sobre el agente de la FBI quien convenientemente se apareció después de mi encarcelamiento y quien sólo quería que le contestara unas “simples” preguntas sobre mis “asociaciones políticas”. Me burlé de sus preguntas y le respondí con petulancia. En aquel entonces era demasiado joven e insensato como para mantenerme callado; demasiado ingenuo como para realmente comprender cuánto me protegía el privilegio de mi lugar de nacimiento; cuánto me reguardaba ese simple detalle de la realidad que él representaba. Pero no tan ingenuo como para no darme cuenta que alguien me andaba vigilando.
No le dije nada de esto a Ben. Él tenía suficientes cosas que lo preocupaban, con una esposa en el hospital y un negocio a punto de hundirse. Y bueno, como joven al fin, yo le tenía algo de desconfianza a la gente mayor.
“Sabes que no puedo seguirte empleando, ¿verdad?” Me dijo Ben. “Quizás dos semanas pero no más”. “Lo siento.” le contesté. Y de verdad que lo sentía. Ben y Rosa me caían muy bien y me gustaba

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cocinar en su restaurante, aun cuando estaba súper ocupado y era un reto seguirle el ritmo a las órdenes: enrollando enchiladas y friendo rellenos, preparando los frijoles y el arroz y entonces poniéndolos en un plato y cubriéndolo todo con el queso rallado en  la cacerola de acero inoxidable; sacando los platos calientes de la estufa, colocándolos sobre la mesa desde donde los meceros los recogían con sus respectivas órdenes sujetas debajo del plato; y luego, con el mismo movimiento, haciendo que otro plato desapareciera en la cueva oscura y caliente.
A veces, aun lavar platos o limpiar pisos eran juegos. Me encantaba cuando Zoraidita, la hija de Ben y Rosa cuyo nombre el restaurante llevaba, andaba por el sitio. Si no estaba muy ocupado, cogía el trapeador y bailaba por toda la cocina hasta que ella se reía tanto que se tiraba al piso, deleitada de ver a un adulto actuando tan destornillado. También me gustaban las veces cuando mis amigos venían a la ventanilla de comida para llevar y yo les daba tacos y nachos de gratis, aunque tampoco le iba a mencionar eso a Ben.  
Pero otras veces me sentía muy molesto. No por el trabajo o por el calor de la cocina, pero por la música que se insinuaba los viernes y sábados por la noche desde la barra de los Okie güeros que quedaba al lado. Lo que más me fastidiaba era la canción de Merle Haggard, “El Lado Peleador Mío” (“Fightin’ Side of Me”), a todo volumen como si fuera un himno; un himno para todos los ignorantes. Y los ignorantes la tocaban una y cien veces hasta que yo quería tirarle un sartén a la pared que permitía que el sonido penetrara.
     Mis días como cocinero estaban por concluir cuando FJ se apareció en la ventanilla de comida para llevar. Enrique, mi compañero en la cocina, y su novia, estaban sentados en el área de comida rápida y yo no iba a estar regalando ninguna comida frente a Enrique. Además, me estaba sintiendo un poco culpable por el aprieto en que Ben y Rosa se encontraban, así que tenía que cobrarle los tacos a FJ, aunque a él no pareció importarle. De hecho, estaba de muy buen humor; no algo raro para FJ, a quien le encantaban los chistes. Él sabía sobre nuestros problemas en el restaurante y que yo


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pronto iba a tener que buscar trabajo.
Ambos éramos refugiados del movimiento radical de Berkeley. Yo había llegado a Seaside a finales del invierno del 1969, a trabajar en un proyecto en contra de la guerra de Vietnam en uno de los cafés de los GI, con algunos soldados que habían servido en la guerra y otros que aún estaban en servicio activo. FJ, veterano del movimiento anti-guerra, se había mudado hacia el sur, a la Península de Monterey, con visiones de combinar sus pasiones por escribir, el béisbol y el activismo político. Nos conocimos unos meses después de que el café GI en Seaside abriera sus puertas, a principios del 1970. 
“Creo que te tengo una propuesta que te va a gustar”, me comentó FJ. “Los otros días le di un aventón  a un tipo cerca de Ord. Lo llevé hasta Monterey y hablamos por el camino. Me dijo algo bastante interesante. ¿Te acuerdas de la huelga en Salinas el año pasado?”
     Sí, yo sabía de César Chávez. Rosa tenía un artículo sobre él en la pared del área de comida para llevar. Y el Valle de Salinas, una de las principales áreas agrícolas del estado, estaba muy cerca de Seaside; Sólo un poco más arriba por la misma carretera. La primavera anterior había ido a Seaside con unos cuantos GI y con otros activistas civiles, desde Fort Ord hasta Salinas (una de las raras veces que había estado ahí), para servir como oficial de seguridad en un mitin de labradores agrícolas en donde Chávez había hablado. Yo era parte de un grupo llamado Movimiento para una Fuerza Militar Democrática, o MDM, como es conocido por sus siglas en inglés. El movimiento fue ideado por los soldados de la Marina en Camp Pendleton, y luego se extendió hasta Fort Ord y más allá. Alguien en el grupo había hecho arreglos para que ayudáramos a los labradores, así que nos aparecimos al mitin con los GI en ropa civil, en camisetas y brazaletes del MDM. Cuando llegamos, los organizadores nos mandaron a recorrer el campus de la universidad, a ver si espiábamos a cualquiera que estuviera causando problemas. Los rumores eran que los productores agrícolas habían amenazado que iban a interrumpir el mitin. Así que estábamos en guardia alrededor del mitin, y en el techo de un edificio cercano Aunque no estábamos seguros a quién

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exactamente era que debíamos estar velando. Al fin de cuentas el mitin se realizó con relativa tranquilidad, al menos en cuanto a interrupciones se refiere.
Pero aparte de ese mitin, yo desconocía lo que pasaba en los campos de Salinas. Aquella primavera nuestro enfoque eran las protestas estudiantiles que se manifestaban por todo el país, en respuesta a  la invasión de Camboya.  Los soldados y los ciudadanos civiles del MDM, como yo, llegamos al Teatro Griego, en el campus de la Universidad de California en Berkeley, como invitados de los estudiantes en huelga. Malik Shabazz, uno de los soldados líderes de Fort Ord, se dirigió a los miles de estudiantes abarrotados en aquel teatro, agradeciéndoles por su rebelión en contra de una guerra que contraponía a personas pobres y viviendo bajo opresión en los Estados Unidos con personas que ellos no tenían ningún interés o derecho en pelear. 
Unos días después nos aparecimos en la Universidad de Stanford también, justo cuando la olla estaba a punto de desbordarse. En uno de los auditorios los estudiantes más conservadores, que para entonces argumentaban un punto de vista pacifista, debatían a los estudiantes más radicales sobre los pasos a tomar después que Nixon invadió a Camboya, y proponían realizar una sentada o algo parecido en forma de protesta. Los estudiantes radicales no estaban de buen humor y querían una acción más decisiva, como sacar del campus al ROTC o Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de Reserva de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
     La indignación era palpable en el aire y penetraba hasta los huesos. La guerra seguía escalando a pesar de que Nixon había prometido que iba a empezar a traer a las tropas de regreso a sus hogares. El público estaba furioso por los bombardeos secretos en Camboya, cuyo alcance y  mortandad apenas empezaban a relucir a la luz del día. Los estudiantes radicales, la mayoría de los presente en aquella reunión, estaban prácticamente hirviendo, pero querían escuchar lo que los soldados en medio de ellos tenían que decir sobre la situación. Los GI también estaban descontentos y amargados. La mayoría eran veteranos de Vietnam, enojados porque
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sentían que ellos habían peleado por una mentira. Y como tal estaban atraídos al espíritu indignado de los estudiantes y al análisis radical del Sistema que los había enviado a combatir.
El 1968 había sido un punto de descarrío. La Ofensiva del Tet en enero había extinguido la “luz al final del túnel” que el Presidente de los Estados Unidos, Lyndon Johnson, insistía que veía. El asesinato de Martin Luther King Jr. en abril, y la revuelta que siguió, inflamó los fuegos de rebelión en los ardientes corazones de jóvenes en y fuera de uniformes militares. Muchos estaban convencidos que no valía la pena defender al régimen existente. De hecho, muchos de los GI estaban concluyendo que habían estado apuntando sus armas en la dirección equivocada; que sus enemigos eran en realidad aquellos que les habían dado las órdenes. Como resultado, lo que los soldados dijeron en ese auditorio en Stanford atizó las llamas. Al elevarse la temperatura, uno de los miembros del personal docente nos dijo que era prudente que nos fuéramos antes de que la mierda empezara a salpicar. Nos fuimos. Y salpicó.
      No mucho después que regresé a Seaside, recibí noticias que los estudiantes en Stanford ¡le habían prendido fuego al edificio del ROTC!1 En el café GI y en la base militar las cosas seguían frenéticas. Todo ese verano enfrentamos numerosos intentos de sabotaje y diferentes tentativas para deshacer la organización, la cual había crecido rápida y dramáticamente. Para nosotros, la huelga de labradores agrícolas de aquel distante agosto de 1970 era un eco lejano.
    “Entonces, ¿qué dijo el tipo que le diste el aventón?” Le pregunté a FJ. “Pues me comentó que había pasado unas semanas trabajando en los campos en Salinas. ¿Sabías que ahora hay una oficina de empleo del sindicato? La abrieron después de la huelga; parte del contrato y todo eso. Podemos conseguir trabajo a través del sindicato, ¡en los campos!” FJ se rio y se rio, agarrándose la barriga. “Sería fantástico, ¿verdad?”
     Aunque yo no lo viera de esa manera, no se lo iba a admitir por nada. FJ estaría más que dispuesto a contradecirme. Yo no tenía ni la menor idea de lo significaba trabajar en los campos. Pero necesitaba un



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trabajo, y en realidad la idea de trabajar en los campos, en medio de labradores, me parecía interesante y estupendo.

Cuando le dije a Ben mi decisión de irme a trabajar a los campos de lechuga, me relegó con una mirada paternal. “Bueno, unas cuantas semanas allá afuera no te harán daño”, me comentó, dándome la impresión de que él no creía que yo iba a durar mucho. En cuanto a eso, yo no tenía ni la menor idea si iba a durar o no. Sólo sabía que con el cierre del café GI, y como la mayoría de los soldados organizadores (aún activos en sus servicios militares) estaban regresando a sus hogares, no había nada que me atara a Seaside.
Despachado
Así que un lunes en abril, FJ y yo nos dirigimos hacia el suroeste de Seaside, por la carretera de Monterey-Salinas. La Autopista 68 cruza un estrecho valle que circunvala la pista de carreras de Laguna Seca y a Fort Ord. También pasa por las ondulantes colinas de las Montañas Santa Lucia, las cuales forman el borde oriental del Valle Carmel. En River Road, la autopista atraviesa un amplio y fértil valle que se origina en la Bahía de Monterey, en su punto norte, y que se extiende ochenta millas al sur, hasta después de San Ardo.
Salinas se encuentra al extremo norte del Valle Salinas, a unas cuantas millas de la bahía pero lo suficientemente cerca como para recibir sus brizas frescas y húmedas. La ciudad está situada a ambos lados de la Autopista 101, que es el moderno retoño de la vía  que era, durante la colonia española, El Camino Real.
Encontramos a la oficina del sindicato de los trabajadores agrícolas en la calle Wood, en un edificio que había sido una oficina de correos; a media cuadra de la calle Alisal, en el distrito con el mismo nombre. La oficina no era más que un salón amplio, con sillas y banquillos colocados al azar a lo largo de sus paredes. Como una docena de hombres y mujeres en ropa de trabajo estaban sentados en pequeños grupos a lo largo de su perímetro. Luces fluorescentes

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colgaban del techo, conectadas por varillas de metal. En la pared del fondo, un enorme rótulo pintado a mano proclamaba “¡Viva La
Huelga!”, y en la pared adyacente, un estante de revistas estaba repleto de periódicos y folletos en inglés y español.
Varias ventanillas provisionales al final del salón aparentaban como que acababan de ser martilladas usando madera de pino y contrachapado. Arriba de uno de los huecos rectangulares un pequeño rótulo escrito a mano decía, “Despachos”.
FJ y yo esperamos en la corta línea que avanzaba lentamente. Cuando llegamos al frente, una mujer como de treinta años de edad nos saludó calurosamente y nos preguntó, “¿Están aquí para trabajar?” Los dos asentimos con la cabeza. Ella se nos quedó mirando por varios segundos, esperando quizás que nos diéramos cuenta que habíamos cometido un error. “Tenemos trabajos deshijando y escardando, ¿está bien?” Asentimos otra vez.
“Soy Gloria”, nos dijo mientras llenaba los papeles para despacharnos a trabajar. “Bienvenidos a nuestro nuevo sindicato. ¿Saben que después del último contrato el pago por hora es de $2.10? Es el más alto en todo el valle”. Gloria nos brindó una sonrisa brillante y nos entregó nuestros papeles de despacho. “Tienen que pagar los aportes sindicales por adelantado”. “¿Y cuánto es?” preguntó  FJ, metiéndose la mano al bolsillo en busca de su cartera. “Son $10.50 por tres meses. Le pedimos a todos que paguen por adelantado, así nadie los molesta por tres meses”. Ninguno de los dos le comentamos lo que pensábamos: ¿Qué tal si no durábamos tres meses? Y aparte de eso, apenas teníamos suficiente como para pagar un mes. “Pueden pagar después que reciban su primer cheque”, Gloria nos aseguró. “Pero no se olviden. No podemos continuar luchando sin fondos”. Otra vez, FJ y yo le contestamos con cabeceos de afirmación.
Gloria nos preguntó si sabíamos llegar a la dirección escrita en el papel de despachos, y enfrentada con nuestro silencio, procedió a dibujarnos un mapa. “Aquí es donde van a encontrar a su autobús. Tienen que estar ahí a más tardar a las 5:15.” Mi entusiasmo inicial se estrelló en contra de otra emoción, pánico. ¡Iba a tener que levantarme a las cuatro de la mañana para llegar a tiempo! Cuando
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nos dimos la vuelta para irnos, Gloria nos dijo, “No creo que ustedes
hayan trabajado alguna vez en los campos, ¿cierto?” Esta vez sacudimos nuestras cabezas y ella se sonrió. “¡Qué tengan suerte!”
El cielo estaba aún oscuro cuando llegamos al estacionamiento que Gloria nos dibujó en el mapa. El corralón, como lo llamaban los trabajadores, se encontraba cerca de la Calle Market, al lado del edificio en donde estaba alojada la oficina de la Asociación de Trabajadores Agrícolas del Estado de California. El estacionamiento era inmenso, con una fila de autobuses blancos al fondo, sus lados estampados con palabras que no podíamos leer por la distancia. Luces amarillas rebotaban en las ventanas de los autobuses, ampliando su destello y contrastando con los edificios oscuros que nos rodeaban.
Al acercarnos, pudimos leer la palabra Intraharvest estampada en letras verdes en la mayoría de los buses. También descubrimos que el corralón era uno de los principales puntos de confluencia para todos los autobuses que transportaban a los trabajadores de las empresas que habían permitido la formación del sindicato recientemente. Las empresas que no firmaron con el sindicato, o como oficialmente se llamaba, el Comité Organizador de Trabajadores Agrícolas Unidos, reunían a sus cuadrillas de labradores en otro lugar.
Ese día, por lo menos una docena de aquellos autobuses blancos y verdes de Interharvest esperaban en el corralón, con uno que otro bus de compañías como Fresh Pict y D’Arrigo Brothers. FJ y yo lo observábamos todo mientras trabajadores seguían emergiendo desde las calles laterales; sus pasos resonantes en la quietud de la mañana. Las mujeres venían vestidas con chaquetas y sudaderas. La mayoría llevaban gorras de béisbol impresas con los nombres de compañías o pueblos, con la palabra “México” o con el águila negra estilizada que era el símbolo del sindicato. Debajo de sus gorras, muchas de ellas tenían  pañuelos grandes que cubrían sus frentes, y en algunos casos sus rostros, aunque casi todas dejaban las extremos de los pañuelos colgando por sus  mejillas. Los hombres también llevaban capuchas de béisbol, o sombreros vaqueros de ala ancha, o hasta  sombreros de paja. Algunos tenían

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gorras tejidas. Como las mujeres, muchos de los hombres traían bolsones de mano en varios colores,  cargados con termos de boca grande y recipientes de alimentos. Algunos de los trabajadores empuñaban tazas de café. 
Saludos efusivos interrumpieron la quietud de la madrugada. También carcajadas y lo que asumimos eran bromas animadas por el movimiento de brazos y los apretones de mano.
Era el primer año que el sindicato organizaba a los trabajadores de los campos de vegetales; la primera temporada después de la gran huelga del verano anterior. Y quizás la rareza de ver a un par de jóvenes gringos preguntado con torpeza por tal o aquella cuadrilla coincidía con la peculiaridad del momento. Algo dramático había cambiado y ahora éramos, en cierto sentido, parte de la transformación.
Los trabajadores estaban congregados en pequeños grupos cerca de los autobuses. En uno de ellos, reconocí a Gloria de la oficina del sindicato, con su tabla sujetapapeles en mano y aparentemente tomando notas y discutiendo algo que cautivaba la atención del grupo a su alrededor.   
Por fin localizamos al autobús que nos tocaba y nos dirigimos hacia la puerta. Cuando nos subimos, el chofer se notaba claramente perplejo y los papeles de despacho que le entregamos aparentemente no aliviaron su confusión. De todas formas nos hizo señas para que nos sentáramos.
Como todavía estaba oscuro afuera, las luces interiores del autobús permanecían encendidas. FJ y yo caminamos por el pasillo, sintiendo las miradas de los trabajadores, algunas curiosas y otras obviamente divertidas. Esa madrugada, los que esperaban en sus asientos para irse a los campos variaban desde muchachas al final de la adolescencia hasta mujeres alrededor de los cuarenta; también había una que otra mujer pasada de esa edad. Casi todos los hombres eran igualmente o adolescentes u hombres mayores. Después nos enteramos que, por lo general, a mediana edad los hombres elegían trabajos a destajo porque éstos ofrecían mejor paga; aunque exigían más, físicamente hablando.

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Avanzamos hacia el fondo del autobús, pasando una que otra muchacha, unas cuantas parejas de hombre y mujer, y las que aparentaban ser madres con sus hijas adolescentes. También vimos unos cuantos hombres de diferentes edades, incluyendo a uno que nos saludó en inglés, y quien luego supimos era el representante de la cuadrilla. Al final del bus nos encontramos con la figura silenciosa de un señor en ropa oscura, con su gorra de béisbol empujada hacia atrás y fumando una pipa. El hombre se distinguía del resto porque era el único leyendo el periódico, sosteniéndolo frente a sus ojos a un ángulo, tratando de captar la luz.
     FJ y yo nos sentamos juntos en la parte trasera del autobús. Yo estaba un poco nervioso, y después de darle un último vistazo a mi alrededor, me acomodé  con mis rodillas apoyadas en el respaldo de metal del asiento de en frente.
Un momento después el chofer haló la palanca de la puerta y la cerró. Luego prendió el motor y lo puso en el primer cambio con un corto pero agudo rechín. Saliendo del lote, el autobús dio unos cuantos bandazos hasta que se unió al tráfico en la calle Market. De ahí nos dirigimos al sur, hacia los campos.
El viaje tomó algunos treinta minutos, incluyendo varias paradas que hicimos para recoger a trabajadores esperando en las esquinas de las calles. Recuerdo como hoy que el ruido del motor aumentaba o disminuía de acuerdo a su aceleración o desaceleración. Aun puedo escuchar la resonancia metálica de los cambios cayendo en su lugar, el repiquetear de las ventanas y la vibración de quién sabe qué tornillos y remaches; el estrépito de la cadena que sostenía a los inodoros portátiles que remolcábamos. Adentro del autobús, las conversaciones eran escasas. De vez en cuando alguien se volteaba para  asegurarse que los dos fantasmas todavía estaban con ellos. Éramos un par bastante extraño, FJ y yo, con nuestros cabellos claros, piel clara, y gestos anglos. El hecho de que ninguno de los dos llevábamos un sobrero puesto, bueno, eso nada más nos hacía resaltar.  



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El bus continuó su trayectoria sur en la 101 hacia las afueras de la ciudad. El tráfico era mínimo pero podíamos ver otros autobuses de
diferentes colores. Algunos tenían filas de carros detrás. Luego que pasamos un letrero que leía “Chualar” nuestro autobús se desvió de la autopista y seguimos por un camino de tierra.
El sol se empezaba a vislumbrar detrás de las montañas Gabilan. Sus destellos abarcaban el valle completo, penetrando hasta las cumbres que ascendían sobre River Road. La neblina proveniente de la costa humedecía el aire y el suelo permanecía bañado por el rocío. El aroma de los campos, las esencias de tierra y vegetales flotaban en la atmósfera. Llegarían a ser aromas muy familiares. Gradualmente, en la pálida luz de la mañana, pudimos discernir los contornos y esquemas de los campos: Algunos marrones y llanos, mientras que otros eran bandas de retoños verdes, brotando entre las columnas de tierra oscura. En los puntos más altos del camino pudimos distinguir el alcance de los campos que cubrían el valle como una gigante colcha de retazos; una colcha que se enroscaba hacia arriba en las laderas de las distantes colinas.
Nuestro autobús se detuvo en un sendero flanqueado por una zanja a un lado y por un campo en el otro. El campo estaba sembrado con hilera tras hilera de plantitas que se extendían en la distancia. De entre la neblina aparecieron otros buses llenos de trabajadores. La mayoría se estacionaron al borde de los campos pero algunos se detuvieron al lado de unas enormes efigies, oscuras e inmóviles, que después nos enteramos eran máquinas para procesar la lechuga. Félix, nuestro mayordomo, abrió la puerta trasera de nuestro autobús y procedió a sacar las herramientas amontonadas detrás del último asiento. Las fue colocando en la tierra mientras que el resto de nosotros descendíamos pausadamente del autobús.
Puerto Rico, el representante de la cuadrilla, se introdujo en inglés y nos preguntó si alguna vez habíamos trabajado deshijando lechuga. “No, nunca. Esta es nuestro primer día en los campos”, le contestamos observando el suelo humedecido y la cuadrilla que se alejaba lentamente por el sendero de tierra que se extendía desde la esquina en donde el bus

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se había detenido. Cuando el mayordomo nos entregó un par de azadones que apenas nos llegaban a las rodillas, FJ y yo nos echamos a reír. El mayordomo y Puerto Rico intercambiaron unas cuantas palabras en español. “El mayordomo quiere saber si conocen el trabajo. Yo le dije que ustedes eran nuevos, así que él les va a enseñar lo que tienen que hacer. No se preocupen, cogerán la idea, y la compañía tiene que darles tiempo suficiente para aprender,” nos aseguró Puerto Rico.
     El representante se fue caminando por el sendero de tierra hasta llegar a su hilera, y el mayordomo, un hombre de baja estatura, de unos cuarenta años de edad, con sombrero de ala ancha, chaqueta de gamuza color canela, pantalones de algodón oscuros, y botas de cuero, nos encaminó hasta el borde de las hileras de lechuguino que debíamos despejar—deshijar, aprendimos era la palabra en español.   
     El mayordomo demostró lo que teníamos que hacer. FJ y yo lo observamos agacharse sobre las plantas de lechuguino; su cuerpo doblado en un ángulo de 90 grados, sus dos pies firmemente plantados en la depresión en la tierra, entre las columnas de sembrados. Sujetando el azadón corto en su mano derecha, lo llevó al suelo con movimientos rápidos y precisos, creando una lluvia de tierra y plántulas hasta dejar, a intervalos de once pulgadas, plantitas que se veían frágiles y vulnerables en su nueva singularidad. Puso la hoja del azadón en medio de la hilera para enseñarnos la distancia que debía quedar entre las plantas de lechuga. Luego pasó su mano alrededor de los retoños, limpiando cualquier hierba que quedara. No había nada pero como quiera nos dijo en español, “Quita la yerba”. Cogió una hierba del suelo y la tiró a un lado, ilustrando con sus acciones lo que nos acababa de decir. Después de repetir el proceso por varios minutos, se puso de pie y nos hizo señas para que nosotros comenzáramos.  
     Unos minutos después de empezar el trabajo, la espalda ya nos dolía. No había pasado más de media hora y la mañana aún no se había establecido por completo. El ambiente permanecía fresco y húmedo, pero FJ y yo sudábamos, batallando mientras observábamos cómo el resto de la cuadrilla avanzaba por el campo en silencio, dejándonos rezagados. El mayordomo, Félix, tuvo que ayudarnos a terminar varias

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de las secciones en nuestras hileras y luego envió a otros en la cuadrilla para que también nos ayudaran. Tambaleamos hacia adelante,
desollando la tierra con torpeza, impulsados por la terca determinación que no nos íbamos a dar por vencidos.  
Como a las diez de la mañana escuchamos gritos, “¡Quebrada! ¡Quebrada!”, seguido por risotadas. Nos enderezamos y vimos que todos en la cuadrilla estaban acostados o sentados en medio de las hileras de lechuguinos; algunos en círculos pequeños y otros cuantos riéndose porque FJ y yo habíamos seguido trabajando después de que el receso fue anunciado. Cuando nuestras mentes finalmente registraron que nos tocaba descansar, nos tiramos a la tierra llenos de un alivio profundo.    
Ni nos movimos por varios minutos, recostados junto a los retoños de lechuga. ¿Quién hubiese creído que el tenderse en la tierra se sentiría tan maravilloso? Después de unos momentos me levanté del suelo pero permanecí de rodillas. “¡Coño, esto es difícil!” FJ exclamó. “¿En qué diablo nos hemos metido?”  “Esta es la última vez que le hago caso a los consejos de un tipo que tú recoges al lado de la autopista”, le respondí y luego pregunté, “¿Cómo crees que le fue a ese hombre cuando estaba aquí?” “¿Por qué  crees que estaba loco por irse?” FJ me contestó.  Ambos nos reímos tanto que empezamos a toser. Puerto Rico se nos acercó para ver cómo nos estábamos adaptando. “Fantástico”, le contesté, “estoy disfrutando cada minuto”. “¿Cuándo empieza el trabajo de verdad?” preguntó FJ. Puerto Rico se rio y nos dijo, “Siempre nos dan los campos más fáciles por las mañanas”. “Increíble”, le dije, “¿pero cuándo va a dejar de doler?”. Él me informó, “Cuando dejas de trabajar” y se regresó a su hilera. 
Después del receso continuamos tambaleando. Intentamos conversar pero el dolor era tal que se hacía difícil hasta pensar. De vez en cuando nos enderezábamos de nuestra posición agachada para sondear el terreno y determinar cuánto habíamos avanzado. ¡Pero qué va!, no veíamos ni el final de nuestra hilera.
Por fin, al pasar la hora del mediodía, llegamos al final de la hilera pero no sin la ayuda de varios en la cuadrilla. El mayordomo había movido el autobús y ahora estaba estacionado al final de las hileras

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de plantíos, en vez de al principio. Él esperó hasta que todos terminamos la primera pasada por los lechuguinos para anunciar el
receso del almuerzo. En seguida algunos en la cuadrilla se sentaron en la tierra con sus bolsones, ahí mismo a la orilla del camino, y empezaron a comer. FJ y yo prácticamente corrimos de regreso al autobús, en donde habíamos dejado nuestro almuerzo. Mientras comíamos sentados en el autobús, Domi, una mujer muy amable, quien creo andaba por los cuarenta, nos sirvió una taza desechable con un líquido blanco y espeso.  “Tómense esto”, nos dijo, “para la energía.” La taza estaba tibia. El líquido espeso era pudín de arroz con canela y sabía increíble. Al salir del autobús le dije “Gracias, muchas, gracias” con mi acento marcado. “Por nada, mijo” me contestó. Alguien me dijo después que “mijo” es una abreviación de “mi hijo”, una expresión de cariño.
De alguna forma pasamos el resto del día, casi sin darnos cuenta del movimiento del sol en el firmamento, de una cordillera a la otra. Indescriptible, así fue el placer que sentimos al tirar nuestros azadones en la parte trasera del autobús y cuando nos desplomamos en los asientos. Durante el viaje de regreso al corralón observamos a los campos deslizarse por la ventana, notando a todas las camionetas que regresaban al pueblo amontonadas con cajas llenas de lechuga. Cuando llegamos, nos montamos en mi carro, un Ford del ‘54 con un pequeño volante y sin la ventana trasera. Regresamos a Seaside cuando caía la noche. Comimos y dormimos, nada más.  
Nos volvimos a levantar a las 4 a.m. Preparamos unos sándwiches a la carrera y nos fuimos para Salinas. En la humedad de la mañana, las luces del carro centelleaban entre el vapor de la niebla que nos envolvía. FJ y yo comparamos nuestros diferentes dolores y concluimos que el cuerpo nos dolía en partes que nunca antes habíamos sentido. Es más, estábamos adoloridos en áreas que hasta esos momentos ni sabíamos que teníamos. Hay diferentes clases de dolores en la vida, y nos consolamos uno al otro con la idea de que al menos nuestro dolor era bueno porque no era el dolor de la

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enfermedad o la tristeza. Era el dolor que viene por hacer algo nuevo; era el dolor del crecimiento.

Llegamos al corralón y nuestros compañeros en la cuadrilla nos saludaron; aunque apuesto que algunos estaban sorprendidos de vernos de nuevo, pues suponían que no íbamos a regresar. Félix estaba entre sorprendido y decepcionado.
No pasó mucho tiempo antes de que recibiéramos nuestra primeras lecciones en Español: “¡Mucho trabajo, poco dinero!” era una frase que más de uno de los miembros de la cuadrilla consideraban importante que aprendiéramos. También volaban los chistes e insultos, usualmente dirigidos en contra del mayordomo o a la compañía. “El mayordomo es un cabrón”, nos dijo Rubén, riéndose con su hermana Maggie. Mientras nos instruía sobre la importancia de esa frase, Rubén se mantuvo erguido, así que FJ y yo nos enderezamos para poder mirarle a los ojos pues no hubiera sido propio que, como estudiantes, nos quedáramos agachados durante su lección. Rubén era uno de los pocos jóvenes en la cuadrilla y estaba deshijando en lo que su cuadrilla de cosecha empezaba a trabajar.
Como otros, Rubén se sentía más confiado y menos intimidado ese primer año, porque el sindicato había asegurado un poco mejor su posición de trabajo. “Él es un pinche barbero,” nos dijo, refiriéndose nuevamente al mayordomo; y lo de barbero no tenía nada que ver con su capacidad de cortar cabello. Un barbero, como aprendimos, era un hombre o una mujer en los bolsillos de la compañía; un lambe ojo o pasa brocha que buscaba favores de los jefes grandes. A menudo la designación era reservada para aquellos que trabajaban más rápido de lo que se consideraba razonable por el dinero que la empresa pagaba, o para aquellos que buscaban la protección o los favores de la compañía a la vez que ridiculizaban los esfuerzos para mantener la unión en la cuadrilla.   

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El Cortito

Después de sembrar la lechuga, el brócoli, la coliflor, el apio o la remolacha, por lo general en largos y densos plantíos, los mismos
deben ser despejados, creando suficiente espacio entre las plantas para promover su crecimiento. Al mismo tiempo se remueven las hierbas y malezas. Esta labor se hacía con un azadón conocido  como el “West Coast shorty” (el cortito de la costa oeste), por los trabajadores de habla inglesa, y “el cortito”, por todos los demás. Luego me educaría sobre la larga e infame historia del cortito, en los anales de la labor agrícola. ¿Cuántas espaldas había destruido? ¿Quién sabe? Es más, ¿quién había estado contando? Esta herramienta agrícola había sido muy popular en los campos por alrededor de cien años, desde cuando los chinos llegaron a los campos de California a trabajar la remolacha azucarera.
     Pero era popular más bien con los productores, no con los trabajadores. Existían crónicas de las protestas y hasta paros laborales porque los trabajadores estaban hastiados del  azadón corto. El año anterior, la huelga en el Valle de Salinas había propuesto abolir su uso. Hasta César Chávez había declarado que el sindicato tenía como meta eliminar el uso del cortito. Aun así, los productores lo defendían con vigor.
El cortito sólo puede ser usado con una mano y cuando la persona está agachada, lo que deja la otra mano libre para arrancar hierbas o cualquiera de “las dobles”; es decir, las plantitas extra que el azadón no haya eliminado. Si se usa correctamente, se supone que el azadón se pase dos veces para desenterrar las plantas de lechuga que hayan crecido en exceso y que se deje un espacio de una y media la anchura de la hoja del azadón entre las plantas que quedan. Es muy conveniente pues con una ojeada cualquier mayordomo puede evaluar su cuadrilla de agachados y determinar quién está trabajando y quién no. El contratista de trabajadores o el supervisor de la empresa, con varias cuadrillas trabajando simultáneamente, puede asegurarse con un solo vistazo desde la carretera de la eficiencia de sus labradores; una eficiencia medida por los cuerpos agachados. Trabajar agachado por
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horas causa dolores intensos y el único alivio es enderezarse. Pero a menudo el único momento en que un trabajador podía enderezarse sin correr el riesgo de ser regañado, o peor, era cuando terminaba su hilera, cuando por unos preciosos momentos podía caminar “legítimamente”, con su espalda erguida hasta que llegaba a la próxima hilera que tenía que deshijar. Así que esa breve recompensa servía para inducir que trabajara más rápido para terminar la hilera—un eficiente instrumento para acelerar la producción y también un modo efectivo de controlar y subyugar al trabajador. En otras palabras, el cortito era para la labor agrícola capitalista, lo que el látigo fue durante el tiempo de la esclavitud: A la misma vez un instrumento y un símbolo.
La Cuadrilla
Al deshijar, el dolor y la fatiga eran nuestros compañeros constantes. Sin embargo, tras el paso de los días, y las semanas, su dominio sobre nuestros pensamientos y conversaciones se fue disipando hasta llegar a ser un persistente zumbido de fondo. Como nuestra habilidad de limpiar hierbas y crear los espacios entre las plantas mejoró, teníamos más oportunidades de relacionarnos con los demás en la cuadrilla. Los primeros esfuerzos en el idioma de nuestros compañeros y maestros en el campo resultaron en miles de bromas y carcajadas. Pero FJ y yo éramos como dos cotorros, aparentemente incapaces de sentir vergüenza, así que algunos en la cuadrilla, especialmente las muchachas, no pudieron resistir la tentación y empezaron a usar su arsenal de juegos de palabras y trabalenguas a expensas nuestras.
     Un día, mientras me encontraba agachado limpiando con mi azadón las malezas de entre los lechuguinos, una joven campesina de una de las hileras cercanas, su cara cubierta por un colorido pañuelo como la mayoría de las mujeres lo hacían para protegerse del sol, me llamó la atención, ¿Qué hora son, corazón?”; su pregunta acompañada por la risa de sus amigas. Evelia Hernández era una chica como de diecisiete o dieciocho años que siempre trabajaba al lado de su mamá, y por un tiempo me estuvo bombardeando con su
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deslumbrante uso de trabalenguas, obviamente complicados aunque ella los recitaba con tan rápida fluidez que me dejaba sin palabras. Bueno, no realmente. Intenté imitarla pero sólo podía copiar las primeras palabras: “El que poco coco compra, poco coco come…”

Con el transcurso de los días, empezamos a sentirnos más cómodos con la cuadrilla, alentados por su generosidad y su amistad, sin mencionar la comida que nos ofrecían y que no podíamos, ni queríamos, rechazar. Las sopas picantes, el pozole, los frijoles pintos con trozos de jamón, el arroz con vegetales, los tacos de carne y salsa; todo mantenido calientito en los termos de boca ancha. Los alimentos que nuestros compañeros traían le daban cien patadas a los sándwiches mustios que FJ y yo preparábamos con ojos enrojecidos por el sueño en nuestra sombría casucha en Seaside. Esto nos motivó a cambiar nuestros hábitos culinarios. En especial yo apreciaba el pudín de arroz que Domi me ofrecía cuando estábamos trabajando cerca y el mayordomo gritaba “¡quebrada!” o “¡lonche!” (Ambas palabras anglicismos creados producto de la vida al norte de la frontera mexicana). Domi usualmente trabajaba junto a su hija Carmen, quien se encontraba en plena adolescencia. Ambas habían viajado hacia el norte desde Michoacán, el estado de origen de varios en la cuadrilla, y Domi no escondía el hecho de que estaba en a la búsqueda de un enlace apropiado para Carmen. Creo que en algún momento ella me incluyó en su lista de posibilidades cuando se enteró que yo era soltero y que no tenía ningún compromiso.
Poco a poco, ligando combinaciones de español, inglés, y el lenguaje de señas, y con la ayuda del representante de la cuadrilla, Puerto Rico, quien dominaba ambos idiomas muy bien, pudimos aprender algo de la vida y de las impresiones de nuestros compañeros de trabajo. Esta era una cuadrilla de gente que en aquellos años empezaron a llamarse a sí mismas “Chavistas” y eran la espina dorsal del sindicato. La mayoría eran mexicanos y un gran número llevaba varios años trabajando en los campos de vegetales. Los años de jornales bajos y acoso descontrolado habían arraigado su desdén por los productores, y por el sistema estilo apartheid que envuelve la labor agrícola. Esta realidad nutrió una rebelión que la
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huelga del 1970 apenas había comenzado a desatar.
Para algunos de los trabajadores, el estar con Interharvest era en sí una declaración; una selección consciente de trabajar para la primera compañía que firmó con el sindicato. Algunos de los trabajadores empezaron con Interharvest después de la huelga porque sus nombres aparecían en listas negras, por haber organizado actividades de protesta en contra de otras empresas.  
De todos los trabajadores que la lucha por la sindicalización tocó, al final de los 60s y al principio de los 70s,  era entre los que labraban en los campos de vegetales, en donde se arraigaron las raíces más profundas y en donde se formó la base más fuerte. Esto se debía a la naturaleza del trabajo. Cosechar vegetales, en comparación con las uvas, por ejemplo, es un trabajo que se realiza durante todo el año y que requiere una fuerza laboral estable. El Comité Organizador de Trabajadores Agrícolas Unidos (UFWOC por sus siglas en inglés) se inició con los trabajadores de los campos de vegetales. Los que laboraban año tras año en los sembrados de lechuga, brócoli, coliflor y apio, que a menudo se encontraban en las mismas cuadrillas y que habían desarrollado un sentido de unidad y la confianza que viene con la familiaridad. Estabilidad laboral era importante para desatar la clase de batalla que el movimiento de trabajadores agrícolas requeriría para mantener su ímpetu. 
Hasta el año 1964, la mayoría del trabajo en los campos de lechuga era realizado por trabajadores contratados, llamados braceros. La paga de los braceros, al igual que sus condiciones de trabajo y vivienda, fue establecida por acuerdo mutuo entre los gobiernos de los Estados Unidos y México. Los braceros no eran más que criados ligados por contrato. Estaban prohibidos de realizar cualquiera de las acciones que, como huelgas o protestas, pudieran influenciar o transformar sus condiciones de trabajo. También vivían bajo la constante amenaza de deportación inmediata.  
Por eso los productores concentraban a los braceros en algunas cosechas más que en otras. Por ejemplo, casi nunca los utilizaban para recoger las uvas de mesa sino que aglutinaban sus números en las cosechas de vegetales; en las mismas cuadrillas
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en donde las protestas más efectivas podían haber sido desatadas—las cuadrillas de la temporada de cosecha.
Cuando el Programa Bracero concluyó en el 1964, los productores se desbocaron buscando reemplazar a las cuadrillas de braceros. Con la autoridad que les otorgó el servicio de inmigración de los Estados Unidos, los productores convirtieron a muchos de sus ex braceros en portadores de tarjetas verdes (tarjetas de residencia) a través de la emisión de cartas especiales. Los productores y el servicio de inmigración trabajaron juntos para proveer un número de labradores suficiente como para poder trabajar las cosechas y a la vez mantener la paga lo más baja posible. Abrieron las puertas de la frontera, permitiendo el flujo de trabajadores hacia los campos. Contratistas laborales, empleados por los productores para abastecer la demanda de trabajadores, competían entre sí para cumplir con las tareas requeridas en los campos al precio más bajo, añadiendo más presión para disminuir los jornales de los trabajadores agrícolas.  
Los abusos a los que los trabajadores habían estado expuestos por años continuaron durante la nueva época post-braceros. La indiferencia cruel era la orden del día mientras contratistas, supervisores, y mayordomos buscaban exprimir el producto al costo mínimo. Los trabajadores que no podían mantener el vertiginoso ritmo de trabajo, ya fuera por enfermedad, embarazo, o edad, fueron expulsados. Los que permanecieron eran tratados como bestias de carga, y vivían bajo la amenaza que, en cualquier momento, los jefes podían decirles que no se reportaran a trabajar al día siguiente. Con frecuencia su sobrevivencia dependía en mantenerse del lado bueno de los mayordomos y contratistas. Pero ese lado bueno traía un precio. Aunque los favores eran diferentes en diferentes casos, en ocasiones escuché que las mujeres en nuestra cuadrilla estaban siendo presionadas a ofrecer favores sexuales en intercambio por su “seguridad de trabajo”.
La huelga del 1970 tornó los resentimientos susurrados en gritos de desafío. Y aunque los trabajadores, tras años de intimidación, apenas empezaban a escapar los confines de su
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timidez, a raíz de la huelga, eran ahora los productores y sus capataces quienes se sentían a la defensiva. Estos cambios no estaban limitados a las empresas que firmaron con el sindicato. Las empresas sin sindicato también sintieron la presión del movimiento. Aumentaron la paga y aliviaron un poco las condiciones de trabajo para mantenerse a la par con los cambios forzados por la lucha sindical. Por primera vez algunos productores comenzaron a pagar beneficios y también intentaron ser más sensitivos a los reclamos de los trabajadores. Estas acciones, empero, eran su muralla de seguridad pues querían protegerse de los empujes para la sindicalización.
FJ y yo habíamos llegado a los campos sin tener conocimiento o entendimiento de esta historia. Tampoco teníamos ningún sentido de intimidación. Nutrida en otras batallas nuestra actitud desafiante prosperó en esta atmósfera post-huelga. El desconcertado mayordomo podía hacer muy poco y se veía forzado a mantenerse callado a pesar de su resentimiento en contra nuestra. Por supuesto, nuestros gestos y falta de respeto eran populares con la cuadrilla. Las experiencias que vivimos durante los movimientos estudiantiles y con los soldados GI, en adición a los aires de rebeldía de la época, nos facilitaron el contexto que necesitábamos para el combate en los campos. El espíritu de rebeldía que encontramos ahí recalcó la justificación de nuestras convicciones.
Aun así, como éramos recién llegados, no podíamos en realidad apreciar los cambios que habían ocurrido durante la huelga, y durante su secuela. Muchos de nosotros que alcanzamos la mayoría de edad durante el recrudecimiento de los 1960s  considerábamos el espíritu de rebeldía de esos tiempos como algo natural y normal, en vez de considerarlo una relativa anomalía. Como recién nacidos traídos a un mundo poblado de personas con una activa falta de respeto por la autoridad, en cierto modo creíamos que las cosas siempre habían sido de esa manera.  
Al acercarse el final de nuestro primer mes deshijando, FJ y yo le estábamos cogiendo el ritmo al trabajo y por lo general teníamos la fortaleza para completar nuestra propia tarea, y a veces, hasta
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lográbamos echarle la mano a alguno que otro miembro de la cuadrilla.  
Un día traje a los campos una edición en español de las citas y discursos de Mao Tse-tung, incluidos en el  Pequeño Libro Rojo. Este libro era popular entre los GIs politizados, con los que yo había trabajado en Fort Ord, y empecé a enseñárselo a diferente gente en la cuadrilla. Hasta lo leía en voz alta en el autobús. Los trabajadores me escuchaban con cortesía, riéndose cuando una frase como “el derrocamiento de los propietarios” era sustituida por “el derrocamiento de los mayordomos”, o alguna otra frase que probablemente causaba incomodidad al desafortunado mayordomo, quien era el más inmediato agente de la fuerza que los trabajadores consideraban los continuaba oprimiendo.
Este era un período en que movimientos por la independencia y la liberación nacional, además de luchas anticoloniales, eran prominentes alrededor del mundo. Las ideas de Mao y el apoyo público por los movimientos políticos en China eran bastante conocidos, así que el nombre de Mao estaba ligado con aspiraciones anticoloniales y revolucionarias. Cuando empecé a sujetarme una chapa de Mao en mi camisa de trabajo, algunos en la cuadrilla me pidieron que les trajeras sus propias chapas.

El Salón de Clase al Aire Libre

La cuadrilla de deshije se convirtió en un salón de clase. Había lecciones de español mezcladas con discusiones abarcando temas desde la huelga y las condiciones de trabajo en los campos hasta la guerra en Vietnam, los movimientos de los estudiantes y los GI, la liberación de las mujeres, el Partido Pantera Negra, Cuba, China, y la revolución. El hecho de que la terminología política con la que estábamos familiarizados en inglés era similar en español, hizo que las discusiones políticas en español fueran posibles en un período más corto que si hubiese sido otro idioma. A veces nos deteníamos a hablar en medio del campo, con los cortitos reposando sobre nuestros hombros, desafiando al mayordomo. Entablábamos un

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nuevo debate o continuábamos uno iniciado durante el receso. Las conversaciones eran usualmente en español y mi comprensión era, con frecuencia, bastante precaria. A veces daba mi opinión en mi pobre y tentativo español y terminaba recibiendo una respuesta que me forzaba a especular sobre su significado.
     El deseo de discutir los acontecimientos del momento era sostenido por la intensidad de los tiempos, por un profundo desdén de la “situación mundial”, como nosotros la veíamos, y por un apasionado interés en cualquier acción que indicara resistencia al orden capitalista establecido, o que nos ofreciera un indicio de una lucha por algo mejor. Estas conversaciones eran frecuentemente unilaterales y aprendí a reaccionar midiendo mi tono y mis gestos, sonriendo y asintiendo. “Sí, está bien, está bien”, decía si algo sonaba como que ameritaba una respuesta positiva, teniendo fe que no había sido comparado a la parte trasera de una vaca enferma.
No me sorprendería si mi falta de fluidez en español me llevó a presumir que existía más acuerdo entre todos de lo que en realidad era el caso, pues los matices de las palabras se me escapaban por falta de comprensión. Pero el desacuerdo no me desalentaba. Cuando surgía, perseguía las discusiones políticas con entusiasmo. Recuerdo un conflicto que ocurrió en medio de la cuadrilla durante un receso de almuerzo. José, un Chicano mayor, que estaba en los campos después de haber trabajado por años en Gerber Foods en Oakland, expresó con vehemencia su menosprecio por estudiantes activistas quienes, a su modo de pensar, “andaban corriendo como los locos cuando debían estar preocupándose por terminar sus estudios”. “Creo que estás hablando de mí”, le dije riéndome. José no podía ser disuadido.
Eran los comunistas rusos y cubanos, insistió, quienes estaban sonsacando a protestar a los estudiantes en México cuando ellos debían quedarse estudiando. “Bueno”, le dije, “considerando toda la gente que se viene para acá a trabajar porque no pueden sobrevivir en su propio país, es posible que los estudiantes mexicanos tengan uno o dos puntos valederos, ¿no crees?” ¿Preferiría él que los estudiantes permanecieran en silencio frente a una guerra brutal

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desatada detrás de un velo de mentiras, como en Vietnam? “¿Mentiras? El defender la democracia no es ninguna mentira”, respondió José con convicción. “¿Quieres que los comunistas del norte de Vietnam tomen control?” “¿Qué tomen control? ¿No es Vietnam su propio país, ahora dividido por fuerzas de ocupación en contra de su voluntad?” Yo no iba a cambiarle la opinión a José y él tampoco me iba a cambiar la mía. Discutíamos ocasionalmente en el autobús o durante recesos. Eventualmente, sus ásperos comentarios sobre el sindicato y su tendencia a apoyar a la empresa lo hizo poco popular con una gran parte de la cuadrilla.  
Richard
FJ estaba escardando cuando un trabajador alto y delgado, vestido con pantalones verdes y una camisa verde oscura con las mangas dobladas hasta los codos, se le acercó por detrás y le susurró en voz alta, “Oye, ¿Cómo anda el clima, hombre?” Este era nuestro primer contacto directo con Richard, el fumador de pipa y lector de periódicos que se sentaba en la parte trasera del autobús. Ese día traía una pícara y amplia sonrisa. Y como no tenía varios dientes en la mandíbula de arriba lucía un tanto extraño, pero a la vez inexplicablemente juvenil y juguetón. Su pregunta demostró su inteligencia política. Nos había descifrado: Éramos un par de jóvenes activistas en “exilio” en los campos. Su inclusión del clima era un juego de palabras; una referencia a la organización “Weatherman” (traducido literalmente, meteorólogo), uno de los tantos grupos radicales que germinaron del movimiento estudiantil de entonces, y que para el 1970 era considerado un grupo clandestino dedicado a “hacerle guerra” al sistema. Él era mayor que FJ y yo. Probablemente andaba al final de los treinta o algo así. Siempre cargaba una lima en su bolsillo trasero la cual usaba para afilar sus azadón; un hábito que cogió en su faena regular, cortando lechuga. Como otros hombres jóvenes y de edad media, Richard trabajaba en la cuadrilla de deshije hasta que su “cuadrilla de tierra”, que recolectaba la

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lechuga, empezara. En su caso, él trabajaba con Bruce Church, uno de los pilares de los productores del valle.
Richard, con una tez oscura que insinuaba algo de hawaiano en su linaje, conocía la situación en las granjas y el trabajo agrícola muy bien.  Originalmente entró a trabajar en los campos varios años antes de recibir su título de ingeniería de la Universidad de Berkeley. Había estado trabajando en una planta aeroespacial en el Sur de California cuando algo, un episodio de depresión, el quebranto de una relación, una riña con una botella que no pudo soltar—él sólo hacía referencias superficiales—lo dejó bebiendo vino barato en los bancos de los parques y por las calles del centro de la soleada ciudad de Los Ángeles. La trayectoria de su vida estaba en descenso, pero aun así viajaba de pueblo en pueblo. Un día de verano en Stockton un contratista laboral le preguntó que si quería hacer dinero recogiendo tomates. Richard necesitaba dinero así que se montó en la camioneta del contratista y continuó en esa línea de trabajo. Desde los campos abrasadores de tomates se fue hasta los más frescos campos verdes de vegetales en los valles costeros, en donde trabajó con los labradores inicialmente contratados para realizar la labor esencial que, en los 1940s, una nación en guerra requería.
En su cuadrilla de lechuga, Richard era uno de los pocos trabajadores que no había sido un bracero, y llegó a ser uno de los cortadores y empacadores más rápidos de toda la zona. A través de los años su trabajo en los campos mantuvo a su cuerpo fuerte y gallardo, previniendo que su extraordinaria sed por la cerveza lo matara. Durante el tiempo que yo lo conocí, vivía en Salinas con una mujer Okie, es decir con raíces en Oklahoma, y quien él llamaba, ya fuera en broma o cínicamente,   dependiendo de su estado de ánimo, “La Loca”. Ella tenía una figura corpulenta y un temperamento fuerte, y los dos tenían una relación  tempestuosa.  Richard, normalmente tímido, después de unas cuantas cervezas grandes (nunca compraba las normales de 12 onzas), se transformaba en un hombre jovial y cínico, envalentonado a participar en combates verbales con su compañera, con quien intercambiaba golpes verbales, a veces de juego, y otras veces no. La sociable y agresiva La Loca, le

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daba a Richard “ojo por ojo y diente por diente”, y hasta más, sin ningún problema. Y por ahí se iban, discutiendo continuamente cuando bebían, lo que hacían una buena parte del tiempo.     
     Richard había desarrollado una visión fatalista de su propia vida y proyectaba esta visión a la sociedad en general. Ambas eran insalvables. Según Richard, la gente era básicamente egoísta y sólo buscaban lo suyo. Aun cuando alguien actuaba de una manera que aparentaba ser altruista o valiente, Richard encontraba el motivo escondido que probaba la verdadera bajeza de sus intenciones. Este era el concepto firmemente arraigado que probó ser resistente a nuestros argumentos sobre la posibilidad de radicalmente cambiar a la sociedad. Aun así, él estaba dispuesto a participar en discusiones y debates (cuando estaba sobrio) y tenía un conocimiento apropiado de la historia y la política. Había peleado por el sindicato en el 1970 pero no veía que la organización fuera una salvación para nadie. No obstante, a finales de los 70s y hasta los 80s, Richard se convirtió en un promotor activo para la sindicalización en la empresa Bruce Church, cuando presenció que la estabilidad de su trabajo cosechando lechuga estaba siendo socavada. Entonces buscó que el sindicato previniera lo que llegó a ser un rápido espiral decreciente en las condiciones de trabajo.   
Raiteros
La cuadrilla de deshije y la empresa peleaban una batalla continua por las condiciones de trabajo. Los trabajadores insistían en un ritmo más lento. “No sabía que estabas trabajando por contrato” era escupido con frecuencia en contra de cualquiera que trabajara muy rápido; el sarcasmo en el comentario evidente. La huelga general había subido la paga de $1.85 la hora, los jornales que los productores fijaron en el 1970 intentando evitar la huelga, a $2.10 por hora. La huelga también causó la existencia del salón de despachos, permitiendo un sistema de jerarquía más regularizado y una mejor seguridad laboral. Fue el primer paso hacia la posibilidad de recibir seguro de salud y otros beneficios.
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Pero el más poderoso efecto de la huelga fue el cambio de actitud. “¡Como nos pagan por hora, trabajaremos por hora!” era como lo ponía la gente cuando recordaban en vívidos detalles cómo las cuadrillas de asignación por hora habían sido previamente forzadas a trabajar a velocidades vertiginosas, y la angustia de los trabajadores que habían luchado para mantenerse a la par sólo para escuchar al final del día, con frialdad, “Ni te molestes en venir mañana.”
Siempre hubo algo de resistencia a la explotación de los trabajadores en los campos, aunque había sido esporádica y ocasional. En este nuevo movimiento, cuando por primera vez los trabajadores tenían la facultad de demostrar que constituían una fuerza organizada y sostenible, la lucha por disminuir la celeridad en el trabajo era, en efecto, una prueba de esa fuerza. Los productores siempre habían tenido el camino libre en los campos, y atacaron instintivamente para mantener el control. Pero si la cuadrilla no podía prevenir que la empresa acelerara el ritmo del trabajo, entonces los trabajadores corrían el peligro de volver a las condiciones que existían antes de la huelga. Al mismo tiempo, los trabajadores estaban determinados a imponer nuevos estándares de trabajo, y sólo podían hacerlo si la cuadrilla estaba unida en su oposición a la empresa. Nuestro mayordomo, Félix, había aprendido su trabajo antes de la era del sindicato. Desde la huelga, muchos de los mayordomos de antes, odiados por los trabajadores, habían sido forzados a irse o tuvieron que optar por moverse a empresas sin sindicatos. No obstante, Félix continuó en su puesto y se esforzó para que la cuadrilla continuara moviéndose a un ritmo más acelerado. Pero él no estaba a la altura de los trabajadores veteranos, especialmente las mujeres como Domi, la mamá de Evelia, o Maggie y otras que de inmediato reaccionaban en su contra con comentarios mordaces, evitando que, como mayordomo,  retomara el control.
Un método que la empresa utilizaba para imponer un acelerado ritmo de trabajo era con el uso del llamado raitero. El raitero era un miembro de la cuadrilla asignado por el mayordomo a ayudar a otros trabajadores, supuestamente a aquellos que estaban rezagados, para que no se quedaran atrás. Cuando FJ y yo empezamos, el raitero nos ayudó a seguirle el ritmo a la cuadrilla al completar áreas de deshije en

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nuestras hileras, permitiendo así que saltáramos hacia adelante, a una distancia más razonable del resto de  nuestros compañeros de trabajo. Para apresurar a la cuadrilla, el mayordomo le ordenaba al raitero que empujara a trabajadores que ya estaban avanzando a un buen ritmo, lo que causaba que los otros pensaran que estaban retrasados, y por consecuencia, aceleraban su paso. Esto también podía haber sido una especie de favoritismo, ya que el ser impulsado hacia adelante le permitía a uno el lujo de continuar a un ritmo menos ajetreado, lo que podía provocar o intensificar las divisiones entre los trabajadores.
Frecuentemente los mayordomos trataban de explotar las diferencias entre los miembros de la cuadrilla, aun cuando los trabajadores estaban a la espera de sus manipulaciones. Al trabajador que le “daban una vuelta”, es decir que lo ayudaban, salía de su hilera antes que el resto de la cuadrilla y entonces podía enderezarse y escoger la próxima hilera que trabajaría, ejerciendo así presión para que los demás se apresuraran a alcanzarlo. También podía tomar un receso para ir a los inodoros portátiles, o podía ajustarse la ropa, o afilar su azadón, esperando hasta que los otros lo alcanzaran, o también podía regresarse a ayudar a alguien a terminar su hilera, efectivamente nulificando el efecto de aceleración. En el primer caso, él podía esperar otros favores del raitero, y en el segundo,  se podía olvidar de cualquier ayuda futura. En otras palabras la situación era una prueba de su sentido de solidaridad.
A veces los trabajadores, enfurecidos por las manipulaciones del mayordomo, demandaban que el representante de la cuadrilla pusiera a la empresa en su lugar. En los casos más extremos discutían otras medidas de defensa, incluyendo el último recurso en tales circunstancias, la huelga, o podía ser “la tortuga”, que llamaba por la ralentización de labores. El fenómeno no estaba limitado a nuestra cuadrilla de deshije. Ese verano, todos los campos de Interharvest vivieron combate tras combate por los nuevos términos establecidos por la huelga. La lucha en Interharvest era considerada por las partes involucradas, y por todos los trabajadores agrícolas en el valle, como una prueba de la fuerza del recién nacido movimiento.


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Interharvest
United Fruit (después United Brands), la empresa matriz de Interharvest, se hizo rica y ponderosa con sus plantaciones de bananas en Centro y Sur América, además de su monopolio en transporte ferroviario y marítimo. Cuando la compañía se arraigó en los campos de vegetales en California, al final de los 60s, se convirtió en la mayor instalación en el Valle de Salinas y el Valle Imperial de la noche a la mañana, produciendo un 20 por ciento de la lechuga y un 50 por ciento del apio.2 Poco después de que Interharvest se apareció, Freshpict, una subsidiaria de la corporación Purex, arrendó 42,000 acres del Valle de Salinas para la producción de vegetales. A los productores locales ya establecidos les pareció como que los monopolios habían llegado a devorar la industria.
Cuando la huelga del 1970 explotó en el valle, Interharvest fue la primera empresa que firmó con el sindicato UFWOC. Hubo un número de factores que impulsaron a Interharvest a firmar. Por ejemplo, United Fruit tenía una reputación, entre la creciente población de aquellos políticamente conscientes, por su cruel explotación de los trabajadores de bananas en Centroamérica, y por su destructiva intervención en las políticas internas de los países centroamericanos. Sus bananas eran vendidas bajo la reconocida marca Chiquita, haciéndola vulnerable a un boicot. United Fruit (o United Brands como fue conocida después del 1970) también controlaba compañías como Baskin Robbins y A & W Root Beer, cuyas marcas podían ser afectadas por la asociación que un boicot activo revelaría.  
Interharves, que en el 1970 representaba el 20 por ciento de la producción de vegetales verdes en el valle, tenía toda la razón para creer que su tamaño le daba una ventaja competitiva. La empresa tenía planes sobre la mesa para reorganizar la industria de lechuga utilizando su capital muscular. Pero necesitaba paz laboral para permitir que su maquinaria funcionara sin contratiempos. Como una gran empresa comercial administrada desde su sede en Boston, sus

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gerentes no estaban absorbidos en el sentimentalismo o en las “tradiciones” de los rancheros locales, acostumbrados a que las cosas fueran como ellos querían cuando se refería a lidiar con “sus” trabajadores. 
El año previo a la huelga de Salinas, un inversionista llamado Eli Black compró suficientes acciones de United Fruit como para ganar el control del interés accionario de la empresa. Black, un rabino convertido en un especulador capitalista, se consideraba a sí mismo como un director ejecutivo liberal y humanitario. Creía que podía ser exitoso si cambiaba la detestable imagen de United Fruit. Con este fin Eli Black trabó una amistad con César Chávez y hasta invitó a Chávez a su templo, durante la época de las Pascuas, para leer pasajes en uno de los servicios religiosos, y luego le comentó a uno de sus colegas que era parte de sus “relaciones públicas”. El deseo de Black, de redimir la imagen de United Brand, no puede ser descontado como uno de los factores que contribuyó a que Intravest estuviera dispuesta a firmar un contrato con el UFWOC.
Entonces los poderosos productores de lechuga presenciaron el hecho que un sindicato había asegurado una posición en su propio entorno, negociando términos para los trabajadores quienes nunca antes habían tenido voz en tales asuntos. Intravest se convirtió en un baluarte del sindicato, y así se inició una compleja y extensa batalla.   
Escaramuzas
Una tarde, un Ford Galaxy blanco, con su antena de onda corta agitándose en el viento y el polvo, se acercó al campo en donde nuestra cuadrilla estaba deshijando lechuga. Del automóvil descendió un supervisor de la empresa; un hombre al final de los cincuenta, de cabello escaso y con el rostro permanentemente sonrosado, y quien caminó por las hileras de lechuga deshijada con energía hasta llegar a donde Félix estaba parado, justamente detrás de la cuadrilla. Después de unos minutos, se acercó a donde FJ y yo estábamos trabajando y

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se quedó mirándonos por un buen rato. Entonces Félix vino también y nos dijo, “Tengan cuidado y hagan el trabajo bien”. Le dimos las gracias y nos enderezamos para hablarle, pensando que no era apropiado doblarse para trabajar en frente de un supervisor. El supervisor se acercó más, su cara sonrosada tornándose más roja, y apuntó con el dedo a un espacio en mi hilera, a dos plantitas de lechuga que permanecían paraditas en donde sólo una debía haber estado. Para entonces, la cuadrilla completa se había erguido para ver lo que pasaba. El supervisor le dijo a Puerto Rico que era la responsabilidad del sindicato de asegurarse de que el trabajo se hiciera bien. Puerto Rico asintió con la cabeza y el supervisor se retiró del campo después de amenazar que iba a despedir a gente que se “negaba a hacer un buen trabajo”. Aunque el jefe había dirigido sus comentarios a FJ y a mí, la cuadrilla entera lo tomó como un ataque en su contra.
En los días anteriores, Félix había estado más exigente que nunca, inspeccionándonos de cerca y aguijoneándonos para que trabajáramos más rápido. Ahora la cuadrilla se sentía más molesta y algunas personas propusieron que dejáramos de trabajar en ese instante. FJ y yo no queríamos ser el centro de una huelga, así que nos alineamos con los miembros de la cuadrilla que querían esperar hasta después del trabajo para reportarle el incidente al sindicato. Y esto fue lo que hicimos.
Esa tarde la cuadrilla se apareció en el salón del sindicato, en la calle Wood, para discutir la situación. Las tácticas de la empresa para  reafirmar su control habían provocado conflictos en cuadrillas a través del valle. El salón era un hervidero de actividad con trabadores y cuadrillas completas llegando después del trabajo, asesorándose de las reglas del sindicato, reportando conflictos, discutiendo, debatiendo, argumentando.  
     Fue un verano de continua agitación en los campos, con escaramuzas frecuentes en una u otra cuadrilla. En una ocasión, varios cientos de trabajadores de las cuadrillas de cosecha de lechuga se salieron del trabajo y marcharon directamente a las oficinas de la empresa con sus quejas, causando pánico entre los administradores y

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llamadas telefónicas a los oficiales del sindicato, solicitando su ayuda para que calmaran la furia de los trabajadores. En aquellos días, la empresa podía esperar poca simpatía por parte de los oficiales del sindicato local, quienes generalmente apoyaban la posición activista de los trabajadores. Alarmados, los productores en el valle señalaron a estas acciones y solidificaron su oposición en contra de lo que ellos despreciativamente llamaban el “movimiento social” en los campos.
A nivel político, los productores realizaban esfuerzos para enfrentarse al cambio. En Sacramento, ese verano del 1971, legisladores a favor de los productores empujaron para que se pasaran medidas que hicieran ilegales las huelgas durante la época de cosecha. En respuesta, el sindicato movilizó a los trabajadores para que se congregaran en la capital del estado. Como 2,000 trabajadores de las cuadrillas de las diferentes empresas con sindicatos se salieron del trabajo ese día para protestar la propuesta de ley. Algunos de nuestra cuadrilla de deshije fuimos a Sacramento. Pero cuando regresamos, encontramos que la empresa había contratado a trabajadores de la calle, en clara violación del contrato, argumentando que podía contratar a trabajadores que no eran parte del sindicato cuando el mismo no era capaz de cumplir con las necesidades de la compañía; e insistió que ese era el caso el día del éxodo a Sacramento. Por su parte, el sindicato demandó que los jornaleros contratados en la calle fueran despedidos de inmediato.  La mayoría se fueron, pero tres de ellos permanecieron en nuestra cuadrilla y la empresa se negó a despedirlos. Eventualmente los tres recibieron papeles de despacho para “legalizar”  su estatus en nuestra cuadrilla.
La empresa repartió cartas a los trabajadores que fueron a protestar a Sacramento, advirtiéndoles que, en el futuro, serían despedidos si se iban del trabajo sin autorización. En medio de la controversia, un representante de una de las cuadrillas de cosecha fue despedido, y su cuadrilla, que trabajaba por contrato, empezó una extendida protesta de tortuga, esencialmente incapacitando la producción.
Añadiendo al agite del momento, la oficina local del sindicato, en un increíble acto inoportuno, le envió cartas a los miembros del UFWOC advirtiéndoles que tomaría acciones punitivas en contra de trabajadores


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atrasados en sus aportes sindicales, provocando furia y desacuerdo al preciso momento en que las tensiones con la empresa escalaban. 
Pocos días después estábamos sentados alrededor del salón del sindicato, hablando, haciendo chistes, y esperando para que el encargado de la oficina local nos hablara. Finalmente se apareció un hombre menudo con un bigote finito, llamado Juan Huerta, quien, en el pasado reciente, había servido como supervisor de campo para un productor en King City. Huerta había trabajado para los productores pero le cogió odio al sistema paternalista y explotador, cuya mano opresora alcanzaba todos los aspectos de la vida de los trabajadores agrícolas. Como muchas personas a través del valle, la huelga general transformó los sentimientos de Huerta, forzándolo a tomar acción. Mientras el sindicato apresuradamente establecía sus nuevas oficinas, a raíz de la huelga, Huerta se presentó para administrar la oficina local de UFWOC en Salinas, y después la oficina en King City.
Ese día en el salón, mientras nuestra cuadrilla esperaba escucharlo, Huerta se notaba preocupado y cansado. Asediado por frecuentes erupciones en los campos, la empresa le estaba presionando por un lado, demandando que calmara la situación, y por el otro, los trabajadores buscaban sus consejos y esperaban contar con su apoyo en la pelea con la empresa. Para entonces era evidente que la fuerza demostrada por los trabajadores era una poderosa influencia en la situación; tanto así que, por primera vez, los cínicos sentían algo de esperanza, y aquellos que se habían convencido a sí mismos que los trabajadores eran débiles y fácilmente intimidados como para poder triunfar, ahora sentían la droga del activismo corriéndole por las venas. En la memoria colectiva, la arrogancia de los productores nunca antes había recibido un golpe similar. En aquellos días turbulentos, los funcionarios más pragmáticos del UFWOC podían concebir un futuro con posibilidades y comprendían la necesidad de consolidar las reformas arrebatadas de las manos de los productores, porque las mismas podían servir como base para ganar la confianza de los trabajadores en otras empresas, ensanchando así la influencia del sindicato, y hasta más. La gente había comenzado a creer que formaban parte de una transformación, de una causa mayor. Habían
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empezado a creer en sí mismos y en la causa, incluyendo el creer en los Juan Huertas en medio de ellos.
     Huerta escuchó nuestras preocupaciones y nos aseguró que el sindicato apoyaba nuestros esfuerzos de resistir las presiones que la empresa imponía. Pero también nos aconsejó en contra de tomar cualquier acción que consolidara la oposición al sindicato. Tenemos batallas más grandes con las que tenemos que lidiar, nos dijo. Apenas acabamos de empezar.
Vicente
Vicente era el trabajador más viejo en la cuadrilla de deshije. Había estado en los campos desde antes que los trabajadores mexicanos llegaran a ser la principal fuerza laboral en las diferentes plantaciones. Era a Vicente a quien con frecuencia le asignaban la tarea de raitero en la cuadrilla. Esto le daba la oportunidad de pararse y estirar el cuerpo, mientras se movía de una hilera a la otra. Yo había tenido poco contacto con Vicente hasta una tarde cuando ambos terminamos nuestras hileras casi al mismo tiempo y él entabló una conversación conmigo.
Vicente también era el afilador no oficial de los azadones. Esa tarde él agarró mi cortito cuando íbamos a entrar a otra hilera y sacando una lima de su bolsillo trasero empezó a limar la hoja. Con una rodilla apoyada en la tierra, se agachó doblado sobre mi azadón. “A mí me gusta tener mi azadón bien afilado, así no tengo que darle a la tierra tan duro. No me importa darle a la tierra, pero no quiero que ella me dé a mí”, me comentó riéndose. “Tú sabes que esta empresa Interharvest es parte de algo más grande. Ellos tienen tierras por todo el mundo, hasta en mi país, las Filipinas. Así es como se hicieron grandes y ricos, con la banana y la piña. Y también la empresa Dole”—un nombre que yo escuchaba por los sembrados de lechuga en Salinas—“está en las Filipinas. Estas compañías controlan millones de acres de piña. No somos un país independiente; tenemos a esa gente controlándonos, United Fruit y Dole y otras corporaciones.
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Ellos son unos imperialistas, eso quiere decir que ellos controlan a otros países.” Su uso franco de la palabra imperialista me chocó porque a pesar de que aquel era un período de una intensa polémica, debido a la guerra de Vietnam, imperialismo era una palabra controversial. Yo había conocido a varios activistas en diferentes movimientos políticos quienes vigorosamente objetaban el uso del término imperialismo en conexión con los Estados Unidos; como si el país, con toda su “democracia”, nunca sería tal cosa. Pero para Vicente el carácter de los Estados Unidos estaba claro. Los Estados Unidos había invadido a las Filipinas en el 1898, y bajo el pretexto de liberar a las islas del colonialismo Español, se impuso como su nuevo amo colonial, masacrando a docenas de miles de filipinos en el proceso. Después de eso, las Filipinas se abrieron a la explotación de corporaciones estadounidenses, y la mayoría de sus tierras fueron devoradas por empresas agrícolas como Dole, Standard Fruit, y United Fruit.
Me sentí honrado que Vicente compartió su punto de vista conmigo y que me empezó a hablar sobre su vida. Lo tomé como una señal que me consideraba su igual,  no sólo un joven y tonto forastero. En otras ocasiones Vicente me platicó sobre sus experiencias cuando era un joven inmigrante en los años 1930, y sobre sus años de labor y lucha en los campos. “Nunca antes he visto a un sindicato llegar tan lejos”, me aseguró mientras nos movíamos a lo largo de las hileras con nuestras espaldas dobladas. “Cada vez que intentábamos organizarnos, los productores nos tumbaban.”
Vincente empezó a trabajar cuando los filipinos cosechaban la mayor parte de la lechuga. Ellos cortaban la lechuga en el campo y la enviaban a los cobertizos para pasarle hielo y empacarla en cajas de madera, antes de llevarlas al mercado. Ni los trabajadores en los cobertizos, quienes eran mayormente Okie blancos, con raíces en Oklahoma, ni los cosechadores filipinos estaban sindicalizados.  Pero los trabajadores en los cobertizos ganaban aproximadamente el doble de lo que las cuadrillas de cosecha ganaban.
La Depresión le había dado causa a los productores/ transportistas para disminuir aún más la paga de los trabajadores. En
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1934, los trabajadores de  los cobertizos en Salinas lucharon para volver a ganar la paga que habían perdido y para mejorar las condiciones de su trabajo, y demandaron que su sindicato fuera reconocido. En los años anteriores habían visto una drástica reducción en su paga, ¡de cuarenta a quince centavos por hora!  Enfurecidos por rebaja tan radical, los trabajadores filipinos se lanzaron a la huelga, demandando veinte centavos por hora, aún treinta centavos por debajo de lo que ganaban los Anglos que trabajaban en los cobertizos. Los trabajadores de lechuga filipinos también demandaron que su asociación de trabajadores agrícolas fuera reconocida. Lucharon con tenacidad pero no lograron obtener sus demandas. Los productores usaron medidas violentas para suprimir la huelga, y Vicente se encontró en medio de todo ese lío. 
Las historias de Vicente despertaron mi curiosidad. Pero no fue hasta un tiempo después que aprendí (de un trabajador veterano de los cobertizos que para entonces era parte del sindicato de los empacadores de vegetales, y tras algunas investigaciones que hice en los periódicos locales) más detalles de la amarga historia de los trabajadores filipinos y los Okie de los cobertizos envueltos en las huelgas en Salinas durante los años 1930.  Cuando los trabajadores de los cobertizos y los que laboraban en los campos estaban de huelga en el 1934, los productores se sentían amenazados y vulnerables. La huelga no sólo presionó para que aumentaran los jornales sino que las divisiones entre los trabajadores, una realidad que había existido por años, estaban siendo superadas con promesas de apoyo entre los representantes de los trabajadores de los campos y los cobertizos. Enfrentados con una huelga durante dos puntos críticos en el proceso de producción, los productores/transportistas anunciaron su disposición  a llegar a un acuerdo sólo con los trabajadores de los cobertizos. Les ofrecieron un aumento y reconocimiento de su sindicato.  Los trabajadores de los cobertizos aceptaron el acuerdo y regresaron a trabajar bajo contrato con el recién reconocido Sindicato de Empacadores de Frutas y Vegetales. Durante todo esto, los trabajadores de los campos filipinos fueron abandonados para que se valieran por sí mismos.

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Con los filipinos aislados, los productores atacaron a sus líderes, mandando a malhechores a los campos filipinos con el fin de intimidarlos y brutalizarlos. Vigilantes le prendieron fuego a un campo laboral en Chualar y su organización fue destruida. Muchos de los trabajadores de lechuga activistas tuvieron que irse del área, y los filipinos fueron forzados a regresar a trabajar sin ningún reconocimiento.3
Dos años después, en el 1936, los productores, ahora más unidos que nunca y con su propia asociación, decidieron meterles presión a los trabajadores de los cobertizos. Cuando su contrato expiró, los productores/transportistas bloquearon a los trabajadores de sus lugares de trabajo. Contrataron los servicios de un oficial retirado de la guardia nacional, el Coronel Sanborn, cuyo nombre al presente engalana una de las calles principales de Salinas, para que organizara una fuerza de vigilantes que aplastara a la resistencia. El Coronel Sanborn y el Sheriff Abbott de Salinas (otro personaje inmortalizado con una de las calles de ese pueblo) levantaron un “ejército” de vigilantes, compuesto de 2,000 hombres. La fuerza del Coronel Sanborn atacó a los huelguistas de los cobertizos con bates y pistolas, interrumpiendo sus reuniones de protesta y cruzando las líneas de piquetes.
Un día, durante la huelga, un enfrentamiento estalló entre los huelguistas y las fuerzas de Sanborn, después que los trabajadores en huelga atacaron y vertieron una carga de lechuga esquirol desde un camión manejando con descaro por el mismo centro de Salinas. El incidente atrajo la atención de gente fuera del valle.
Cobertizos de empaque obstruidos por barricadas, rodeados de alambres de púa y patrullados por hombres armados, en algunos casos con metralletas, llegó a simbolizar el conflicto. Rompehuelgas fueron reclutados de todo el estado de California. Además, para excitar a los residentes locales, y justificar medidas extremas en contra de los huelguistas, el periódico local y algunos de los políticos locales motivaron una campaña de histeria pública con la declaración que Salinas estaba siendo asediada por radicales. Convencieron al público que medidas extremas eran requeridas frente a la inminente
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invasión procedente de San Francisco. En 1934, una amarga batalla de huelga lanzada por los estibadores del muelle se extendió a una huelga general que efectivamente paralizó a San Francisco. Acciones laborales como esa le ganó a la ciudad una reputación, entre los californianos rurales quienes eran más conservadores, de ser un bastión de insurgentes izquierdistas. Cuando banderas rojas fueron detectadas cerca de los campos de lechuga que bordeaban a la Autopista 101, los rumores se propagaron por el área que las banderas marcaban el lugar de asamblea para una marcha de comunistas de San Francisco que tenían la intención de derrocar al gobierno local de Salinas. Las medidas de emergencia que propuestas para proteger al pueblo de las hordas de Bolchevique contribuyeron al clima de temor.4
     Eventualmente los productores lograron aplastar la huelga de los cobertizos, y los trabajadores tuvieron que regresar a su trabajo bajo condiciones humillantes. Llamados por parte del sindicato de los Empacadores, pidiendo apoyo a los trabajadores filipinos en el campo, fueron generalmente ignorados pues los trabajadores filipinos recordaban con disgusto cómo ellos habían sido abandonados dos años atrás.
Cuando era joven, Vicente había sido animado a venir a los Estados Unidos por campañas de promoción que buscaban contratar a trabajadores jóvenes y llenos de vigor con el fin de ayudar a la economía de California. A la misma vez que leyes prohibían que las mujeres filipinas entraran a los Estados Unidos, otras leyes en contra del mestizaje prohibían que los hombres Filipinos tuvieran relaciones con mujeres blancas. Estas leyes descendían directamente de las leyes en contra de la mezcla de etnias en el Sur de los Estados Unidos, promulgadas en la era posterior a la esclavitud, y las cuales tenían la intención de evitar que los negros tuvieran cualquier clase de relación con los blancos. Esta ley sureña fue adoptada en California y aplicada a las diferentes mezclas raciales en el estado. Era un racismo que aseguraba una fuerza laboral mal pagada, aislada, migratoria, e incapaz de establecerse para criar familias y formar comunidades. En ese sentido, los trabajadores filipinos fueron, por un tiempo, una
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fuerza laboral ideal. Pero las huelgas y la organización de los filipinos en los campos de lechuga, y en otras cosechas, atrajeron antipatía en su contra e impulsaron a los productores a buscar en otros lugares una fuente de trabajadores “ideales”.


Instalándonos en Salinas

Durante nuestros primeros meses en los campos, FJ y yo vivíamos en una cabaña provisional en medio de un terreno en Seaside, un espacio grande pero plagado de malas hierbas que nos pasaban de los tobillos. FJ tomó la cabaña cuando su ocupante anterior, Kai (Steve Coyle), un Marino y veterano de Vietnam, sobreviviente de una de las batallas más sangrientas y extendidas de esa guerra tan brutal, Khe Sanh, se mudó. Kai había sido uno de los activistas claves en el café GI.  Era un hombre de carácter dulce y con una gran creatividad, quien encontró en su activismo en contra de la guerra un respiro del tormento que vivía por sus espantosas memorias de la guerra.
     En aquella cabañita, FJ y yo hablábamos del trabajo en los campos y soñábamos en las batallas presentes y futuras. Una noche, por casualidad, ambos soñamos sobre una gran revuelta. En mi sueño, cientos de trabajadores agrícolas avanzaban hacia adelante, bajándose de autobuses y uniéndose a la batalla, con puños y banderas en el aire, mientras yo me movía en medio de la muchedumbre. FJ también soñó sobre una ofensiva, pero en su sueño, él era el líder de la acción. Después que nos contamos los sueños, FJ remarcó sobre el contraste entre los dos—la diferencia entre lo colectivo y lo individual.
     No sé por cuánto tiempo yo hubiera continuado viviendo en Seaside, y viajando a trabajar a Salinas, si un día FJ no hubiera decidido que nos teníamos que mudar. FJ quería un sitio en donde él pudiera vivir con su novia, Julie Miller. Antes de que el verano oficialmente llegara, sustituimos la cabaña de una habitación por una casa de tres habitaciones en un suburbio de clase media en Salinas, cerca de la calle North Main. Nuestro nuevo vecindario en Salinas
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bordeaba el norte del pueblo. Estaba situado colindante a los campos que se extendían en la distancia ondulante como un delicado sobrecama de retazos que llegaba hasta las montañas Gabilan. Cuatro personas vivimos ahí: FJ, Julie, Aggie Rose, una amiga de Julie, y yo. Aggie vino a Salinas después de la huelga del 1970 para involucrarse con el movimiento de los trabajadores agrícolas. Venía de una familia Portuguesa y creció en el Valle Central en donde trabajadores portugueses formaban una gran parte de la fuerza laboral en los viñedos. Aggie hablaba portugués con fluidez y también hablaba español. En Salinas encontró una trabajo en una agencia de bienestar social que asistía a los labradores agrícolas, y usó la oportunidad para organizar reuniones en donde ella enseñaba películas como La Sal de la Tierra (Salt of the Earth).
     Aggie era independiente en su manera de pensar y odiaba la idea de estar subordinada a cualquier hombre; un prospecto que, según ella, inevitablemente sucedería en cualquier relación. A la misma vez se sentía dividida entre el remordimiento y una fuerte presión social para que se asentara con alguien, se casara y tuviera una familia. Esta ambivalencia la desgarraba en dos, y la llevaba a sufrir períodos de depresión. Aunque sólo tenía veinticinco años en aquel entonces, insistía que había “perdido su tren” y que estaba condenada a quedarse “solterona”. Irónicamente, siempre tenía múltiples posibilidades.  Pero parecía que cada vez que un hombre hacía cualquier avance en su dirección, ella se ponía nerviosa y llena de ansiedad. Una vez me confesó que sólo se sentía cómoda alrededor de hombres comprometidos en una relación. El hecho de que yo era un hombre soltero y viviendo en la misma casa añadía estrés a nuestra situación y llevó a que yo me mudara el invierno entrante.
     Diferencias políticas también contribuían a las presiones en nuestra casa. Como la mayoría de la juventud de la época, compartíamos un ávido interés en la política y una aversión al orden político prevalente. También odiábamos la guerra, el racismo y la explotación en que el sistema estaba basado. Aun así, cada vez que nos aventurábamos más allá del territorio común e intentábamos caminar por el terreno de soluciones, surgían diferencias tajantes. Yo

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había perdido la fe que el sistema era capaz de hacer otra cosa que crear injusticia y desigualdad, guerra, y otros desastres. Yo no veía a la injusticia como una tacha en un sistema imperfecto sino como parte fundamental de la estructura económica y política. Aggie creía en la reforma y en influenciar un cambio desde adentro, y rechazaba ideas revolucionarias como ideologías impuestas por fuerzas “externas”.
No muchos meses después de que formamos nuestro hogar en Salinas, Aggie empezó a trabajar de manera directa con el sindicato de los trabajadores agrícolas. La asignaron a trabajar en Livingston, un pueblo pequeño en el Valle de San Joaquín, no lejos de donde ella había crecido. Allí ella dirigió un sindicato local de los trabajadores de los viñedos de Gallo, aplicando su incansable energía a esa desafiante labor. Cada una de las reuniones del sindicato de los trabajadores de Gallo tenía que ser conducida en tres idiomas, para acomodar a los trabajadores portugueses, mexicanos y anglo bajo contrato con el UFWOC; un contrato ganado después del boicot de uvas en el 1970. Allí ella se aplicó a hacer aquellos cambios que consideraba podían ser realizados desde el interior

Representante de la Cuadrilla

Cuando Puerto Rico dejó de deshijar y se fue a trabajar a una cuadrilla de cosecha, necesitábamos a un nuevo representante. Varios en nuestra cuadrilla decidieron que FJ o yo deberíamos tomar el puesto, argumentando que como hablábamos inglés y “entendíamos las leyes”, estábamos mejor equipados para manejar los asuntos con la empresa. Nosotros nos opusimos, razonando que la cuadrilla debería estar representada por alguien con más experiencia en los campos y alguien que estuviera mejor familiarizado con una mayoría de la gente. Pero cuando otros posibles candidatos ofrecieron una u otra razón por la cual no podían hacer el trabajo, cedimos. Como FJ tenía planes de irse de la cuadrilla de deshije para cosechar apio, un trabajo más duro pero con mejor paga, el trabajo calló sobre mis hombros.  Yo



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era “el repre” de la cuadrilla cuando el sindicato llamó para la movilización a Sacramento. Como el repre, yo sentía que era mi responsabilidad el oponerme a la empresa cuando ésta pretendía tirar el contrato por la ventana, sólo porque los jefes consideraban que era en su mejor interés hacerlo. Esta posición me puso en conflicto con Félix y los supervisores de la empresa.
El contrato con Interharvest especificaba que las cuadrillas debían tener acceso a agua en todo momento, incluyendo agua fría en los días de mucho calor. El clima en el área de Salinas, aún en medio del verano, es por lo general moderado. Son estos veranos frescos, rociados por el aire húmedo del océano, que crea el clima ideal para los vegetales verdes como la lechuga. Pero períodos de calor sí ocurren. Durante uno, la atmósfera en los campos era sofocante y los trabajadores querían agua fría. La cuestión de tener agua fría puede aparentar ser algo trivial, pero aunque suene increíble, la escasez de agua para tomar en los campos y aún la falta de facilidades de baños habían sido causas de reclamos en contra de la empresa por un largo tiempo. Y continuó siendo así aun después que las leyes, a nivel del estado, ordenaron cosas como inodoros portátiles en los campos.
Durante este particular período de calor, habíamos estado bebiendo agua tibia por varios días, y cuando el jefe de los campos llegó en su Galaxy blanco y se paró al lado del autobús a hablar con el mayordomo, yo fui a decirle que no estábamos contentos con el agua tibia. Su cara normalmente rosada se puso roja. “No he oído que nadie se esté quejando, sólo a ti,” me dijo. “No es la responsabilidad de ellos el quejarse,” le dije. “Es mi responsabilidad porque soy el representante de esta cuadrilla.” “Si quieren hielo, entonces que lo traigan ellos,” me informó y me dio la espalda, caminando de regreso al autobús, en donde Félix lo esperaba. Lo seguí hasta la puerta del bus. “Usted siempre anda diciendo que tenemos que observar las reglas del trabajo y seguir el contrato, ¿pero qué tal usted? ¡El contrato dice que nos toca agua fría en los días que hace calor! Me sentía más caliente que la temperatura ambiental. Él estaba bastante lívido


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también cuando me gritó, “¡O, qué se vaya al infierno el contrato!” Desinteresado en seguir la discusión, se metió al autobús con el mayordomo y estrelló la puerta, mientras que yo me quedé afuera gritándole obscenidades, listo para el combate. Después la empresa trató de hacer un caso sobre lo que había pasado, amenazando que me iban a despedir. Pero sus esfuerzos nunca llegaron a nada. El jefe de los campos negó que había dicho que los trabajadores trajeran su propio hielo o que había denunciado al contrato, pero la empresa terminó relevándolo de su cargo sobre las cuadrillas de deshije, en parte por esos comentarios.
Enfrentamiento con la Empresa—Chávez Llega al Pueblo
Los conflictos en los campos provocaron que la empresa le exigiera al sindicato que impusiera disciplina. Los jefes se quejaron que la producción y la calidad estaban siendo afectadas por las dilaciones  en la cuadrilla y que esto le estaba haciendo daño a la empresa en el mercado competitivo. Era pleno verano cuando la oficina local del UFW en Salinas convocó una reunión con los representantes de las cuadrillas para discutir las alegaciones de la empresa. El sindicado concertó reunirse con la empresa pero insistió que los representantes estuvieran presentes. Por eso era necesario realizar la reunión para prepararnos.
Los representantes expresaron sus opiniones sobre varios asuntos, denunciando lo que ellos consideraban coacciones por parte de la empresa. Asuntos relacionados a la calidad del trabajo, al despido de representantes como el que había pasado en una cuadrilla de cosecha después del viaje a Sacramento, a la contratación de labradores de la calle (no miembros del sindicato), en clara violación del contrato, a la falta de respeto que varios funcionarios de la empresa le demostraban a los representantes del sindicato, y al sindicato en general, y una letanía de otras querellas.
La reunión con la empresa estaba pautada para un día en medio de la semana. Como la empresa había convocado la reunión, todos los representantes recibieron un día libre con paga. La sesión se llevó a
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cabo en el salón de conferencias de uno de los hoteles al norte del centro de Salinas. En un lado del salón, detrás de varias mesas largas, estaba una columna de hombres de mediana edad, muy bien vestidos. La mayoría eran blancos pero había algunos mexicanos también. Entre ellos estaba sentado un hombre entrecano y bien vestido con el nombre de Lauer, quien era el vicepresidente de relaciones laborales, radicado en Boston, para United Fruit. Al otro lado del salón de conferencias, y detrás de otras mesas largas, estaban los trabajadores de los campos, de diferentes edades y muchos de ellos con gorras de béisbol y sombreros.
Yo estaba ahí ese día y recuerdo cuando César Chávez entró, acompañado por un número de oficiales y voluntarios del sindicato, incluyendo a Juan Huerta y a Roberto García, a quien había conocido en el salón del sindicato local y sabía que era el coordinador del sindicato para los lechugueros de Interharvest. César Chávez era más bajo en estatura que el resto, ciertamente una de las personas más pequeñas en el salón de conferencias. Tenía una cabellera negra abundante, peinada hacia atrás. A pesar de su baja estatura, su presencia comandaba respeto y rebosaba confianza en sí mismo. Yo estaba parado hablando con otros representantes cuando él entró al salón y uno de los otros repres me llevó hasta donde Chávez y me introdujo. Yo estaba nervioso y nada más le dije, “Gusto en conocerlo”. La pequeñez de sus manos me sorprendió.
Poco después de que todos nos acomodamos en nuestros asientos, Chávez inició la reunión saludando a los representantes de la empresa y también a los trabajadores, agradeciéndoles a todos por su participación. Entonces se refirió a la comunicación que él había recibido, en donde la empresa alegaba diferentes problemas y solicitaba una reunión. Detalló algunos de las acusaciones de la empresa, desde la mala calidad del trabajo e insubordinación hasta violaciones del contrato, entre otros. Chávez también relató cómo él les había solicitado a los representantes del sindicato que estuvieran presentes para que ellos pudieran participar y escuchar las denuncias que estaban siendo presentadas por la empresa y además para que

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tuvieran la oportunidad de responder. Entonces el Sr. Lauer empezó a hablar. Sólo había dicho algunas palabras cuando uno de los representantes de las cuadrillas de cosecha se paró y tomando varios pasos hacia la mesa en donde estaban los representantes de la empresa dijo, “Cal Watkins es un perro racista”. Si sus palabras no eran suficientes, apuntó con su dedo a un hombre alto quien era el jefe de personal en Salinas. Un hombre de la empresa, quien inicialmente aparentaba estar dispuesto a traducir el comentario a sus colegas, se sentó de nuevo obviamente aturdido. Otro trabajador se puso de pie para hacer una declaración en contra del trato recibido por parte de uno de los mayordomos; trato que en su opinión era inaceptable. Ese mismo trabajador entonces tradujo sus propias palabras, en un inglés emocionado pero firme. Después una mujer que trabajaba en una de las máquinas de lechuga habló sobre un incidente que pasó en su cuadrilla. Ella apenas había terminado cuando otra persona empezó a hablar sin preocuparse por traducir sus comentarios y entonces esa persona fue interrumpida por otro trabajador, y otros empezaron a hacer lo mismo hasta que un grupo de trabajadores estaba de pie, ya sea hablando o levantando sus manos para hablar. Poco a poco se estaban aproximando a las mesas en donde estaban los representantes de la empresa cuando Chávez levantó su mano y pidió silencio. “Gracias, compañeros y compañeras”. Se volteó hacia los hombres de la empresa. “Creo que podemos ver que los trabajadores también tienen quejas”. Fue un excelente movimiento teatral.
Esto confirmó la inteligencia táctica de Chávez. Él había respondido a los reclamos de la empresa, pero, con la ayuda de los trabadores, viró la reunión patas arriba. La acusación de racismo al principio de la reunión, ya fuera por diseño o espontáneamente—y ciertamente con mérito—situó a la empresa a la defensiva. La sesión continuó bajo una atmósfera completamente diferente a la que la empresa había imaginado o esperado. Tras otras discusiones, la asamblea se dividió en reuniones más pequeñas que incluían los comités del sindicato y hombres de la empresa, con el propósito de facilitar la discusión de los agravios mutuos. La reunión concluyó con

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la decisión de que era necesario convocar otras reuniones de trabajo, entre la empresa y el sindicato, para concebir recomendaciones basadas en los intereses de ambas partes. Los trabajadores estaban satisfechos con el resultado; por lo menos con el tono de la reunión. Me imagino que la empresa estaba un poco menos satisfecha.
Tomó tres semanas de reuniones para negociar soluciones a los agravios. En el salón del sindicato local, uno de los empleados de la oficina, quien había estado asistiendo a las sesiones, me llamó a un lado una tarde y me relató un incidente que había pasado con la empresa. Intentando volver a ganar la iniciativa en las negociaciones, la empresa señaló con seriedad el hecho de que un panfleto había sido distribuido a la cuadrilla por uno de los representantes del sindicato. “Esa era tu cuadrilla”, me dijo el empleado sonando divertido.
     El panfleto referido apoyaba a los trabajadores de acero que se encontraban enredados en una batalla, por las demandas de sus jefes, de que aceleraran  la producción sin recibir el aumento en salario correspondiente. También estaban protestando el despido de sus compañeros de trabajo. Colocando el panfleto sobre la mesa del salón de conferencias con gran deliberación, uno de los hombres de la empresa declaró enfurecido, “¡No vamos a tolerar propaganda comunista en nuestras cuadrillas!” El lado del sindicato descartó el asunto, me aseguró el empleado, trayendo a colación la cláusula de no discriminación contenida en el contrato. El empleado del sindicato se deleitó en la incomodidad de los representantes de la empresa. Pero esta posición del sindicato llegaría a ser, en el futuro, bastante irónica.
Al final, se llegó a un acuerdo. Se le advirtió a los trabajadores, durante reuniones en el salón del sindicato, o a través de sus representantes de cuadrilla o de los empleados de la oficina del sindicato local, que tuvieran más cuidado con la calidad de su trabajo. En intercambio, la compañía acordó dar más concesiones, la más visible fue cambiar los mayordomos de algunas de las cuadrillas y el despido o la transferencia de varios supervisores, incluyendo al supervisor en la cuadrilla de deshije que discutió sobre el agua fría. Un poco tiempo después, Félix se fue también, y en su lugar vino un

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nuevo mayordomo llamado Gerónimo; un hombre a principios de los treinta con un cuerpo robusto y cara ancha, con una sonrisa tímida que revelaba una línea de dietes encapsulados en oro. Gerónimo era más callado y más tímido que Félix. También estaba menos inclinado a la confrontación.
Con sus acciones, los trabajadores estaban empezando a ejercer el derecho que se le había negado por años, el derecho a influenciar sus propias condiciones de trabajo; el derecho a ser más que herramientas mudas a la merced de las condiciones del mercado y de la insaciable sed por lucros. Y exactamente por esto, la determinación de los productores, de aplastar al sindicato y al espíritu que había empezado a infundir en los trabajadores, aumentó en intensidad.

La  Migra
Conflictos con la empresa no era el único problema de los trabajadores. Más que la empresa, y eso es decir mucho, los trabajadores odiaban a la migra. No tenías que estar en Salinas o en los campos por mucho tiempo antes de escuchar comentarios sobre la migra. Y era raro oír cualquier mención del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS por sus siglas en inglés) sin percibir un intenso tono amargo y lleno de indignación. En ocasiones, había visto las camionetas blancas y verdes alrededor del pueblo, pero no había tenido ningún contacto con ellos, y como un “Anglo”, no tenía ninguna causa para temerles.
Un día, a finales de Julio, vimos varias camionetas de la INS acercándose a los campos. Redadas al final de la temporada de cosecha eran comunes, pero no muy comunes en plena cosecha; aunque sí ocurrían de vez en cuando. Para entonces existía la sospecha de que la INS se estaba enfocando en las empresas con sindicatos. Como era su práctica, se acercaron al campo desde diferentes puntos para impedir cualquier escape. En este caso, el único lado que no cubrieron estaba bordeado por un canal de riego. Quien quisiera esquivarlos y escaparse del campo tenía que brincar en ese canal.
Después de chequear las tarjetas de residencia de los miembros de la cuadrilla u otras formas de identificación, se llevaron a uno de los
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trabajadores, a un joven llamado Carlos. Estábamos trabajando cerca del camino cuando esposaron a Carlos y lo sacaron del campo. Yo los seguí. Fui a donde habían estacionado su camioneta para averiguar lo que pasaba. Yo desconocía el estatus legal de Carlos, y francamente, ni me importaba. La idea de que él podía ser sacado a la fuerza, en esposas, por no hacer nada más que trabajar me parecía absurdo y hasta criminal. Le pregunté a los oficiales porqué se estaban llevando a Carlos, y uno me dijo, “No es tu jodido asunto”. Sentí el ardor subiéndome por el cuello y le grité a Carlos, preguntándole que qué estaba pasando.  Él me dijo que se le habían olvidado sus papeles en su casa. Por un momento pensé en agarrarlo y llevármelo conmigo, pero no me pareció una idea que culminaría en éxito.  Como quiera, yo no iba a irme sin decir algo, así que le grité a la migra, “¡Suéltenlo. Él es miembro del sindicato y ustedes no tienes ningún derecho a llevárselo!” El oficial de la migra que estaba llevando a Carlos hacia uno de los carros tomó varios pasos hacia atrás y enfrentándome me gritó, “¡Que se vaya a la mierda tu maldito sindicato!” “¡Que se jodan ustedes, malditos cerdos de la migra!” fue mi respuesta, con el ardor que me había subido hasta mis orejas.
Cuando di la vuelta para regresar a la cuadrilla, uno de los oficiales de la migra me agarró y me tiró al suelo. Me puso las esposas y me metió a su carro. El automóvil de Inmigración era como uno de los carros de la policía y tenía una parrilla de metal entre los asientos delanteros y los traseros. La camioneta que llevaba a Carlos se marchó y el carro en el que yo estaba se dirigió en la dirección opuesta, por uno de los caminos de tierra que circunvalaban los campos. Durante el trayecto, el conductor aplicó los frenos repentinamente, vez tras vez. Con mis manos esposadas detrás de la espalda no podía detener el ímpetu de mi cuerpo mientras se movía hacia el grillo de metal que nos separaba. Sólo podía torcerme para que los golpes fueran en mis hombros y no mi cara. El chofer zigzagueó por los campos como por veinte minutos mientras que dos agentes tomaban turnos insultándome y discutiendo todo lo que iban a hacer para dejarme despedazado y ensangrentado.


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De momento, el chofer giró el volante bruscamente y frenó con un chirrido frente a uno de los canales de riego. Su socio brincó del carro y fue a la puerta trasera del pasajero mientras le gritaba a su camarada, “Vamos a darle una paliza a este pendejo y vamos a tirarlo al canal”. Cuando abrió la puerta, me agarró por el brazo y empezó a halarme pero de momento me soltó. Se metió nuevamente al carro y los oficiales empezaron a manejar otra vez hasta que se cansaron de su entretenimiento. Finalmente, me llevaron de regreso al campo de donde los agentes de la migra me habían agarrado, y mientras me sacaban del carro y me quitaban las esposas, me amenazaron que la próxima vez que yo los llamara “cerdos”, podía esperar un viaje al hospital.
Cuando relaté esta historia, me aseguraron que, a pesar del maltrato  yo fui dichoso. Si yo hubiera sido un inmigrante, podía ser que no estuviera vivo para contárselo a nadie. Y aún más, me debía sentir muy afortunado que no fui arrestado por interferir con un oficial federal en cumplimiento de sus funciones.
La confrontación con la migra impactó no sólo a mi cuadrilla pero a un círculo mayor. La idea de un Anglo enredándose con lo migra era sorprendente, y hasta chocante. Lo que yo no sabía entonces era que Carlos era el hermano de nuestro mayordomo Gerónimo, y que el incidente impactaría nuestra relación en la cuadrilla y en el futuro. Nuestro conflicto sobre los asuntos de la empresa y el sindicato fue alterado por nuestra mutua antipatía por la migra. Por muchos años después, cuando yo veía a Gerónimo en otras cuadrillas y en diferentes empresas, me sonreía con su amplia sonrisa coronada en oro y me recordaba sobre la vez que yo “peleé  con la migración”.    







 2. Otoño e Invierno

LA ÚLTIMA COSECHA en la extensa temporada de siembra de Salinas llega a su pico en la última parte de agosto, para luego disminuir con rapidez en los días más frescos y cortos de octubre y de principios de noviembre. Según se van acortando los días, el valle caducifolio se va “deshojando” de sus trabajadores de temporada. Son pocos los empleos que hay durante el invierno y con casi todos los campamentos de trabajo cerrados hasta la primavera, la mayor parte de los trabajadores agrícolas tenían que levantar vuelo ya que no contaban con seguro de desempleo, algo que no estuvo a su alcance hasta años después. Tenían que pasar el invierno en México, o lo más probable unirse a la corrida; o sea, integrarse al circuito de cosechas y dirigirse al sur siguiendo el sol, al igual que las golondrinas de los riscos de las playas del norte. Muchos trabajadores migrantes eran portadores de tarjetas verdes de residencia y tenían sus hogares en las ciudades fronterizas de Mexicali, San Luis y Río Colorado. El invierno llevaba a sus hogares y a sus centros de trabajo a una más cercana armonía geográfica; o al menos, a una menor distancia en las “fuentes de ensalada” del Valle Imperial y de Yuma.
El invierno transformaba el distrito de los trabajadores agrícolas de Salinas. Hacía que desaparecieran los grupos mañaneros de trabajadores hortícolas que se congregaban a lo largo de las vías del tren que atravesaba la calle Market, a corta distancia del barrio chino; o que llenaban las cafeterías y centros de desayuno en el antiguo centro de Salinas, que ya para la década de 1970 se había convertido en un barrio de  mala muerte. Durante el invierno desaparecían las camionetas de los contratistas y los Chevrolet El Camino que navegaban por las calles a la caza de obreros para completar sus cuadrillas. Desaparecían asimismo las actividades mañaneras en los muchos campamentos de obreros que llenaban la ciudad y sus entornos. También se desvanecía el ajetreo en el corralón o centro de
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enganche, así como en los estacionamientos de los supermercados; donde en la temporada de trabajo los autobuses y busetas despedían vapor y humo en las mañanas mientras los obreros se acurrucaban, uno cerca del otro, a causa del frío matutino. No se veían tampoco en diferentes esquinas del sector de Alisal en Salinas las calladas siluetas de quienes estaban a la espera de los vehículos que los venían a buscar, frotando sus palmas para combatir el ambiente frígido.
Todos aquellos lugares ahora se veían despojados de la energía previa al amanecer, del vibrar madrugador de las calles donde la resaca del sueño cede el paso a los roncos saludos o a intercambios jocosos sobre el trabajo y la familia; a quejas relacionadas a la ardua labor y a otros dolores y molestias; a discusiones acerca del movimiento sindical y a preocupados comentarios sobre las redadas del departamento de inmigración. Todo ello se había disipado, barrido por el viento y silenciado a golpes por la llegada del fresco otoñal y de las lluvias invernales.
Para fines de septiembre yo había comenzado a buscar trabajo con la mirada puesta en un empleo por contrato, porque pagaba mejor. FJ había abandonado la cuadrilla de deshije a mitad del verano para probar suerte cosechando apio por destajo. Cuando le pregunté cómo le iba en su nuevo empleo me dijo: “Si todavía estoy vivo, no le eches la culpa al trabajo. ¡Ha realizado su mejor esfuerzo para matarme!” Recuerdo que una noche, después de llegar me dijo: “Déjame contarte acerca del trabajo a destajo en el apio. El mayor esfuerzo físico que jamás realicé fue la práctica de fútbol americano en la escuela superior. El apio es parecido a ocho horas de práctica de fútbol, ocho horas de una maldita práctica de fútbol”. Con ese estímulo me sentí más animado a integrarme al trabajo por contrato. Estaba interesado en ganar más dinero, sí, pero reconozco que también estaba interesado en el desafío.

El brócoli
Hace mucho tiempo atrás, los agricultores en la zona del Mediterráneo y de varias partes de Asia domesticaron algunas plantas silvestres del género Brassica. Esas plantas mostraron poseer cierto potencial. Mediante un proceso de selección dichos agricultores desarrollaron una serie de hortalizas que hoy conocemos como repollo, col rizada, nabos, coliflor, repollitos de Bruselas, así como una flor verde con un tallo grueso rodeado de hojas verdes
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llamada brócoli o brécol. Los etruscos, precursores del Imperio Romano, supuestamente tenían una gran afición por esta planta que afortunadamente sobrevivió a pesar de que no tenía un gran público fuera de la península italiana.
El brócoli fue introducido en los Estados Unidos a principios de los 1800, pero no se puso de moda sino hasta la década de 1920. Fue la familia D’Arrigo la primera que comenzó a cosechar esta planta en una finca en la zona de San José. Cuando el brócoli se introdujo a Salinas se adaptó muy bien a este fresco y húmedo valle costero donde crecía muy bien, prácticamente durante todo el año. Para los años de los 1970, la mayor parte de la cosecha de brócoli de Estados Unidos se producía en Salinas.
La palabra brócoli es de origen italiano y proviene del latín bracchium que significa “brazos”, supuestamente por la forma en que la flor del brócoli se extiende como brazos desde su tallo. Así que tiene la misma raíz que la palabra bracero. De modo que, por coincidencia, por muchos años los brazos de los braceros cosecharon los brazos del brócoli.
Un fresco día de octubre recibí un mensaje de parte de un empleado de la oficina del sindicato diciendo que se alegraba de haber encontrado a alguien que le permitía completar una cuadrilla para trabajar en brócoli, en la empresa D’Arrigo. Esa fue mi oportunidad para trabajar por contrato en una hortaliza venerada por las madres y odiada por sus hijos. Una que tiene tanta vitamina C, fibras solubles y otros nutrientes como para ser considerada una de las hortalizas más saludables de todas; y que cuenta con cualidades anticancerígenas, entre sus muchas virtudes.
Pero la salud está en comerlo, no en cosecharlo. Cortar brócoli quizá no requiera la destreza o la resistencia que implica trabajar a destajo en la lechuga o en el apio; pero la labor es agotadora. La oportunidad de integrarme a aquella cuadrilla vino como resultado de la experiencia y la resistencia que había obtenido en la labor de deshijar.
En el Valle de Salinas y en el resto de California, el brócoli es cosechado con la ayuda de una máquina: una larga correa movible que se traslada a través de un sembrado. En la década de 1970, antes de que el brócoli se empacara en cajas de cartón en los mismos campos, esta máquina que tenía un sobresaliente cuello, transportaba el brócoli cortado a grandes cajones colocados en un camión de plataforma que se movía al mismo paso que la correa.
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Los cortadores seguían a la correa movible, caminando entre los callejones que había entre los surcos. Llevaban puestos impermeables amarillos: gruesos pantalones y chaquetas a prueba de agua y botas de goma hasta las rodillas, para protegerse de la humedad. Llevábamos afilados cuchillos con hojas de diez pulgadas, así como sombreros para protegernos del sol. Las cuadrillas mixtas del brócoli eran comunes, pero no había mujeres en aquella.
Algunas variedades de brócoli crecen hasta llegar a la cintura, lo que permite cortarlas sin agacharse. Eso era un gran alivio de los dolores de el cortito. Aún así, trabajar en el corte con una cuadrilla de brecoleros experimentados, recibiendo pago a destajo, o sea por producción, no es un paseo dominical. Muchos de esos primeros días que pasé en el corte del brócoli, me sentí al borde del pánico. En los sembrados repletos de plantas, las verdes cabezas de brócoli se meneaban a un ritmo furioso, debajo de aquella poderosa maquinaria. Intentaba mover mi cuerpo y manos más rápido de lo que creía posible, a lo largo de sembrados que parecían llegar hasta donde se perdía la vista. Observaba la técnica de los demás trabajadores y espoleado por la necesidad del momento aprendí a agarrar las cabezas y a cortar los tallos al mismo tiempo, colocándolos en la correa con un movimiento rápido de la muñeca. Mientras aún volaban por el aire, intentaba prestar atención a las flores que había a un lado y a otro: Agarrando, cortando, tirándolas hacia el frente para luego volver atrás y adelante, en un continuo movimiento, mientras marchaba a tropezones y en forma dolorosa por un terreno desigual y resbaladizo. Únicamente el lento giro de la máquina al final de una pasada, me permitía dirigir mi atención a las ropas empapadas de sudor y a las gotas que me bajaban por el cuello y espalda: una iniciación líquida al mundo del trabajo por contrato.
En aquellos primeros días, en ocasiones mis compañeros de cuadrilla de ambos lados, y sin decir palabra, cortaban las plantas que yo no había tenido tiempo de alcanzar debido a mi lentitud. Más tarde, al irme acostumbrando al trabajo, hice lo posible por devolver los favores a los que estaban cerca de mí.
En la cosecha del brócoli a destajo, o por producción, el pago no se calculaba por el reloj sino por el ruido de los pesados camiones de plataforma que aceleraban para marcharse del sembrado. La cuadrilla no necesitaba autoridad alguna que le dijera que debía que apresurarse. Voluntariamente la misma se transformaba en una maquinaria cosechadora que le ordenaba individualmente a todo miembro que se esforzara al máximo de su ritmo colectivo. Como
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individuo, o usted se sometía o se daba de baja. Uno se adaptaba durante el tiempo que la máquina se movía a lo largo del sembrado, obviando el dolor y el cansancio, relegando el descanso con la energía que resulta de pensar en ello a un punto en el tiempo y el espacio donde  tan solo se podía anticipar, aunque siempre se lo deseaba.
Únicamente había tiempo para moverse a un ritmo normal al final de una hilera de plantas, mientras la máquina en forma desgarbada giraba en un amplio arco para volver al extremo del sembrado en dirección opuesta; liberados de la atadura invisible que nos arrastraba a través de aquel campo sembrado. Aquellos eran minutos preciosos para recuperar energías, o para mudar la pesada piel de los impermeables, que en el transcurso de la mañana se habían convertido en algo insoportable por el calor, como si fuera un baño de vapor portátil.
Los productores sembraban diferentes variedades de brócoli, dependiendo de la temporada, del terreno, del microclima y de la importantísima viabilidad comercial (la forma en que se veía en el supermercado). Para el obrero agrícola que trabajaba en la cosecha, lo que más importancia tenía era que algunas variedades crecían poco, mientras que otras eran más altas; que algunas tenían cabezas pequeñas, reducidas, mientras que otras eran gruesas y pesadas.
En un buen sembrado de un brócoli bien nutrido usted podría al menos consolarse contando mentalmente los cajones llenados con el producto, para calcular su valor en dólares por hora; mientras que el sudor le corría por los lados de la cara y brazos, y los pies enviaban mensajes actualizados de su condición de fatiga y dolor. Pero cuando el brócoli era pequeño o escaso, o ambas cosas; o cuando estaba a la altura de la rodilla o de la pantorrilla y requería doblarse más y caminar y estirarse para alcanzarlo y cortarlo; parecería por momentos que los cajones se estancaban para siempre debajo de una lluvia de brócoli. En esas ocasiones, había poco que aliviara la incomodidad. Los temperamentos se ensombrecían y la paciencia se agotaba con facilidad.
D’Arrigo había estado presente en el valle durante muchos años y era parte de la oligarquía local de productores; por ese motivo constituyó una sorpresa que fuera la primera empresa de hortalizas y verduras no transnacional, que a finales de 1970 firmara un contrato con el sindicato UFWOC. Eso fue considerado como una medida de la fuerza de la huelga general de 1970 y del movimiento
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sindicalista, así como del temor suscitado por la amenaza de un boicot de rechazo.
Sin importar los factores que llevaron a D’Arrigo a la mesa de negociaciones con el sindicato, era evidente, a lo menos desde el punto de vista de la cuadrilla de trabajo del brócoli, que los trabajadores en el caso de D’Arrigo no estaban sólidamente unidos en torno al sindicato, como lo estuvieron respecto a Interharvest. Creo que esto en parte respondía al hecho de que después de la huelga de 1970, algunos activistas sindicales, colocados en una lista negra por compañías no sindicalizadas, habían comenzado a trabajar en Interharvest. Eso no constituyó un elemento de peso en el caso de D’Arrigo. No obstante, dondequiera que el sindicato levantaba su bandera surgían conflictos y controversias, y en esto la cuadrilla de trabajo no era una excepción. Mientras que con otras cuadrillas de cosechadores, como los de la lechuga, los conflictos giraban en torno a la calidad, los conflictos con el brócoli tenían que ver con las cantidades. Esto porque el brócoli demanda menos destreza en la selección y corte y es menos susceptible a daños. Por otro lado, calcular la cantidad de brócoli cosechado es menos complicado.
De los aproximadamente veinte cortadores en una cuadrilla, uno de ellos permanecía de pie en el camión para dirigir a los cajones el chorro de tallos cortados que caía de la correa. Cuando se llenaba un cajón el “encargado” empujaba la boca de la correa a otro cajón vacío y así sucesivamente hasta que los cajones se llenaban y despegaban hacia el almacén de empaque. Antes de que el sindicato hiciera su entrada a los sembrados, el mayordomo de la compañía y los supervisores estaban en libertad de seleccionar a un miembro de la cuadrilla para que dirigiera la boca de la estera. Las compañías se empeñaban en que los cajones fueran llenados más allá de los bordes. Escoger a la persona que realizaba esa labor, que se considera un privilegio ya que es más fácil que el corte, le concede poder a las empresas. Los que son seleccionados tienen un incentivo para mantener una buena relación con la empresa, acomodándose a los deseos de la misma. Sin embargo, con el sindicato los trabajadores tienen un inmediato potencial para desafiar el control de la compañía respecto al que controla los cajones.
Era fácil hacer trampas cuando los cajones eran llenados como si fueran montañas empinadas, muy por encima de los bordes. La empresa insistía que la sobrellenada era necesaria debido que el movimiento de los cajones al ser transportados al almacén de empaque hacía que el brócoli se asentara. Los trabajadores
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contestaban: “Se nos paga por cajón en el sembrado, nosotros no tenemos que ver con lo que le suceda después de salir de allí”.
La cuadrilla de trabajo de D’Arrigo estaba sindicalizada, pero no unida. Entre nosotros había trabajadores que habían estado sujetos a las condiciones casi esclavistas de los años de los braceros y ahora creían que debían pronunciarse respecto a su estatus si no querían continuar siendo pisoteados para siempre por la empresa. Ellos se alegraban por el espacio que el movimiento sindical estaba abriendo a la fuerza y se encontraban listos para luchar por algo mejor. Había trabajadores como Enrique, nuestro representante del sindicato, cuyos padres y abuelos habían sido miembros o dirigentes de sindicatos campesinos en México; o que habían recibido influencias socialistas o comunistas y que consideraban todo desde un punto de vista de clases sociales. Ellos no consideraban que no seguir del lado de la empresa, sería lo mismo que dejar de respirar. Pero había otros cuyos intereses estaban identificados con los de la empresa. Algunos eran ex braceros que habían recibido ayuda de los productores para obtener sus tarjetas de residencia y se sentían en deuda con la empresa. Según se expandía el movimiento sindicalista, los “instintos paternales” de los productores crecían de manera proporcional. Había obreros que se sentían distanciados del sindicato, o que no tenían confianza en el mismo. Algunos argumentaban que el sindicato o unión laboral, podrían permanecer o desaparecer, pero los productores siempre estarían presentes. Las empresas intentaron aprovecharse de aquellas actitudes y divisiones con el fin de mantener un completo control de la producción, que afirmaban debían poseer con el fin de sobrevivir a la ruda competencia existente en la industria agrícola.
La mayor parte de la cuadrilla estaba formada por mexicanos; hombres de diferentes edades y que en gran medida provenían de Michoacán. Pero contábamos también con un grupo de trabajadores negros que había estado con D'Arrigo durante años. Tenían poca fe respecto a que el sindicato representaría algo positivo para ellos. Desde luego, no compartían los sentimientos nacionalistas de un sindicato marcadamente identificado con México y con sus emblemas nacionales como la Virgen de Guadalupe y sus estrechos vínculos con la Iglesia Católica. Varios de esos obreros no se escondían para burlarse del sindicato, declarando que no deseaban tener nada que ver con el mismo. Había una excepción entre ellos y era alguien llamado Clarence, a quien consideré un buen amigo en aquellos tiempos:
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Clarence
Clarence era un veterano del Sindicato de Estibadores en San Francisco, donde había pasado la mayor parte de su vida laboral. Él había venido a Salinas después de la disolución de su matrimonio y otras circunstancias de las que no hablaba. Durante la huelga general de 1979 él abandonó uno de los sembrados de D'Arrigo y fue reclutado por la UFWOC para participar en demostraciones en contra del consumo de lechuga en Cleveland, donde permaneció durante ese primer invierno luego de la huelga. Para el siguiente verano regresó a los sembrados.
Clarence y yo nos convertimos en compañeros de conspiración mientras estábamos en la cuadrilla de trabajo; y en amigos cuando no estábamos en ella. Yo confiaba en su experiencia para buscar consejo cuando surgían determinados conflictos en el grupo laboral. Clarence consultaba conmigo acerca de asuntos que él veía o percibía, debido a que su limitado conocimiento del español lo mantenía hasta cierto punto aislado de aquellos que no hablaban inglés; y aunque mi español no era muy allá, era mejor que el suyo. En ocasiones cuando surgía alguna discusión en el grupo, Clarence venía y me preguntaba: “¿Qué es lo que están discutiendo los demás?” Si yo lo entendía se lo comentaba a Clarence y luego conversábamos al respecto. Nuestra relación estaba cimentada en el apoyo de ambos al movimiento sindical y en nuestro idioma común. Con el paso del tiempo nuestras actitudes respecto a otros asuntos nos hicieron compenetrarnos aún más.
Clarence vivía cerca del centro de Salinas. En ocasiones nos encontrábamos en la calle e íbamos a un pequeño restorán chino donde preparaban comida americana, el Café Rodeo. Pedíamos alguna comida como un estofado de carne y habas verdes o vainitas, además de una buena cantidad de papas majadas bañadas en una espesa salsa marrón de carne, o un hígado encebollado, zanahorias y guisantes, y papas majadas u horneadas. Luego nos sentábamos a conversar ante unas tazas de café aguado.
Cuando no estaba trabajando, Clarence prefería vestir con pantalones de salir, con una camisa de mangas largas y con una chaqueta y un sombrero de fieltro negro rodeado de una banda. Con aquel atuendo él no se parecía en nada al cortador de brócoli que a diario se ataviaba con una gorra de beisbol, camisa de trabajo azul enrollada hasta los codos, pantalones amarillos a prueba de agua con tirantes grises y unas altas botas de agua.
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Clarence era ecuánime y por lo general muy tranquilo, hablaba poco y era tímido, no le gustaba bromear mucho; pero tenía una gran preferencia por la justicia que lo llevaba a actuar con apasionamiento. Clarence creía en la justicia y en la bondad expresada a los demás, especialmente a aquellos que consideraba eran víctimas de una sociedad intolerante.
Clarence vivía una vida de soltero en la zona de Salinas donde residían los trabajadores agrícolas, los desamparados, los alcohólicos, las prostitutas. Los adictos a las drogas y otros “parias” sociales que compartían el oprobio de una sociedad “más culta”. En muchas ocasiones mientras estábamos sentados en el Café Rodeo, algunos personajes del vecindario se acercaban a nuestra mesa para saludar a Clarence, a veces para pedir un favor. Entre ellos, algunas prostitutas que se encontraban por momentos sin dinero, que tenían hambre, o que solamente querían saludarnos. Muchas veces Clarence los invitaba para que se sentaran por un rato y compartieran la comida y la conversación De esa forma me enteraba de cosas y sucesos vinculados a ciertos rasgos de Salinas con los que yo no tenía contacto alguno.
Frente al Café Rodeo estaba el Hotel Caminos, un reconocido sitio de Salinas. Había sido inaugurado en 1874 con el nombre de Hotel Abbott. Fue el primer hotel grande en un tiempo cuando Salinas era apenas una polvorienta parada en una ruta de diligencias tiradas por caballos. El Abbott se ufanaba de poseer las más modernas comodidades: teléfono, telégrafo y servicio de mensajería. Durante las próximas décadas fue algo natural que la gente que llegaba a Salinas por tren se detuviera en el hotel, que quedaba a unos cuantos cientos de metros de la estación. Al mirar al Hotel Caminos actual, no era difícil imaginar que en alguna ocasión había sido un lugar destacado, un lugar como para ir a celebrar una noche especial. Durante la década de 1930 la cantina del hotel era el lugar de reunión para los lugareños que habían encontrado un espacio en las páginas de algunas obras del escritor natural de Salinas John Steinbeck, entre otras East of Eden. En 1936 el redactor de un periódico de Salinas observó desde un lugar estratégico en el hotel, una violenta refriega sostenida en la calle Market entre rompehuelgas al servicio de los productores y huelguistas lechugueros, para luego escribir su relato allí mismo.
Para el 1970 el Hotel Caminos se veía viejo, desaliñado y poco atractivo. Sus pasillos olían mal, sus alfombras estaban deshilachadas y sucias, sus tuberías y lámparas estaban en pleno deterioro. Sus
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paredes estaban descoloridas por el moho y otros tipos de hongos. Era una vergüenza para los oficiales electos, pero era un lugar barato para vivir y estaba repleto de personas que no podían costear otro tipo de alojamiento, entre ellos trabajadores agrícolas. Aunque había campamentos de obreros para hombres solteros, eran pocos los lugares para mujeres solas. Yo conocía algunas trabajadoras agrícolas sin marido que vivían allí y cuyos niños correteaban y gritaban por los pasillos del hotel. También conocía a empleados de varias fincas que vivían allí. Había también parejas con y sin niños, solteros y personas jubiladas. Para los residentes de bajos ingresos de la zona era un lugar barato para alojarse. Para la sociedad del lugar era un símbolo de decadencia, un forúnculo que debía ser sajado y drenado. Finalmente fue demolido en 1989, en contra de las objeciones de los conservacionistas locales y a pesar de la relación que tuvo con el una vez repudiado, y hoy reconocido, John Steinbeck.
Clarence y yo hablábamos de todo, mientras matábamos el tiempo y consumíamos lonjas de carne asada o de jamón. Clarence no era de la misma generación, ni tenía las inclinaciones militantes de los soldados negros que yo había conocido en Fort Ord. Por ejemplo, no simpatizaba con las Panteras Negras. Tampoco le gustaba mucho contar historias. Pero al relacionarme con él, aprendí lo suficiente para darme cuenta de que su viaje por la vida le había dejado algunos momentos y recuerdos dolorosos. Aunque su conocimiento del español era limitado, él asistía con regularidad a las reuniones del sindicato y se interesaba en lo que tenía que ver con el mismo. Él simpatizaba con los mexicanos y se identificaba con ellos sobre la base de haber sufrido a causa de las mismas fuerzas: la estructura del “poderío blanco”. Él veía en la ira histérica dirigida a los trabajadores agrícolas por las entidades de poder en Salinas, la misma mentalidad que manifestaban las turbas segregacionistas y dadas al linchamiento del tiempo de su juventud. Él no creía justificable ponerse del lado de los productores en contra de los mexicanos, y en ocasiones daba estocadas al aire con enojo mientras hablaba de algunos trabajadores negros en la cuadrilla que renegaban del sindicato porque “no tenía nada para ellos”. “Son tontos, amigo, son unos malditos tontos. ¡Creen que la empresa los va a proteger! La compañía se los quitará de encima como si fueran pulgas. Como pulgas que caen de un perro. Espera nomás”, decía mientras daba estocadas en el aire a manera de énfasis. “¿Qué es lo que quieren decir con eso de un sindicato mexicano? ¿Acaso no son mexicanos los que están trabajando igual que nosotros? ¡Mejor que te atornillen bien la cabeza, mi amigo!”. Me decía cosas como esas, aunque yo
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reconocía que les estaba hablando a algunos cortadores de brócoli ausentes, ya que él sabía que yo estaba de acuerdo con él.

La batalla de los cajones
A veces surgía una controversia cuando la persona designada por la empresa para trabajar en el camión llenaba los cajones de brócoli mucho más del borde, por la presión del capataz. Dependiendo del calor del momento alguien podía gritar: “¡No seas barbero, la compañía no es tu madre!”
Nosotros los “descontentos”, que Clarence y yo calculábamos éramos más de la mitad de la cuadrilla, simpatizábamos con aquella reacción y nos quejábamos al representante del sindicato quien instruiría al llenador de los cajones que llevara al brócoli hasta el borde, no más de allí. El mayordomo a quien todos llamaban La Coneja, le daba instrucciones a la misma persona que llenara el cajón mucho más, y así aquello no tenía fin. Hubo casos en los que aquellas protestas degeneraban en iracundas explosiones, pero la empresa se las arreglaba para mantener su control sobre el llenador de cajones: un privilegio que utilizaban a su favor. La cuadrilla no estaba lo suficiente unida como para tomar medidas respecto al asunto.
Un día, mientras trabajábamos en un campo con cabezas grandes que crecían hasta nuestras cinturas, la cuadrilla se sentía animada y le dimos duro al sembrado, con cuchillos que parecían de fuego. A prima tarde, cuando la máquina se aproximaba al final de una carrera, aunque faltaba mucho para terminar el sembrado, el mayordomo de repente nos ordenó que echáramos mano de nuestros sacos de cosecha, que llevábamos al hombro. Mientras la máquina aceleraba y salía de aquel surco, nos quedamos atrás cortando brócoli y echándolo en las bolsas que portábamos como si fueran mochilas. Una vez llenos los sacos, caminábamos en forma tambaleante al camión de cama donde el llenador los tomaba y los vaciaba en los cajones. Terminamos aquel surco de esa forma, enfundamos nuestros cuchillos y nos subimos al autobús. Salimos de prisa hacia otro sembrado cercano, dando saltos y brincos por aquel camino de tierra que estaba marcado por las cicatrices de tractores, camiones y maquinarias; mientras el autobús dejaba a su paso una nube de polvo. Llegamos a aquel campo precisamente en el momento en que la máquina recolectora entraba en el carril de un gran sembrado de brócoli de poca altura.
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Una vez que nos acercamos nos dimos cuenta que aquel era el segundo o el tercer corte del sembrado y que apenas quedaban unas escasas cabezas, que en determinadas circunstancias deberían haber sido liquidadas por el arado. Todo lo que se me ocurrió fue que la demanda por el brócoli debía estar muy buena y deberíamos cosechar todo mendrugo posible de aquel triste sembrado. Según la recolectora comenzó a marchar, con sus grandes neumáticos pisando los surcos, nosotros nos doblamos para echar mano de las pequeñas cabezas de brócoli que en ocasiones se encontraban a varios pies o metros de distancia entre sí. Muchas de aquellas cabezas se veían anémicas, apenas más gruesas que los tallos. Ese día trabajamos más de lo acostumbrado. Para cuando llegamos de vuelta al pueblo era prácticamente oscuro, estábamos cansados y con frío.
Al día siguiente la rutina fue algo parecido. Lo único fue que terminamos el sembrado bueno antes del mediodía y nos dedicamos al sembrado infernal en la tarde. De nuevo trabajamos hasta tarde. Me dolía la espalda por el constante movimiento de arriba a abajo y me parecía tener unas pesas atadas a las piernas. Las bromas y chistes que se escuchaban en la mañana se evaporaron como la neblina, mientras marchábamos en silencio a través de aquel ruinoso sembrado. Observábamos con ojos cansados y ansiosos mientras los cajones se llenaban lentamente, acechando la primera señal de una hoja de un destello verde que se asomara por encima del borde. Luego empezarían los reclamos: “Ya está lleno cabrón. Muévelo, muévelo, ya”. Los “cabrones” y los “ya” se hacían más sonoros e insistentes. Pero el encargado de los cajones era más receptivo a los gritos del mayordomo que decían: “Llénalo más, más mis bebés. Muevan las nalgas. Métanse la verga”. Nosotros sufríamos, mientras La Coneja disfrutaba, actuando como una marioneta de la empresa.
La Coneja se distinguía por su sucia boca y por sus obscenidades. Nunca supe cómo y cuándo consiguió el apodo de La Coneja; quizá fue por lo rápido él que cumplía los deseos de la empresa. Había interpretaciones algo más crudas. Algunos años después me tropecé con un viejo amigo de aquellos tiempos del sindicato que tenía una impresión un poco más favorable de La Coneja; sin embargo, yo mismo me sentía disgustado por la actitud de este y por la forma cínica en que nos trataba. Siguiendo las instrucciones que recibía de sus superiores. Los capataces a menudo se consideraban superiores a los demás trabajadores y actuaban en consecuencia. A veces la tiranía de aquellos “que han ascendido por encima de sus semejantes” es peor que la de alguien que no es de la comunidad, y
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La Coneja, sea por lo que fuera, podía actuar como un tiranuelo. Quizá fue el temor a ser rebajado a la misma categoría de nosotros lo que lo llevó a actuar como un sabueso, defendiendo los intereses de la empresa. Su obsceno y estúpido comportamiento ejercía una influencia negativa en el grupo de trabajo. No se abstenía de hablar de las mujeres en términos derogatorios a la vez que exageraba sus atributos varoniles, que incluso se sentía motivado a enseñar; algo que suscitaba risotadas, abucheos y expresiones e disgusto. Se gozaba en suscitar los sentimientos más machistas entre los miembros del equipo de trabajo. Él parecía que disfrutaba ser el centro de la atención.
Aquel día terminamos exhaustos. Cuando oímos que no había campos nuevos disponibles y que tendríamos que regresar al mismo sembrado a la mañana siguiente, se me cayeron los ánimos. Al día siguiente se sentía una fría brisa otoñal y había más humedad que de costumbre. Las colinas cercanas estaban veladas por la niebla mañanera que se levantaba lentamente según avanzaba el día. Al disiparse, avanzada la mañana, se podía ver un cielo claro con una línea de gruesas nubes grises en la cima de las colinas Gabilán hacia el este.
Marchamos pesadamente por todo aquel inmenso sembrado de anémico brócoli, en ocasiones tropezando con sectores más nutridos, pero la mayor parte del tiempo caminando grandes distancias para encontrar algunas escasas y chaparritas plantas de brócoli. Para más dificultades, el sembrado estaba lleno de hierbas que amenazaban ahogarlo por completo. Eso incluía una planta que los mejicanos llamaban dormilona que se parecía a la menta, pero que picaba si la se la rozaba con un brazo descubierto. Durante todo aquel tiempo me era difícil mantener mi mente y ojos apartados de los cajones.
Durante el descanso para el almuerzo la cuadrilla se sentaba en grupos pequeños mientras conversaba, otros se recostaban en tierra, para descasar y recibir algo de la débil luz del sol. Prácticamente todos tenían puestos sus pantalones a prueba de agua porque el tiempo estaba fresco y la tierra estaba todavía húmeda.
Estábamos a unas semanas de la conclusión de la temporada de cosecha. Las ideas giraban alrededor del tema del dinero que estábamos ganando y cómo eso nos afectaría una vez que terminara el trabajo. Algunos se marcharían a pasar el invierno en sus ciudades en México. Otros se quedarían en la zona de Salinas. Otro grupo se
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trasladaría al Valle Imperial para unirse allí a alguna cuadrilla de cortadores de brócoli.
Dos veces aquella mañana nos habíamos quejado a Enrique nuestro representante del sindicato, que los cajones estaban siendo llenados de más, y hubo algo de discusión al respecto durante la hora de almuerzo. Enrique estaba en uno de los extremos del sembrado, integrado a un grupo que sostenía una acalorada discusión. Muy cerca había una gran y pesada armazón con discos de metal. Pronto sería acoplada a un tractor y pasada por encima de aquel sembrado para enterrar los restos de las masacradas plantas que permanecían desafiantes alrededor de nosotros.
En el grupo de Enrique estaba Ubaldo, un fornido trabajador que tenía un frondoso bigote que le caía por ambos lados de la boca y que hacía que muchos lo llamaran Bigotes. Él llevaba puesto un “mono” de trabajo debajo de su impermeable y una desteñida gorra del tipo “Andy Boy”, de la compañía D’Arrigo, que estaba deshilachada por el uso. A su lado estaba Mauricio, de cuerpo más rollizo, quien unos treinta años pero con una figura juvenil, ya tenía unos quince años viajando hacia el Norte. Él y su padre, quien estaba sentado junto a él, eran cosecheros de maíz en su oriundo Michoacán, a un pequeño poblado llamado Santa Clara del Cobre, un lugar famoso por su artesanía en cobre. Allá se dirigirían dentro de aproximadamente un mes para atender su milpa, un pequeño sembrado que tenían.
Mauricio y su padre apoyaban el sindicato. Jesús también estaba sentado con el grupo, estaba más del lado del sindicato, pero hablaba con cinismo de ambas partes. Ubaldo tenía muchos años con D’Arrigo y consideraba que le iría mejor estando en buenas con la empresa que yéndose del lado del sindicato.
Clarence y yo nos acercamos al grupo mientras yo intentaba captar el tema de la conversación utilizando mi rudimentario español. Ubaldo le expresaba sus quejas a Enrique, diciendo que ahora con el sindicato las cosas estaban peor, ya que los empleados de la empresa parecían manifestar más hostilidad y apurarlos más que nunca. Enrique contestaba que una estrategia de la compañía era buscar que los trabajadores se desmoralizaran, haciendo que el sindicato se viera mal con el fin de “vacunar” a los obreros para que nunca se organizaran. Los demás mostraban su asentimiento. Ubaldo seguía discutiendo, sacudiendo la cabeza y encogiéndose de hombros para manifestar su disgusto ante aquella situación.
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     Cuando terminó la hora de almuerzo, me acerqué a Enrique para asegurarme de que había entendido lo que sucedía. Luego le pasé la información a Clarence. La presión de la huelga y del boicot había empujado a D'Arrigo a pactar con el sindicato, pero no había hecho disminuir su decisión de estrangular a la nueva organización. Si los obreros no podían hacer que mejoraran sus condiciones bajo el sindicato, la lógica decía que ellos lo rechazarían y el movimiento sindical se desacreditaría. Esa es la idea que Clarence y yo discutimos mientras contemplábamos cómo el grupo, de mal humor, se ponía en pie.
Ante la insistencia del capataz nos dirigimos lentamente al lugar donde estaba la máquina lista para comenzar en un nuevo surco. Después de comer me sentí mejor, pero el trabajo se me hacía difícil, lento, poco satisfactorio. No pasó mucho antes de que alguien en el otro extremo de la máquina voceara: “Pinche campo, cómo me chingas”, así como otras expresiones de descontento que creaban una oleada de risas de un extremo a otro de la línea de trabajo. Otros tomaron el hilo y más expresiones de enojo cruzaron el aire por encima del ruido de la máquina recolectora del brócoli. Incluso algunos de los cortadores negros se unieron al coro, utilizando la palabra “pinche” en formas creativas, mezclándolas con el inglés y con retazos de español: “Pinche brócoli, motherfucker, cabrón”. Y la cuadrilla de mexicanos también empezaron a usar las palabras en inglés y pronto se escucharon por toda la línea de trabajo oleadas bilingües de maldiciones, risotadas, gritos y voces.
Ya avanzada la tarde, cuando llegábamos a las últimas carreras del sembrado, La Coneja sacó de nuevo los sacos recolectores mientras la máquina se marchaba ruidosamente por un camino de tierra hacia otro sembrado. “Yo creía que habías dicho que no había más sembrados listos”, dijo Clarence en forma acusatoria. Wun more fil tode”, dijo La Coneja. “Jus wun more. C’mon, amigo, jus wun more” (Nos queda un campo por terminar. Solo uno más. Vamos amigo, solo uno más). Después de un breve trayecto en autobús llegamos a otro sembrado muy rumiado, tan poco atractivo como aquel de donde habíamos salido. “Vamos a la casa”, dijo Chuy un estirado trabajador que llevaba una gorra de beisbol color naranja colocada hacia atrás, mientras salíamos del bus. “Vámonos!” Pero no obtuvo respuesta.
Cuando el primer cajón estuvo casi lleno, los gritos comenzaron a dirigirse al llenador: “Ya basta, muévelo”, para que moviera la boquilla a un nuevo cajón. “Yo mando aquí”, gritó el capataz mientras corría desde la parte de atrás de la máquina para colocarse
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al lado del camión. Podíamos ver la camioneta del supervisor de campo en la distancia, mientras se dirigía hacia nuestra máquina. Mientras tanto, el capataz revelaba por qué él era el mero, mero en su exagerado y bufonesco estilo. Mientras lo hacía, el chorro de brócoli que caía en el cajón se convirtió en un hilillo. La Coneja comenzó a gritar, pero su voz fue silenciada. La máquina se había adelantado pero la mayor parte de los cortadores ya no estaba siguiéndola. De los veinte cortadores, quizá unos quince se habían quedado parados en fila en el sembrado, contemplando cómo se alejaba la máquina. La Coneja miró a su alrededor y llamó al operador para que se detuviera. “Que chingados muchachos, ¡vámonos!”
El supervisor de campo llegó en su camioneta blanca y se dirigió adonde estaba la cuadrilla ahora inmóvil. El representante del sindicato y el capataz estaban dialogando acaloradamente. La Coneja argumentaba que el sindicato no podía detener el trabajo de la cuadrilla y Enrique decía que el grupo se había detenido por su cuenta. Ahora se les unió el supervisor de campo. Enrique meneaba su cabeza.
La Coneja gesticulaba y pateaba el suelo en una demostración teatral de disgusto. El supervisor, un anglo alto de unos treinta y tantos años, permanecía impávido. Finalmente Enrique se dirigió al lugar donde permanecíamos a la espera, ya que nosotros habíamos decidido que era hora de marcharnos a casa. “Compañeros”, nos dijo Enrique, “la compañía quiere que terminemos este sembrado. Solo una hora, más o menos.” Uno de los trabajadores más jóvenes contestó, “Chale, ya vámonos”. Entonces Clarence habló: “Dile que vamos a trabajar si ellos ponen a uno de los nuestros a controlar los cajones. “Ese tipo”, continuó, refiriéndose al que controlaba los cajones, “hace lo que la compañía quiere”. Clarence no estaba gritando, pero a las claras se veía que estaba incómodo. Chuy retomó la idea: “Nosotros controlaremos las cajas, no la compañía”.
Enrique tradujo lo mejor que pudo y le preguntó a los demás qué pensaban. Enrique luego le presentó a La Coneja y al supervisor del campo la oferta que la cuadrilla había acordado. El supervisor estuvo de acuerdo. La Coneja pateó el suelo y agitó los brazos unas cuantas veces. Mientras ellos hablaban, la cuadrilla comenzó a moverse hacia el autobús. El supervisor, que no era tan tarado como La Coneja, estuvo de acuerdo en permitir que la cuadrilla dijera quién iba a controlar los cajones. Más adelante se discutiría si el acuerdo era para aquel día, o algo permanente. Enrique le pidió a

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Mauricio que se subiera al camión. El representante luego los llamó a todos y estuvimos de acuerdo en terminar aquel sembrado.
Terminamos aquel campo sin que hubiera un gozo general. Chuy musitó: “Pinche campo, hasta los gusanos se morirían aquí”. Se requirieron dolores de espalda y piernas y varios días difíciles, pero finalmente la cuadrilla se puso de acuerdo respecto a algo y manifestó su unidad. Fue como una especie de punto pivotal. Eso fue un logro para sentirse bien.

Día de asueto
Evelia Hernández, quien acostumbraba a molestarme con sus trabalenguas, vivía con su familia en la calle Pájaro, en una casa a poca distancia de la calle Market. Allí pasé unas cuantas tardes incómodas, sentada en la sala con Evelia y su mamá en la sala de la casa, entre el organizado caos de un hogar donde había diez niños. Pienso que mi atracción por Evelia estaba entretejida con la imagen romántica de una gran familia hispana, con juguetones niños y unos pacientes padres: una visión no afectada por las realidades del diario vivir de ese tipo de vida. Nuestro breve “noviazgo” pronto concluyó al convencernos de que el gran abismo existente entre nuestras experiencias vitales y culturas no podría ser cruzado utilizando el estrecho puente que dependía del reducido vocabulario que compartíamos.
Aquella mañana estaba visitando a Evelia, respondiendo a su invitación de una semana atrás. Ella y su mamá eran tímidamente corteses. Comimos una dulce capirotada mientras tranquilamente nos sometíamos a una fragmentada conversación hilvanada con retazos y trozos de nuestros dos idiomas, mientras que los hermanos y hermanas menores de Evelia jugaban a “subir la montaña” con su fortachón y paciente padre que permanecía sentado en una esquina de la sala, afable y sonriente la mayor parte del tiempo.
Después de un rato pedí permiso y me dirigí a la calle Market, donde me tropecé con Clarence. Él estaba ataviado con su atuendo dominguero. Había recién adquirido una lima y una vaina para su cuchillo brecolero de Farmer Joe’s, una pequeña tienda general ubicada cerca de la línea del tren y del antiguo barrio chino.
La calle Soledad, la vía principal del barrio chino, había sido el corazón de una vibrante aunque modesta comunidad china; en un vecindario que quedaba cercano al lago Carr Lake. La zona había
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sido popular en el pasado como un centro de comida, entretenimiento y apuestas para la clase obrera del lugar. A principios del siglo pasado los trabajadores agrícolas campesinos encontraron en sus establecimientos un alivio para sus duras tareas. La más educada parte de la sociedad de Salinas consideraba con desprecio al barrio chino. Pero si le fuéramos a hacer caso a John Steinbeck, eso no impedía que algunos “respetables” miembros de dicha comunidad se agenciaran los servicios de sus casas de vida alegre.
Los trabajadores agrícolas chinos que se asentaron en Salinas contribuyeron a establecer las bases para lo que luego se transformó en un pujante conglomerado agrícola. Pero la aprobación del Acta de Exclusión Asiática en 1882, interrumpió el flujo de chinos que alimentaba una comunidad que fue disminuyendo para luego prácticamente desaparecer. Para los 1970 apenas quedaban restos fosilizados del barrio chino: una hilera de dilapidados edificios que servían de albergue a un grupo de desamparados. Un restorán chino permanecía abierto y su adornado, aunque antiguo interior en madera, hablaba de un pasado elegante y próspero.
El edificio que alojaba a Farmer Joe’s también tenía su historia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, era el corazón de una pujante comunidad japonesa. Uno de los negocios propiedad de japoneses, ubicado en la calle Market era administrado por un issei, un japonés americano de primera generación. Katsuichi Yuki llegó a Estados Unidos cuando era apenas un joven, a principios de siglo. De acuerdo con los relatos de los descendientes de Katsuichi, este trabajaba en el Hotel Palace en San Francisco en 1906, cuando una fatídica mañana las paredes comenzaron a sacudirse y el yeso comenzó a caer de los adornados cielos rasos. Según se acercaban al hotel las llamas del incendio que siguieron al gran terremoto, Katsuichi salió corriendo y no se detuvo hasta que llegó a San José, a cuarenta y cinco millas hacia el sur.
Cuando tenía unos cuarenta años, Katsuichi se radicó en Salinas y comenzó a operar una pequeña finca cerca del poblado de Speckels. Luego se casó con una adolescente de “las novias por encargo” (seleccionadas al escoger fotos suministradas por un agente), y comenzó a levantar una familia con mano firme.
Más tarde, cuando él y su esposa desarrollaron una extraña alergia a la tierra de la zona, él abrió una tienda en el pueblo. La tienda ofrecía pescado fresco traído de la cercana bahía de
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Monterrey. Katsuichi se preciaba de tener el pescado más fresco de todo el pueblo.
Katsuichi se convirtió en un respetable miembro de la comunidad japonesa. Aquella distinción constituyó un arma de doble filo. En febrero de 1942, Katsuichi fue arrestado por el FBI en la primera ronda de apresamientos que tenía como objetivo despojar a la comunidad japonesa de sus dirigentes, a raíz del ataque a Pearl Harbor. 1
Aquel día que en unión de Clarence me encontraba frente a Farmer Joe’s, no conocía nada respecto toda aquella historia. Tan solo sabía que los dos hermanos palestinos que ahora administraban la tienda mixta, habían dominado el inglés y el español y se comunicaban en forma impresionante y amistosa con su variada clientela.
Clarence tenía un periódico doblado debajo del brazo y un estómago que anhelaba ser “entretenido”. Por tanto, nos dirigimos al Café Rodeo. Cuando nos sentamos él abrió el periódico encontrando en primera página un artículo acerca de Ángela Davis la activista negra que estaba esperando se le celebrara juicio, acusada de suministrar armas para una fuga de prisioneros. Yo conocía algo de aquella historia. Le había dado seguimiento al suceso desde el momento en que George Jackson, Fleeta Drumgo y John Cluchette fueron acusados de dar muerte a un guardia en venganza por el asesinato de tres activistas negros presos en la prisión estatal de Soledad, que estaba en medio del valle a unas pocas millas de Salinas.
Los tres “hermanos de Soledad” como se les conoció fueron transferidos a San Quintín donde estaban esperando juicio. A principios de ese mismo verano, George Jackson un miembro del Partido de las Panteras Negras, y un revolucionario respetado por gente de dentro y de fuera de las prisiones norteamericanas; había sido baleado por guardias de San Quintín, durante un intento de fuga. Era aparente para cualquiera que seguía el caso y conocía la persecución y el asesinato de activistas negros, que él había sido deliberadamente abatido por las autoridades.
Luego Jonathan el hermano de Jackson intentó liberar a los dos hermanos de Soledad del edificio de audiencias de un tribunal en Marin. Jonathan, el Juez Harley y los prisioneros William Christmas y James McClain murieron cuando la policía abrió fuego sobre una furgoneta, mientras intentaban huir. Ángela Davis estaba ahora
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siendo acusada de suministrar las armas a Jonathan. Clarence también le daba seguimiento al caso, y deseaba saber lo que yo opinaba al respecto. Eso dio pie a una extensa conversación que habríamos de sostener durante semanas, durante y fuera de las horas de trabajo.
El asunto de la raza, las divisiones raciales, el movimiento de los derechos civiles y el movimiento de liberación negro eran el tuétano y la sustancia de mucho de lo que acontecía en los Estados Unidos en aquellos días. Aquellas eran las cosas que habían cambiado mi vida, mi perspectiva del mundo y mi concepto de los Estados Unidos. Así que fue algo valioso para mí, cuando Clarence y yo comenzamos a intercambiar puntos de vista y relatos.
No creo haber meditado mucho en mi propio trasfondo social antes de aquellas charlas con Clarence. Ellas me ayudaron a entender algunas cosas respecto a mí mismo. Yo crecí en Long Beach, una ciudad con una gran población negra, pero apenas sabía que vivían negros allí hasta que comencé a asistir a la escuela superior. Aunque una de las mayores y más antiguas comunidades latinas residía en el cercano pueblo de San Pedro, tampoco supe lo que era un mexicano o un chicano hasta que llegué a la universidad. Me pareció de repente que la educación más bien tenía que ver con proteger a la gente de la realidad. Yo conocía muy poco acerca de la historia de California y mucho menos acerca de la división de colores y orígenes raciales surgidos en Estados Unidos. El movimiento de derechos civiles constituyó un gigantesco despertar para la sociedad. Para mí ciertamente lo fue.
Le conté a Clarence acerca de mi propio trauma étnico: cómo los chicos en mi escuela superior tenían un juego chusco de tirar centavos al piso, los que quedaban allí porque cualquiera que recogiera un centavo era llamado “judío”. Ver un centavo en el suelo era una experiencia atemorizante. Vivía con el temor de que alguien se enterara de que yo era “judío”. No había nadie a quien pudiera acudir, por lo que guardé en mi interior aquel temor.
Un día todos mis temores se me vinieron encima. Algunos chicos que conocía, y que pensaba eran mis amigos, me lanzaron varios centavos en la fila del comedor. Cuando me di vuelta, me dirigieron una mirada de odio diciendo: “¡Judío apestoso!”. Habían descubierto mi secreto. Yo no reaccioné en forma indignada. Más bien, sentía una profunda vergüenza y bochorno, así como un fuerte deseo de esconderme. De allí en adelante traté de evitar toda discusión acerca de religión u origen étnico, cualquier cosa que pudiera llevar al
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descubrimiento de aquel secreto. Yo no sabía para ese entonces que otras personas también sufrían a causa de prejuicios mucho más profundos. No tenía idea de que alguien haría, o podría hacer nada al respecto, hasta que el movimiento a favor de los derechos civiles surgió plenamente ante la conciencia pública.
El movimiento a favor de los derechos civiles fue el amigo de todo aquel que sufrió el latigazo de la discriminación. Ese fue el origen del sentimiento fraternidad que me embargó. Yo no estaba muy consciente de aquello, pero recuerdo que en la escuela superior nada me hacía llenar más de ira que el prejuicio que observaba se dirigía en contra de los negros y otras personas. Me motivó a buscar respuestas. Nunca acepté el argumento de que todo aquello “era parte de la naturaleza humana”. Únicamente cuando comencé a adquirir un mejor conocimiento de la historia y del desarrollo de la sociedad pude recabar suficientes argumentos para enfrentar unas conclusiones tan erradas.
Clarence ahora contribuía a mi entendimiento respecto a la manera en que funcionaban las cosas en Estados Unidos. Mi crianza distaba millones de millas de la Clarence. Su familia había trabajado en los campos de aparcería en los estados del Sur. Pero ganarse la vida era difícil y en forma constante enfrentaban las arbitrariedades y las injusticias del sistema llamado Jim Crow. Asimismo el constante terror a los linchamientos, a las palizas y el acoso eran parte de la vida de los negros durante la época de la segregación. Me di cuenta que las experiencias de Clarence con la discriminación hacían que mis encuentros con el antisemitismo parecieran como un paseo en el parque.
Clarence abandonó el Sur cuando los negros estaban siendo reclutados durante la guerra, para ocupar en el Norte plazas de empleo. Su familia se mudó al Norte en el 1941, el mismo año que los braceros se dirigieron allá para trabajar en los sembrados y en los ferrocarriles. Por alguna razón él fue descalificado para el servicio militar y terminó en los muelles de San Francisco, lijando y reparando el fondo de barcos en los astilleros de Hunters Point. Más tarde, se afilió al sindicato de estibadores (ILWU), y permaneció en aquel lugar hasta que vino a Salinas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los trabajos que habían sido coto cerrado de los blancos comenzaron a abrirse. Esto fue así porque su mano de obra se hizo necesaria. Cuando la gente habla acerca de aquella guerra y del “heroísmo” de todo aquello, rara vez si acaso mencionan que hubo cientos de miles de negros que fueron
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a trabajar a las fábricas y astilleros y a los cientos de miles de mexicanos que vinieron a trabajar a los sembrados y los ferrocarriles, hicieron posible el esfuerzo guerreo de Estados Unidos y su victoria. Como gran parte de la “arrogante historia” de los Estados Unidos, aquel fue un logro alcanzado sobre las espaldas de gente explotada y oprimida, que apenas es mencionada en su historia.
Clarence no era un radical en lo político. No se consideraba alguien que auspiciara u organizara algún movimiento para transformar la sociedad. Aunque sus quejas en contra de la sociedad eran a simple vista mucho más profundas que las mías, Clarence era parte de una generación anterior que no compartía ni el fervor ni la esperanza que distinguía a mucha de “la gente de los sesenta” como yo. Para nosotros era algo que estaba en el mismo aire que respirábamos. En ocasiones nos hacía temblar de ira y nos llenaba de una inquieta impaciencia para obtener justicia. Pero no tenía nada que ver con nosotros en un sentido especial. Era el producto de un mundo en convulsión en el cual estábamos madurando.

Sólo un corte bajo la lluvia
El brócoli puede ser cosechado bajo la lluvia. Provistos de botas de goma y de “impermeables” amarillos, estábamos preparados para la lluvia. Hacia el final de la temporada de cosecha había días lluviosos cuando los sembrados se enlodaban tanto que las maquinarias se atascaban, por lo que nos colocábamos sacos en las espaldas y echábamos en ellos el brócoli al lanzarlo sobre nuestras cabezas. Aquel era un trabajo difícil: chapotear en un terreno empapado, donde apenas se podía mantener el equilibrio. Después de algunas horas de aquello, todo el gozo laboral desaparecía y la fatiga se multiplicaba en forma incalculable.
El tiempo que tomaba llenar los cajones ocupaba todo nuestro intelecto con una preocupación irresistible: “¿Cuándo carajo vamos a salir de aquí?” Aunque la compañía pagaba un pequeño incentivo por cortar brócoli en aquellas condiciones, aquello apenas compensaba las desventajas presentes. El brócoli, al igual que muchas siembras, únicamente se le puede permitir que crezca durante determinado tiempo. Pero aquello era un problema de la empresa, no de nosotros. Las condiciones del mercado se tomaban en cuenta en las decisiones de ellos. Pero, ¿qué nos importaba todo eso? Un elevado precio del brócoli ¡únicamente implicaba un mayor sufrimiento para nosotros!
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Un día, una especialmente fuerte lluvia afectó el sembrado, convirtiéndolo en una sopa pantanosa. El viento impulsaba la lluvia en ráfagas. Ahora contábamos con una rotación del encargado de los cajones seleccionándolo el sindicato, un logro arrancado a la empresa. Cuando la humedad no permitía que la máquina funcionara, el encargado de los cajones era responsable de estar en el borde del camión, tomar con una mano el saco de la espalda de los cuadrilleros y echar el brócoli en los cajones. Sucedió que aquel día me tocaba estar en la cama del camión. Yo estaba tratando lo mejor que podía de remover los sacos de las espaldas de los cortadores. La cuadrilla se las arreglaba para tambalearse por el sembrado en pos del camión, pero cada vez se hacía más difícil moverse con sus pesados sacos. Un miembro de la cuadrilla llamado Rafael, también conocido por sus apodo Puerto Rico, o Chaparro por su baja estatura —quizá tenía unos cinco pies, tres pulgadas de estatura—, estaba cortando detrás de la cuadrilla en movimiento, cuando de repente desapareció. Una voz se escuchó pidiendo ayuda, en medio del ruido de la lluvia: “¡Ayúdenme, ayúdenme cabrones!” con un acento que no era para nada mexicano. Chapoteando desde el camión, los miembros de la cuadrilla encontraron a Puerto Rico en tierra, con una de sus botas atascada hasta la rodilla en el lodo. Varios se esforzaron para desatascarlo y colocarlo sobre tierra firma, mientras que Puerto Rico vociferaba maldiciendo la lluvia, el lodo, el brócoli, la empresa y a todo lo demás que directa o indirectamente fuera culpable de su poco cómoda y vergonzosa caída.
Después de algunos otros resbalones en el lodo y después que Clarence llevara su saco al camión, él se dirigió hacia el autobús. Sin proferir grito alguno, la cuadrilla se dirigió al autobús detrás de él. Lo más que pudo el mayordomo, La Coneja, fue convencernos que termináramos de llenar los cajones pendientes y que eso sería todo por aquel día. “OK, OK, no quieren trabajar más! No más, no más OK, OK!” se lamentó él. Así que todos nos subimos al autobús mientras él consultaba con su supervisor. La Coneja dijo que era tiempo de terminar por el día, sabiendo muy bien que no nos iba a hacer que volviéramos al sembrado.
Al igual que muchas experiencias desagradables, trabajar en el brócoli en medio de la lluvia tenía su ventaja: el alivio de luego estar bajo techo, ¡secándonos!


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Soldados puertorriqueños
Trabajé en la cuadrilla D’Arrigo hasta la primera parte de diciembre, y cuando concluyó el empleo me fui a una escuela de tractoristas. Una mañana a principios de enero fui a la calle Market para desayunar en un pequeño lugar donde servían un gran plato de huevos rancheros. Hasta llegar a Salinas rara vez consumía comida picante, pero ahora estaba desarrollando cierta afición a la salsa picante y a los jalapeños, al punto de que rara vez comía sin acompañarme de ellos. Estaba comenzando un buen plato de arroz y frijoles refritos con tres huevos fritos, bañados en queso y salsa roja además de tortillas suaves y calientitas hechas a mano, cuando vi a Clarence que pasaba frente a la cafetería. Él no estaba trabajando, viviendo de lo que había ahorrado durante la temporada de cosecha. Di unos golpecitos en la ventana y le hice señas para que entrara y me acompañara. Él entró, vestido menos formal que de costumbre y sin su sombrero negro. “¿Qué haces aquí?” preguntó fingiendo seriedad. “Te iba a preguntar lo mismo” le contesté. “Estás tratando de colarte sin tu sombrero para que nadie te reconozca, ¡anjá! “El hambre me hizo salir por la puerta antes de que pudiera agarrarlo” me aseguró. “¿Por qué tienes tanta hambre? ¿Soñaste anoche que estabas trabajando en el brócoli?” le pregunté. “No. Estaba bailando en Maida. ¿Sabes dónde está Maida, más abajo en la Market?”  Se dio vuelta para mirar al cocinero que estaba frente a nosotros con su descolorido delantal y su librito de pedidos. “Me trae lo mismo” dijo Clarence señalando a mi plato.
Maida Bamboo Village era un lugar popular con los trabajadores del campo. “No sabía que te gustaba la música de salsa, Clarence”. Me enteré que Clarence iba allí de vez en cuando, por lo general a sentarse, a tomar unos tragos y a escuchar música que iba desde salsa a merengue, o a ritmos tradicionales rancheros o mariachis. Clarence estaba desarrollando cierta afición por esa música, aunque prefería el jazz y los blues, algo que únicamente podría conseguirse si uno viajaba a Seaside o a Monterrey. Maida tenía la ventaja de que estaba a una corta caminata del centro de Salinas.
Clarence había conocido a unos soldados puertorriqueños la noche antes, y terminaron brindándose tragos. Los jóvenes soldados bromearon con Clarence y finalmente lo hicieron que bailara con algunas trabajadoras del campo que habían venido a pasar un rato allí.
“¿Pues qué te cuentan los soldados?” le pregunté. “Odian el ejército. No ven la hora cuando puedan abandonarlo”. “¿Son
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reclutas?” fue mi pregunta. “No. Están regresando de Vietnam. ¿No te acabo de decir que están esperando a darse de baja?” me dijo. “¿Y están en el Fort Ord? Me sorprende” le dije. “Que yo sepa, no les permiten a la mayor parte de los veteranos de Vietnam quedarse en la base. Los mandan a Hunter Liggett, para que no contaminen a los reclutas”. “¿Hunter Liggett?” preguntó Clarence. “Sí, está por allá por Greenfield, en Los Padres, un centro de pruebas para equipos militares, en medio de un bosque. Envían allí a los veteranos de Vietnam para mantenerlos fuera de la base de entrenamiento. Lo que dañaría a un recluta es ponerlo en contacto con alguien que ha conocido en la práctica el engaño que es esta guerra; alguien que no tienen miedo de reconocer a sus superiores utilizando un saludo con el dedo del medio. Clarence se rió y me preguntó, “¿Cómo sabes todo eso?” Entonces le conté cómo había estado trabajando con un grupo de veteranos de Vietnam opuestos a la guerra, activistas y revolucionarios en una cafetería frecuentada por soldados cerca de Fort Ord.
A manera de información adicional le conté cómo se inició el proyecto de las cafeterías GI además de otro proyecto en la base de los infantes de marina en Camp Pendleton donde se había comenzado a hacer contacto con los soldados más inquietos de aquel lugar. La labor en Pendleton se inició cuando una mujer de ascendencia japonesa, Par Sumi y un norteamericano, Kent Hudson, se mudaron cerca de la base desde Los Ángeles. Ellos comenzaron a entregar volantes en contra de la guerra a los soldados y pronto contaron con un grupo de soldados negros que comenzó a organizarse. La voz se corrió. Dentro de poco hubo soldados de muchos trasfondos sociales que se organizaron. Iniciaron un grupo que llamaron Movimiento Democrático Militar (MDM). Contaban con un programa de diez puntos que imitaba en cierto sentido al programa de las Panteras Negras. Desde Pendleton pasó al Fort Ord.
Una de las cosas que más me inspiró acerca de todo esto, le dije a Clarence, fue el hecho de que soldados negros, hispanos y blancos comenzaron a trabajar unidos. Para muchos de ellos todo tuvo su inicio en Vietnam cuando algunos soldados descubrieron que el odio que compartían por la guerra y la milicia, era más fuerte que cualquier aparente diferencia que hubiera entre ellos. Observé a soldados blancos en Ord que habían desarrollado un profundo odio por el racismo a través de sus experiencias al trabajar junto a otros soldados. Eso incluía a algunos soldados blancos provenientes del
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Sur. También comenzaron a entender que el prejuicio en contra de soldados de otras razas también los perjudicaba a ellos: permitía que los superiores los controlaran a todos. Le dije también a Clarence que había aprendido una gran lección allí entre los soldados.
Había un soldado puertorriqueño con quien trabajé, llamado Ace. Era un tipo despreocupado, pero también serio. Ace había sido parte del MDM en Ord desde sus inicios. Pero un día en la cafetería se acercó a algunos de nosotros civiles y nos dijo: “Hemos estado trabajando juntos por algún tiempo, pero esto se va a acabar ahora. No vamos a trabajar más con la cafetería ni con el MDM. Les digo esto porque ya hemos estado colaborando por un buen tiempo”. “¿Qué pasa Ace?” le preguntamos. “Bueno, les contaré, porque como dije, hemos trabajado juntos, así que les debemos eso. Algunos de los muchachos hemos estado hablando, y hemos llegado a la conclusión de que los civiles nos han estado usando a nosotros los enlistados”. “¿En qué sentido?” le preguntamos. “Para hacer que crezca su organización, para engrandecerse ustedes” nos dijo. Sorprendidos, su declaración nos sacudió. “¿Cuándo llegaron ustedes a esa conclusión, qué provocó eso? Al cabo de un rato dijo que uno de los civiles que trabajaba en la cafetería había convocado a algunos de los soldados. “Él nos invitó a que consumiéramos un poco de ácido con él”, dijo Ace.
“Íbamos a pasar un buen rato, a relajarnos y a disfrutar, y él tenía un buen producto. Todos estábamos volando, flipeados, y empezamos a bromear, pero luego la conversación tomó un giro serio. Y él nos dijo algunas cosas respecto a la forma en que trabajan los civiles involucrados en este tipo de proyectos, cómo utilizan a los soldados, especialmente a las minorías. Él nos mencionó ejemplos de otras bases. Nos hizo sentir paranoicos respecto a la forma en que estábamos siendo usados.” Discutimos con Ace y logramos que nos prometiera que se reuniría con nosotros y con otros soldados miembros del MDM para sostener una discusión. Habíamos trabajado bastante juntos así que él sentía que le debía por lo menos eso a la organización.
Resultó que no todos los soldados de más relevancia fueron invitados a aquel “intercambio” con el voluntario de la comunidad. Ninguno de los soldados blancos fue invitado, y varios de los más destacados soldados negros activistas tampoco fueron invitados. Aquellos soldados se enfurecieron al escuchar lo sucedido en la reunión con el llamado “voluntario” civil. Los soldados negros que no fueron invitados eran los mejores activistas políticos del grupo.
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Con anterioridad, cuando surgían tensiones de carácter racial entre los soldados ellos tomaban la iniciativa para que todos se reunieran con el fin de ventilar las cosas.
Varios días después nos enteramos de que aquel voluntario había ido a Hunter Liggett donde el MDM tenía un grupo entre los veteranos de Vietnam, y que él había sido generoso al repartir drogas y luego intentó abusar sexualmente de una de las chicas del grupo. Cuando aquello se supo la situación cambió en forma marcada. Los soldados que habían participado de la sesión del ácido ahora se pusieron muy furiosos. Tuvimos que calmarlos. En una reunión de los soldados del MDM se llegó a la conclusión de que algo no estaba bien con “el mencionado miembro de la comunidad”. Lo invitamos a una reunión para que explicara qué estaba sucediendo. Cuando se presentó, encontró un hostil grupo de jóvenes soldados que tenían algunas incisivas preguntas. Se celebró una especie de audiencia.
Él fue confrontado con acusaciones acerca de lo sucedido y de su intento de ataque sexual en Hunter Liggett. Él negó las acusaciones, pero su credibilidad descendió a cero. Se le dijo que se marchara y que jamás volviera por la cafetería o a cualquiera de las actividades del MDM; de otra forma se le trataría en una manera muy poco amable. “Así que”, le dije a Clarence, “en realidad aprendí mucho de aquella experiencia respecto a cómo la gente desea romper todas esas barreras, pero existen esfuerzos coordinados para impedir que eso suceda. Pero no te he contado lo mejor. Unos seis meses después de los incidentes que acabo de describir, yo andaba manejando por los alrededores de Seaside cuando alcancé a ver a nuestro “voluntario”. Estaba vestido con el uniforme de la policía de Seaside. ¿Quizás había estado haciendo algún trabajo por la izquierda para el FBI?”

La escuela de tractoristas
Aquel invierno asistí a la escuela de tractoristas como parte de un programa del gobierno que pagaba los gastos de manutención a los trabajadores agrícolas que deseaban ser adiestrados para otras profesiones. ero el programa tenía un defecto que ponía en duda su patente objetivo: era ofrecido totalmente en inglés. Era innecesario decir que había pocos obreros agrícolas entre nosotros. La mayor parte de los alumnos eran jóvenes que habían crecido en Salinas que se habían dado de baja de la escuela superior y que trataban de adquirir destrezas laborales.
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El currículo consistía en instrucción teórica en las mañanas relacionada a la mecánica de los motores diésel y de gasolina, además de otros asuntos concernientes al equipo que estábamos por aprender a manejar. Luego revisábamos algún equipo: un tractor con un gran conjunto de arados de disco, un buldócer, una motoniveladora, y así por el estilo. Luego nos dirigíamos a un gran solar donde practicábamos moviendo montones de tierra. Le dábamos una “mordida” a un montón y la movíamos a otro lugar. O preparábamos una senda a través de una gran b de tierra. Si estábamos utilizando un tractor, practicábamos pasando discos sobre un sembrado ya cosechado; o hacíamos surcos en algún terreno llano, preparándolo para la siembra. Las cosas que aprendí eran de carácter práctico, pero no tenía mucho interés en realizar ese tipo de trabajo y tan solo una vez trabajé manejando un tractor por un breve tiempo; así que la mayor parte de lo que aprendí quedó sin uso. En realidad estaba allí para obtener algo de dinero en una época cuando el trabajo en los sembrados había en gran media concluido.
Dediqué la mayor parte del tiempo a montar en los equipos, por lo que no tuve una gran oportunidad de amistarme con muchos de mis compañeros de clase. Un grupo de alumnos de mecánica permanecía en el taller diésel, que estaba a mitad de camino entre las topadoras y tractores y el salón de clases. Durante la hora de almuerzo a veces pasaba por el taller y me detenía a conversar por unos minutos. Pero no me sentía a gusto entre ellos. No era que no tuvieran un buen sentido del humor. Ellos podían hacer chistes con cualquiera. Pero las actitudes de algunos de los alumnos no me gustaban. Para empezar, estaban en contra de los mexicanos. Se quejaban bastante en contra de las huelgas y del movimiento sindical, repitiendo rumores estúpidos como si fueran verdades salidas de la boca de Dios. A menudo algunos tenían que ver con César Chávez quien a su entender, era un gran manipulador enfocado en controlar los suministros de alimentos de todo el país; o un agente de una potencia extranjera, lo más probable de Rusia, enviado a revolucionar a los obreros agrícolas que de otra forma estarían muy contentos. Ningún cuento parecía fuera de serie en lo que concernía a la amenaza de los trabajadores agrícolas. Ellos no sentían mucho aprecio por el hecho de que los trabajadores agrícolas mexicanos sostuvieran la economía local y porque producían los alimentos de ellos. En lo que a ellos concernía, a los trabajadores agrícolas les iba muy bien y su rebelión era una muestra de ingratitud. Aquellos eran jóvenes obreros los que hablaban, pero eran las palabras de los productores las que salían de sus bocas.
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Mis opiniones respecto a dichos temas no eran recibidos con mucho beneplácito. Cuando un día mencioné que había pasado el verano anterior deshijando lechuga, recibí la misma respuesta que habría obtenido si les hubiera dicho que había estacionado mi nave espacial detrás del taller de mecánica. Ellos no hablaron mucho, pero sus expresiones me decían: “¿Qué cosa fue la que hiciste?”
Me hice amigo de Faustino uno de los alumnos, un joven filipino. Admiraba sus conocimientos de mecánica y de todos los aparatos mecánicos en general. Él era también un dedicado cazador, y no lo había tratado por mucho tiempo cuando insistió que lo acompañara a ir de cacería. Tenía opiniones encontradas respecto a la cacería, pero fui con él por la novedad. Una noche tomamos una carretera que atravesaba las colinas Gabilan, hacia el lado este del valle. La claridad del anochecer se esfumó mientras cruzábamos por la sinuosa ruta a través de pastizales, de arbustos y de un robledal enano. Tomábamos una pronunciada curva en la carretera cuando un venado entró al pavimento frente a nosotros. De acuerdo con lo esperado, el venado quedó deslumbrado por las luces; sus ojos, grandes y curiosos, reflejaron la luz, enviándola de vuelta a nosotros. Faustino detuvo la camioneta. Él tenía su rifle en el asiento entre nosotros dos, lo tomó, abrió su puerta y de un solo disparo mató al venado que cayó en el pavimento. Eso fue todo. Arrastramos el venado a la pare de atrás de la camioneta y con algún esfuerzo lo subimos a la cama, cubriéndolo para ocultarlo de algún guardia que pasara por allí. Aparentemente, cazar en la oscuridad, aparte de no ser muy deportivo, era ilegal. No recuerdo con exactitud, si lo anterior era cierto, o si era que estábamos cazando fuera de temporada.
Digo que tenía sentimientos encontrados respecto a la cacería; aunque yo como carne, por lo que supongo que mi oposición a la misma tan solo tiene que ver con la cacería en sí. Si se caza para comer y no por deporte, puedo estar de acuerdo, aunque no sea algo que yo practique. Llevamos el venado hasta el garaje de Faustino donde él hábilmente lo desolló y lo cortó para consumirlo. Me sentí muy impresionado con todo aquello. Pude llevarme un buen pedazo de carne de venado a la casa donde estaba viviendo con FJ, Julie y Aggie, y con dicha carne disfrutamos de unas cuantas buenas comidas.
El padre de Faustino había trabajado en los sembrados por lo que me sentí cómodo al conversar con él respecto a mi situación y a lo que me había llevado a Salinas. Faustino era algunos años menor
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que yo y no había tenido contactos con ningún movimiento de izquierda, pero sentía curiosidad al respecto. Le comenté acerca de mi ambivalencia respecto a la cacería y de mi experiencia con las armas, algo que halló divertido. Yo me había unido a la Reserva de la Guardia Costera, porque no tenía interés alguno en ir a Vietnam. Mi cuñado y su primo me habían precedido en la Guardia, y mi cuñado se refería a ella en forma de chiste llamándola “la marina judía”, porque muchos jóvenes judíos tomaban esa ruta para evitar ser llamados al ejército. Por otro lado, no sabía mucho respecto al inicio de la guerra o por qué estaban los Estados Unidos allí.
La Guardia Costera sonaba bastante inocua, pero es una entidad militar y su entrenamiento básico imitaba el de la infantería de marina, lo que significa que era una gran mierda. Según le dije a Faustino y cualquier otro que estuviera dispuesto a escuchar mi opinión, no hay nada glorioso respecto a la milicia estadounidense. Allí estuvimos recibiendo entrenamiento básico por ocho semanas durante una época de guerra, y no escuchamos nada que justificara en forma racional aquella guerra. Nada histórico, ningún dato colateral, nada lógico. Por momentos se nos dijo que los Estados Unidos estaban allí para detener la agresión norvietnamita en contra del Sur, pero no había nada que sustentara dicho aserto. ¿Por qué estaban los Estados Unidos interesados en aquello? Más bien marchábamos gritando: “Quiero ir a Vietnam, quiero matar a los del Viet Cong”. Algo inspirador. A menudo se hablaba de los vietnamitas llamándolos “gooks”. Si estábamos tan preocupados por sus personas, ¿Por qué utilizábamos epítetos derogatorios para referirnos a ellos? De modo que fue en la Guardia Costera, sin haber recibido influencia alguna, que decidí que yo era un pacifista.
Un día nuestro grupo de entrenamiento básico fue llevado al Camp Roberts, una base de entrenamiento de las reservas que estaba ubicado al norte de San Luis Obispo, para practicar con el fusil M-1. Recibí la calificación más baja de mi grupo en la práctica de tiro. De hecho me sentí orgulloso al respecto y les dije a los demás miembros del grupo que eso confirmaba que era un pacifista por naturaleza. Era algo que llegué a creer en su momento, ya que no tenía otra explicación para sentirme en la forma en que lo hacía. Desde luego, eso no era cierto ya que las concepciones de índole social no se heredan. Pero la idea de matar en apoyo a la milicia norteamericana no me atraía para nada y no deseaba ser adiestrado en ello. Los demás reclutas encontraban que aquello era divertido. A ninguno le importaba que yo fuera pacifista. No existía ningún argumento
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moral para la guerra. Ningún miembro de mi grupo tenía ínfulas de guerrero. Ni siquiera los que se habían enganchado para servir en forma regular tenían esa inclinación. Mi compañero de litera, por ejemplo, se unió a la Guardia Costera para evitar ir a la cárcel por robar radios de autos. Ciertamente una parte de esa falta de entusiasmo general respondía a que estábamos en la Guardia Costera, y yo creo que muchos de los reclutas estaban en ella porque tenían muy pocos deseos de ir a pelear a Vietnam. Sabíamos que no tendríamos que ir allá a pelear.
Cuando terminé el entrenamiento básico, ya era un pacifista. Sin embargo, más tarde aprendí cosas adicionales acerca de la guerra y de la historia de la misma, por lo que me convencí de la justicia de la lucha vietnamita. Luego tuve que enfrentar una contradicción. Yo era un pacifista, pero no podía condenar a los vietnamitas por pelear en contra de lo que consideraba una agresión criminal en contra de ellos. Por tanto, llegué a la conclusión de que la violencia se justifica en algunos casos. Había tanto guerras justas como guerras injustas. Luego leí algunas cosas respecto a Malcolm X y a su postura respecto al derecho de los negros a defenderse en contra del Ku Klux Klan y de la violencia policial. Nuevamente tuve que estar de acuerdo que tenían el derecho a hacerlo. De igual manera las Panteras Negras que defendían su derecho a armarse en contra de los violentos ataques de la policía.
Cuando comencé a trabajar en la cafetería GI, gran parte de los empleados de la misma eran veteranos de Vietnam y entre ellos había soldados combatientes e infantes de marina. Naturalmente, estaban familiarizados con las armas de fuego. Nosotros teníamos armas de fuego en la cafetería con el fin de protegernos. Eso pudo habernos salvado de alguna difícil situación.
Un día, nos enteramos que Jane Fonda vendría a visitar Fort Ord y a la cafetería como parte de una gira de actividades en contra de la guerra que estaba filmando el autor y abogado Mark Lane. Corrimos la voz en la base para que los soldados vinieran y participaran en un diálogo con Jane y su grupo respecto al tema de la guerra. Algunos soldados aparecieron para hablar con ella. Mientras el grupo estaba ajustando las luces y el equipo para las tomas fílmicas, varios miembros de una pandilla local de motociclistas, los Monterey Losers, se presentaron en la cafetería y entraron en forma violenta. Llegaron portando bates, látigos y cuchillos. Quizá tenían algunas otras armas ocultas. Tan pronto como entraron, comenzaron a intimidar a la gente, amenazando con destruir el local. Jane y el
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equipo de filmación pudieron recoger sus cosas y escapar por la entrada trasera.
El jefe de los Losers era un tipo indeseable que respondía al nombre de “German George”. A él le gustaba pasearse portando en su cuello una gran swástica de metal. Bien, George estaba pavoneándose por la cafetería y le dio por ir a la parte de atrás donde teníamos la oficina, un lugar al que únicamente debían entrar los empleados, pero el forzó su entrada. Afortunadamente uno de los miembros del personal, un veterano y ex combatiente, había ido a la oficina y estaba allí cuando German George empujó la puerta para entrar. El veterano que se llamaba Steve Murtaugh sacó una escopeta del closet donde se guardaba y la rastrilló. Se pudo escuchar en toda la cafetería el sonido peculiar que hizo la escopeta al ser rastrillada. Steve apuntó a la cabeza de German George y le dijo que cualquier paso que diera hacia el frente podría tener consecuencias negativas para su salud, o algo parecido. German George decidió no poner a prueba la sinceridad de Steve y salió de la oficina llevándose a su pequeña banda de malhechores con él.
Curiosamente, la policía llegó poco después de la pandilla se marchó, despistados y sin tener idea de lo que harían. El daño había sido hecho, y quizá los Losers lograron lo que se habían propuesto. Pero me alegro de que Steve hiciera lo que hizo, porque las cosas pudieron haberse puesto mucho más feas para nosotros.
Por todo el país las organizaciones que se oponían a la guerra, radicales y revolucionarias estaban siendo atacadas físicamente. Un infante de marina opuesto a la guerra, de Camp Pendleton al norte de San Diego, fue baleado en una agresión realizada desde un auto, en una casa auspiciada por activistas y soldados del MDM. Las oficinas de las Panteras Negras estaban siendo atacadas violentamente en muchos lugares a todo lo ancho del país. La policía estaba dando muerte a muchos activistas políticos y dirigentes, algunos en forma descarada. Eso hizo que la gente adoptara medidas para defenderse y con todo su derecho.

La calle Villa
Al final de aquel invierno me mudé de la casa que compartía con FJ, Julie y Aggie, trasladándome a una pequeña choza de madera en la calle Villa; en un reducido patio lleno de casetas. Compartí el lugar con Kenny un amigo de los tiempos de la cafetería en Seaside. Kenny era un tipo apasionado y extrovertido, se había unido al
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personal de la cafetería a principios de la primavera de 1970 y luego se alistó en el ejército para realizar trabajos de organización desde dentro de sus filas. Incluso fue enviado a Fort Ord y se convirtió en un miembro activo del MDM. Sin embargo, los militares estaban observando a los soldados activistas. El Pentágono, durante el gobierno de Nixon, decidió limpiar sus filas de miembros problemáticos. En pocas semanas, prácticamente todo soldado que se sabía tenía vínculos con el MDM, fue dado de baja sin rodeos y expulsado de la base. Kenny estuvo entre ellos.
Al llevar a cabo aquella purga, las autoridades militares las autoridades les dieron de baja por mala conducta a los solados negros activistas, mientras que los blancos recibieron una baja general que se convertía en una baja honrosa después de algún tiempo. De esa forma les concedían a los blancos otra ventaja en un mundo en el que la condición de baja era un concepto importante a la hora de emplear a alguien.
En el 1969, se me dio una baja general en la base de la Guardia Costera en Goverment Island en Alameda. Yo había tenido numerosos roces con oficiales superiores por repartir literatura en contra de la guerra, durante las sesiones de entrenamiento de los reservistas. Fui llamado al servicio activo como castigo, pero cuando continué con aquellas actividades después de ser reactivado, se me dijo que abandonara la base y que jamás regresara, bajo la amenaza de que sería arrestado por entrar en ella sin autorización. Se me concedió una baja por razones de salud, lo que eventualmente se convirtió en una baja honrosa. Mientras tanto, los soldados negros que habían servido en Vietnam, pero que a su regreso se habían manifestado en contra de la guerra, fueron expulsados de la milicia recibiendo un despido por mala conducta. Eso, en la práctica, era casi el equivalente de ser vinculado con un expediente delictivo.
Alrededor de la fecha en que comencé a trabajar en los sembrados, Kenny comenzó a laborar en la fábrica de azúcar Spreckels, cerca de Salinas. El temperamento de activista de Kenny lo llevó a involucrarse en el sindicato de los obreros del azúcar. Allí estuvo activo durante un tiempo difícil y tortuoso, cuando la industria nacional del azúcar estaba moribunda debido a las importaciones de azúcar de caña más barata. Kenny llegó a presidir el Local 180 del Sindicato Azucarero, en los años antes de que la antigua fábrica fuera cerrada en la década de 1980.3

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Alfonso y Dolores
En nuestro pequeño patio en la calle Villa, un día me encontraba debajo de una buseta Volkswagen modelo 1962 que había comprado después que mi viejo Ford expiró. Estaba cambiando el aceite cuando una cara apareció al lado de una de las llantas traseras. Aquella persona estaba en el lado joven de la edad madura, y llevaba un gorro negro tejido embutido hasta las cejas. “¿Te ayudo, amigo?” me preguntó. “No, gracias, Gracias, estoy bien. Pero muchas gracias” contesté.
Se inició una conversación mientras que yo salía de debajo de la parte trasera de la buseta. Pronto se me presentó una invitación para ir a cenar en la caseta que estaba frente a la nuestra.
Durante la cena, conocí más acerca de nuestros vecinos. Alfonso apenas tenía una treintena de años, pero había trabajado en los sembrados casi veinte años y se sentía cansado. Sufría de migrañas y de dolores de espalda. Había trabajado durante algún tiempo en la lechuga, en las cuadrillas por contrato; pero al no poder mantener el ritmo de trabajo se cambió a trabajar por horas en las cosechadoras de coliflor y lechuga; asimismo, cosechando y deshijando cebollas y regando. Sus problemas físicos lo convirtieron en un individuo más pensativo y taciturno de lo que normalmente habría sido. Su compañera doméstica, y su antítesis en muchos aspectos, era Dolores que trabajaba para Bud Antle como empacadora en las máquinas de lechuga. Dolores tenía espíritu que haría sonreír a un zombie. Era prácticamente imposible estar cerca de ella sin ejercitar los músculos asociados al buen humor. Ella poseía una risa fácil y sincera, apreciaba a la gente, era un montón de energía positiva. Creo que ella era la vida de Alfonso, y hasta cierto punto de todo el que estaba cerca de ella.
Durante mis primeros años en los sembrados fui el recipiente privilegiado de mucha hospitalidad y generosidad de parte de numerosos trabajadores agrícolas. Descubrí que si alguien visitaba una de estas familias, debía prepararse para comer algo. Únicamente una receta médica certificando la muerte inmediata en caso de que consumiera alimentos, le permitiría a usted salir de una casa sin haber tomado un bocado. Pero, ¿por qué alguien habría de hacer lo anterior?
Cuando Kenny y yo nos sentamos a cenar con Alfonso y Dolores en su pequeña caseta, idéntica a la nuestra, ocupamos el espacio de lo que era la sala, el comedor y la cocina. Durante la cena
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de carne asada, nopales, frijoles refritos, salsa y tortillas; la conversación derivó a su curiosidad respecto a mi persona. Ellos deseaban saber qué rayos buscaba yo en los sembrados. Esa era una pregunta que habría de escuchar muchas veces en los años venideros. No estoy seguro de que mis respuestas fueran entendidas. “Estoy trabajando en los sembrados, bueno, por accidente”, dije. “Pero, en realidad estoy aquí ahora debido a la lucha”. Cuando veía una señal de desconcierto en sus rostros añadía: “Debido al movimiento”. “Oh. ¿Entonces tú trabajas para el sindicato?” Yo traté de econtrar una respuesta que aún no había elaborado. “Considero que el movimiento de los trabajadores agrícolas es parte de la lucha por una mejor sociedad. Creo que necesitamos luchar por un mundo más justo. Deseo se parte de eso”. Kenny y yo explicamos nuestros puntos de vista respecto a la sociedad y por qué creíamos que era necesario un sistema social diferente, un mundo diferente, que únicamente podría ser establecido a través de métodos revolucionarios.
Lo que también intenté expresar fue un concepto que recién había comenzado a percibir: que era un alivio estar entre personas cuyos valores estaban centrados en un sentir comunitario, en vez de apoyarse en una actitud individualista. Yo crecí en un ambiente de clase media donde la gente era juzgada por sus “logros”, o por la forma que habían ascendido de alguna manera por encima de los demás. Es parecido a un chiste que alguna vez escuché. ¿Cuándo es que los fetos adquieren la capacidad de vivir para los padres judíos de clase media? Respuesta: Cuando se gradúan de la escuela intermedia. Hay algunas verdades sociales entretejidas en lo anterior que le conceden un viso de humor, al mismo tiempo que los encierran en un molde. Pero lo que es claro es que el chiste no tiene sentido para un obrero agrícola, en una comunidad donde la gente es menos susceptible a ser evaluada en una escala de logros individuales. Parece ser, especialmente en este aspecto del movimiento campesino (así como en un aspecto más amplio del movimiento social de la época), que se coloca mucho más valor a la contribución de la gente al esfuerzo del conjunto. Los trabajadores agrícolas desean lo mejor para sus hijos, al igual que otras comunidades, pero parecería que no se consideraba inferiores a los hijos de ellos si trabajaban en los sembrados, reparaban autos o limpiaban oficinas. Eso no equivale a decir que esos valores de la clase media norteamericana, con su énfasis en la movilidad hacia arriba, no tendrán influencia alguna entre los trabajadores agrícolas.
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Lo que sucede sencillamente es que otros valores son los dominantes.
En algún momento durante nuestra conversación surgió una pregunta: “¿No habrá algo malo, muy malo, con una sociedad que menosprecia a la gente que produce nuestra comida?” Esa era una pregunta que yo me haría y discutiría una y otra vez. Alfonso y Dolores ciertamente pensaban que había algo profundamente mal con el desprecio de la sociedad manifestado a los que trabajaban en los sembrados. Ellos, al igual que muchos trabajadores agrícolas que conocería a lo largo de los años, se sentían orgullosos de la labor que realizaban. También veían con ojos críticos el “conspicuo consumismo” de la gente de sectores más pudientes de la sociedad. Para ellos eso era algo sin sentido, así como un derroche.
Sin embargo, aunque la sociedad en sentido general promovía de manera constante determinados valores, el trabajo denodado y una vida modesta no se encontraban entre ellos: a pesar de su moralizadora hipocresía,. Por tanto no se podía determinar hasta qué punto Alfonso y Dolores, al igual que muchos obreros agrícolas del llamado bajo nivel, racionalizarían el juicio que hace la sociedad al decir que si tú estás “allí abajo”, entre las filas de los obreros mal pagados, debe ser porque existe algún problema contigo.
Aunque ni Alfonso ni Dolores trabajaban en empresas sindicalizadas, ellos sentían la necesidad de que hubiera organización y justicia en los campos agrícolas. Ellos apoyaban el movimiento y participaban en las movilizaciones y marchas sindicales. Además, consideraban que la guerra en Vietnam era un engaño perpetuado por los ricos y peleada por los pobres. Consideraban que México, su propio país, era una víctima del depredador poder del norte. “Pobre México”, dijo Alfonso riendo, recitando el famoso proverbio, de (¿quién diría?), del conocido dictador mexicano Porfirio Díaz; “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Esa cita la oiría muchas veces durante los próximos años.

Gustavo y el idioma español
Gustavo e Isabel también vivían en el cortijo de la calle Villa. Gustavo, el más conversador de los dos, era un intelectual originario de Argentina. No recuerdo las circunstancias que lo habían traído a Estados Unidos. Él era un hombre de un físico pequeño, con unas marcadas entradas en una cabellera ya gris, una barba tipo perilla que recortaba en forma puntiaguda. Tan solo eso lo hacía destacarse.
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Gustavo tenía muchos intereses, y con el tiempo nuestras conversaciones abarcaban numerosos temas en un dialecto híbrido entre el inglés y el español. Un día, mientras cenaba en la vivienda de ellos, Gustavo se apasionó con el tema del idioma. Él se sentía muy incómodo por lo que llamaba “el asesinato del castellano” (insistía en llamar así a lo que todos denominaban español), por parte de los mexicanos. Especialmente le disgustaba la forma de hablar de la gente que lo rodeaba: los campesinos. De haber estado a su alcance les habría prohibido rotundamente a los trabajadores agrícolas que hablaran castellano, debido a lo ofensivo que encontraba la versión del español utilizada por ellos.
Esa era una opinión que de inmediato catalogué como estrecha e ilógica. No estaba de acuerdo con la insistencia de Gustavo de que había una forma “correcta” de hablar. Estoy de acuerdo con la idea de que algunos individuos quizá hablan incorrectamente. A lo mejor utilizan palabras en forma inapropiada, y así por el estilo. (Aunque incluso aquí la línea no se ha trazado en forma clara ya que algunos pueden añadir al habla nuevos giros. Pensemos en Shakespeare, a cuyo empleo creativo del idioma le debe el inglés moderno numerosas palabras y frases de uso común.) Hay nuevas palabras y frases que continuamente surgen en cualquier idioma vivo. ¡Alguien debe ser el primero en emplearlas! (Solamente hay que dar un vistazo a los jóvenes de la década de 1960 para observar la explosión de nuevas palabras que se integraban a la cultura, como una corriente de efervescencia que surgía de las profundidades.) No obstante, al hablar de grandes grupos de personas que tienen su propia manera de comunicarse ¿en qué sentido podemos decir que eso es algo incorrecto? El mismo español surgió como un “hijo bastardo” del latín, al igual que el francés, el italiano, el portugués y el rumano. ¿Y cuál idioma resultó ser el más flexible a la larga? Ciertamente no fue el latín. En Gustavo observé no solamente un prejuicio relacionado al habla, sino en contra de una clase social y quizá en contra de un grupo étnico. Además, yo estaba aprendiendo el español que él encontraba objetable; por ejemplo, el variado uso de palabras “inapropiadas” como chingar. Mi vocabulario estaba a la fecha ¡siendo sazonado con términos como chinga, chingado, un chingo, chinga tú, un chingazo, chingón, un chingadero, a la chingada, en chinga, para mencionar unos pocos. Palabras como esas eran parte de las expresiones cotidianas y encerraban significados, tanto literales como emocionales, difíciles de definir y por tanto únicos. Por ejemplo “¡Ay, qué la chingada!”, era algo así como un ruego a Dios, o “¡Dios mío!”, pero más apasionado, según me parecía. En
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determinadas circunstancias, en especial si se utilizaban espontáneamente en público, podían ser motivo de risas. O, “¡Está chingada!”, era una forma popular de decir que alguna cosa “estaba jodida”, ¿y acaso no es más satisfactorio en algunas circunstancias que utilizar la expresión más delicada: “Eso está realmente enredado”, o “Está fastidiado”. Quizá era mi fascinación con el vocabulario “sucio”, o quizá había algún elemento machista en todo aquello. No sé. Pero, diría que escuché en más de una ocasión a mujeres en las líneas de protesta o en otros lugares utilizar un lenguaje que de acuerdo con algunos harían que un marinero se sonrojara; y en ciertas circunstancias parecería algo apropiado.
Los reparos de Gustavo al español mexicano resuena como un eco en una controversia que surgió años después con el llamado dialecto ebonics y la protesta en contra del inglés utilizado por los afroamericanos. Pero mis pensamientos al respecto eran y aún están expresados en la pregunta: ¿No es el lenguaje un medio para la gente comunicarse entre sí? Si un determinado idioma sirve para esto, ¿Cómo podrá usted afirmar que no es correcto? Usted podría decir que es una variante del idioma, una que es utilizada por determinado grupo poblacional. Pero, ¿incorrecto? Eso apunta a una norma absoluta, y en lo que respecta al idioma no existe algo así. Sin embargo, le debo a Gustavo el ímpetu para meditar respecto a un tema de esa naturaleza.

¿Cuál es tu país?
La década de los sesenta hizo su entrada en forma explosiva respecto a la reacción en contra del racismo y de la opresión nacional. Quizá ningún otro asunto definió mejor el radicalismo de la década de 1960 como la rebelión en contra de la opresión nacional en sus muchas variantes. Al correr la cortina de una historia saneada, nosotros la “gente de los sesenta” encontramos que la verdadera historia de los Estados Unidos tuvo que ver con gente de origen europeo que dominó y esclavizó a otras razas y grupos, comenzando con los nativos americanos. En el creciente movimiento radical se fue profundizando el apoyo a las luchas de los pueblos oprimidos en contra del colonialismo, del racismo, de la opresión nacional y en contra del sistema que promovía y sostenía dicha opresión, tanto en el ámbito internacional como en los Estados Unidos. Pero la oposición compartida al estado en que estaban las cosas, no significó necesariamente que se estaba de acuerdo con el por qué, o en lo que se debía hacer al respecto. La
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oposición compartida a las antiguas relaciones que existía entre la gente no garantizaba claridad respecto a lo que debían parecer las nuevas generaciones. Hubo intensas y profundas luchas, y por momentos amargas divisiones respecto a la forma de entender ese devenir histórico y qué hacer al respecto.
Una pregunta consensuada incluía el papel de las minorías y del nacionalismo en la lucha en los Estados Unidos. Para ese entonces yo me consideraba un internacionalista. Sentía un rechazo visceral hacia el nacionalismo norteamericano, el engaño ideológico que motivaba el empeño por dominar y controlar gran parte del mundo. El patriotismo norteamericano es una forma virulenta de nacionalismo entretejido con el racismo y el desprecio por otros grupos. Pero el nacionalismo de un pueblo oprimido por el sistema imperialista era y es una fuerza positiva y progresista. En ese período fue una fuerza poderosa y motivadora la que empujó a la gente a una lucha por derechos y liberación. Hablando en sentido general, los movimientos a favor de la independencia nacional y la liberación eran las contradicciones más importantes que enfrentaba el sistema imperialista. Pero el nacionalismo como ideología tiene límites inherentes. Si se le concede rienda suelta, el nacionalismo se convierte en algo estrecho y competitivo, oponiéndose a los objetivos de liberar a toda la humanidad de cualquier sistema opresivo y retrógrado. Las diferencias respecto al papel del nacionalismo en el movimiento llevaron a agudos, y en ocasiones a amargos argumentos y debates.
Las experiencias entre los soldados reforzaron mi creencia en que una actitud internacionalista, en lugar de nacionalista, era a la vez necesaria y posible, a pesar una larga historia de división racial. Un incidente en particular se destacó, y yo lo utilicé en aquel momento para explicar mi propia actitud al respecto, y para abogar por lo que consideraba una actitud más idónea.
Durante la última parte del verano de 1970 se corrió la voz de que había estallado una rebelión dentro de Fort Ord, en un área llamada SPD (Special Processing Detachment), una prisión de mínima seguridad dentro de la base. La SPD era la respuesta del ejército al destacado aumento de la insubordinación en la base y al comportamiento irrespetuoso en contra de las autoridades militares. La pequeña cárcel de la base estaba llena hasta rebosar, y no podía acomodar al nutrido grupo de soldados insubordinados. Por tanto, los oficiales crearon una cárcel de mínima seguridad utilizando un

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grupo de barracas, y rodeándolo con una cerca y con alambre de púas.
Aquella cárcel no tenía comedor, por lo que se les permitía salir de ella a los soldados detenidos en la misma, aunque tenían que llevar una identificación especial y además eran víctimas de malos tratos y de una humillante discriminación. La tensión y el enojo entre los soldados del grupo de la SPD, explotó una noche por lo que se sublevaron, dando fuego a una parte de las barracas de la prisión. Los empleados de la cafetería y los soldados que pertenecían al MDM consideraron aquella rebelión una respuesta válida a una institución opresiva, así como una muestra de acciones futuras.
Varios días después de la rebelión, un grupo de soldados blancos recluidos en la SPD salieron de la base y se aparecieron en nuestra cafetería. Ellos pidieron ayuda en relación a las consecuencias de la revuelta. Ellos querían publicar un periódico especial relacionado a la SPD. Nosotros no entendimos por qué aquellos soldados que se habían involucrado en una revuelta querían ahora publicar un periódico. ¿No había avanzado la lucha más allá de un periódico? Estábamos mostrando una profunda ignorancia. Fue en poco tiempo que nos dimos cuenta.
La revuelta en la SPD surgió de una compartida ira y frustración de parte de los soldados retenidos allí: soldados de diferentes nacionalidades. Pero poco después de la revuelta, las autoridades militares anunciaron que si había otras revueltas, los soldados negros serían severamente castigados y confinados en la prisión de la base, aunque para ello tuvieran que vaciar la cárcel para acomodarlos. Los soldados negros en la SPD les dijeron a sus colegas blancos que no habría más revueltas o demostraciones en la SPD, porque de haberlas “nosotros pagaremos los platos rotos”.
Los soldados blancos que acudieron a nuestra cafetería estaban en busca de una forma de sobreponerse a aquellas tácticas divisivas. Por tanto, pensaron en un periódico que en su elaboración uniría a soldados de diferente origen social. En forma apropiada nombraron su periódico Unity Now (La Unión Ahora). Ellos pudieron publicar su periódico e involucrar en la tarea a soldados de diferentes trasfondos sociales.
Me sentí como un tonto respecto a mi respuesta inicial, al tiempo que aumentó mi aprecio por aquellos soldados. Pude ver cómo la gente despierta políticamente podía luchar por los derechos de todos. Ninguna nacionalidad posee un monopolio en este tipo de
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sentimientos, e incluso aquellos que han sido privilegiados por la raza pueden llegar a odiar el racismo.

Un periódico
Un torrente de impresos conocido como “prensa alternativa” fue el sello de aquel tormentoso período político. Surgió de una pasión por expresarse en desacuerdo con el medio y de resistencia, por buscar nuevas opciones. Los periódicos aparecían por doquier, desde comunidades grandes y pequeñas, en los recintos universitarios y en organizaciones. El movimiento entre los militares dio a luz cientos de periódicos que brotaron prácticamente en todo recinto militar estadounidense. Aquellos periódicos se esparcieron en forma proporcional al creciente descontento.
La prensa alternativa estaba revelando asuntos que la prensa establecida pasaba por alto o encubría. Como ejemplo, Ramparts, que había evolucionado a través de varios años de una publicación de índole religiosa a una poderosa revista de política radical; informó cómo la CIA había transportado heroína controlada por generales de Laos a favor de EE. UU. Llevándola a Vietnam, donde le era vendida a los militares estadounidenses. Todo con el fin de solventar sus actividades encubiertas. La adicción a la heroína se convirtió en una epidemia entre los soldados norteamericanos en Vietnam, y esos mismos soldados eran castigados por ser adictos a las drogas que su mismo gobierno estaba mercadeando.
Esas revelaciones minaron la credibilidad del gobierno y despertaron a la población de su somnolencia.
Fue en esa atmósfera de lucha y debates en nuestro pequeño cortijo en la calle Villa, en la que hablamos de un periódico que pudiera conectar la situación en los sembrados y fábricas, con lo que sucedía en el resto del mundo. La lucha por la igualdad, las luchas anticolonialistas, las demandas de las mujeres por la igualdad, los movimientos revolucionarios dentro de los Estados Unidos y otros países, los intentos para construir un tipo de sociedad radicalmente diferente. Kenny simpatizaba con eso pero su mente estaba en otro lugar diferente. Alfonso estaba interesado. Dolores nos apoyaba. Pero todo no pasaba de ser un tema de conversación.
Incluso durante el invierno siempre había algo en el local del sindicato. La gente se congregaba y discutía toda noticia o chisme que circulaba. Alfonso y yo nos dirigíamos al local cuando al pasar
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junto a un grupo que discutía, alguien le dijo, “¿Van a ir a Atwater?”, y Alfonso contestó: “¿Atwater? ¿Por qué?” “¿No se han enterado del tiroteo en un sembrado sindicalizado?” Eso lo dijo con una expresión de sorpresa un campesino de más edad, con su sombrero echado atrás, revelando un mechón de cabello gris. “¿A quién mataron?” “La migra mató a un compañero que trabajaba en la poda. Lo mataron. Dicen que le dieron dos tiros”. “¿Lo mataron?” “Sí, lo mataron. Dicen que el hombre atacó a la migra con su cuchilla de podar. Que también era ciudadano”. “¿Qué irá a pasar?”, preguntó Alfonso. “El funeral es mañana. Algunos van a irse allá para el mismo”. Alfonso y yo no necesitamos discutirlo; sabíamos que íbamos a ir a Atwater, dondequiera que estuviera eso.
Atwater es una pequeña comunidad agrícola en el condado Merced, donde gran parte de la inmensa compañía Gallo está ubicada. Es una zona de uvas y de frutales. Rómulo Ávalos estaba trabajando en unión a sus dos hermanos, podando melocotones en un sembrado de la compañía Gallo, cuando se presentaron agentes de inmigración. El agente afirmó que Rómulo no tenía prueba de ser residente legal por lo que lo estaba llevando al vehículo de inmigración cuando de repente y sin provocación, Rómulo lo atacó con su cuchilla de podar. El agente, Edward Nelson, dice lo baleó dos veces en el pecho en “defensa propia”. Algunos de los presentes en la huerta le dijeron a la prensa que Ávalos después del primer disparo cerró la mano. Ellos negaron enfáticamente que Rómulo había atacado al agente. Los testigos también declararon que al hermano de Rómulo se le impidió que le prestara los primeros auxilios.2 Varios días después del incidente, los alguaciles del condado Merced encontraron una tarjeta en la ropa de Ávalo que lo identificaban como ciudadano de Estados Unidos. Rómulo nació en Hancock, Texas, y luego se mudó a Livingston en el condado Merced, donde había estado trabajando para Gallo durante los últimos cuatro años.
Alfonso y yo manejamos hasta Atwater la mañana del funeral. Era un día frío y húmedo en el mes de febrero. El periódico local de Atwater dijo que el grupo de obreros agrícolas presentes era de unos seiscientos, pero a nosotros nos pareció más grande. Los obreros agrícolas se reunieron desafiando el frío viento y marcharon en silencio por una carretera del condado, desde el sembrado donde Rómulo había sido baleado, hasta el cementerio. Me sentí sobrecogido por el poder de la silenciosa marcha. El silencio parecía en cierta medida incrementar la fuerza de la misma.3
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La gente cercana al sindicato le estaba atribuyendo aquella muerte al incrementado hostigamiento de los obreros en los sembrados sindicalizados. Eso podía haber sido verdad, pero la migra había estado tratando a los inmigrantes como criminales desde hacía mucho, antes de que el sindicato surgiera. Después de aquel homicidio la UFWOC pidió a los trabajadores agrícolas que realizaran protestas, sentándose en los sembrados cada vez que el departamento de inmigración se presentara en campos sindicalizados. Aquello parecía una táctica original. Pero no sé si llegó a implementarse en las fincas organizadas sindicalmente.
Alfonso y yo nos sentimos inspirados por la impresionante y conmovedora manifestación en la que habíamos participado. Yo había llevado una cámara e íbamos a tomar fotos y a publicar un volante respecto a aquella muerte. Cuando llegamos de vuelta a la calle Villa nos dirigimos a la casa de Alfonso para continuar nuestra conversación involucrando a Dolores. Mientras cenábamos le contamos a Dolores acerca de nuestros planes y ella comentó que nosotros habíamos estado hablando de iniciar una publicación, y que aquela parecía una buena ocasión para hacerlo.
Al día siguiente acudimos al local del sindicato para discutir esta idea con Richard Chávez, un antiguo oficial del sindicato de trabajadores automotrices, que dirigía la oficina de Salinas y con Gloria quien nos había asignado a FJ y a mí a la cuadrilla de deshije en aquella oficinita en la parte de atrás del salón. Richard estaba sentado en una dilapidada silla de brazos, intentando aliviarse del dolor de su lastimada espalda. Los incesantes espasmos lo tenían todo estresado y lo llevaban sentirse cansado la mayor parte del tiempo. Le presentamos nuestro concepto para un periódico, diciendo deseábamos algo que hablara de los intereses comunes de la clase trabajadora y que mostrara las injusticias parecidas a las de Atwater; mostrando importantes temas sociales e internacionales desde la perspectiva de las víctimas. Richard y Gloria nos apoyaron. Por un momento el dolor pareció abandonar el rostro de Richard mientras hablaba en forma entusiasta del proyecto. Gloria sugirió que llamáramos al periódico El obrero. Salimos de la oficina con un poco de confianza. Al menos contábamos con el apoyo moral de ellos, y eso significaba mucho para nosotros.
Recibimos mucho ánimo de parte de obreros y activistas agrícolas, pero nos dimos cuenta que en lo que se refería al trabajo a realizar, el mismo iba a recaer sobre nosotros. Por el momento el entusiasmo opacaba nuestras dudas, y las mismas las mantuvimos a
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raya. Decidimos que si podíamos sacar un número suscitaríamos un interés más activo, así como voluntarios. Por tanto nos aplicamos a escribir y a traducir el primer número.
El periódico debía ser bilingüe y Alfonso y Dolores tradujeron algunos artículos escritos en inglés. Conocimos un diseñador gráfico, un soldado de Fort Ord que vivía en la misma calle, y él diseñó el logo del periódico: un obrero agrícola doblado y portando una corta azada en la parte izquierda, y un grupo de edificios fabriles en el otro, con un sector llano en medio simbolizando el valle. Debajo del diseño se leía: “Por la unidad de la clase obrera”. El logo apareció durante varios años en los números que fueron publicados.
Nuestras viviendas eran muy pequeñas por lo que teníamos poco espacio para preparar la diagramación del periódico por lo que Roberto García nos permitió el uso de su garaje. Cuando llegó el momento, pudimos utilizar un mimeógrafo en la Universidad de California, en Santa Cruz. Juntamos nuestros recursos y solicitamos contribuciones. Para la primera semana de Marzo de 1972, El Obrero del Valle de Salinas/The Worker of the Salinas Valley hizo su aparición. Todo aquel primer número estuvo dedicado a relatos relacionados con trabajadores agrícolas. Los obreros de las fresas que vivían en un campamento de remolques llamado La Posada estaban luchando en contra de un desalojo. Eso se convirtió en el punto focal de nuestro primer número, además de las noticias relacionadas con Rómulo Ávalos.
Después de aquella primera versión mimeografiada comenzamos a publicar números mensuales en papel de periódico. En un lado estaba el español y al voltearlo, en el otro lado aparecía el inglés. Un impresor de Moss Landing, un veterano de las luchas sindicales de la década de 1930 que publicaba su propio periódico progresista, consintió en imprimir El obrero.
Un día, ya para la segunda edición del periódico, me encontré con José Pérez un representante del sindicato en la rama de las fresas, además de ser un enérgico agente sindical que había estado activo en el valle antes de la huelga de 1970. “He visto este periódico que ustedes publican. ¿Por qué no lo distribuyen más ampliamente? Sería algo bueno, ¿no es cierto?” “Creo que sí”, le dije. “Bien, entonces, llévenlo a las cuadrillas. Ustedes deben colocarlo en los sembrados. Hagan que los representantes del sindicato los ayuden.”
Así que con la ayuda de José, en una reunión general de representantes sindicales se discutió el asunto de distribuir el
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periódico y se acordó llevarles los ejemplares de El Obrero a sus cuadrillas todos los meses. José incluso ayudó a planificar la logística de recolectar el dinero, colocando alcancías en el local del sindicato.

Coliflores
Una tarde, a finales del invierno, Gloria me preguntó en el salón del sindicato, mientras trabajábamos en El Obrero si yo aceptaba una asignación para los sembrados de coliflores. La escuela de tractoristas había concluido y yo estaba a la espera de la cosecha de lechuga. Tenía planes de trabajar en una máquina de lechugas en la compañía Antle, en unión a Dolores y Alfonso. Pero para eso faltaban varias semanas. Respondí que nunca había trabajado en las coliflores. “No te preocupes —dijo Gloria—. Si ya trabajaste en el deshije, no tendrás problemas”.
Al día siguiente me abrigué y subí a un autobús en el corralón, luchando con el sueño. Me había desacostumbrado a levantarme antes de que amaneciera. Me senté tiritando, y me alegré cuando el mayordomo finalmente encendió el calentador del autobús, al salir en dirección al sembrado. El calorcito me habría hecho dormir a no ser por el repiquetear y las sacudidas mientras navegábamos a través del Alisal, recogiendo a los cuadrilleros en la ruta. Al surgir el sembrado en medio de la oscuridad, fuimos arropados por un inmenso manto gris de niebla que gradualmente se volvió blanca y lo oscureció todo, excepto el suelo alrededor nuestro. Lamenté no haber traído guantes, anticipando el adormecimiento que sentiría al manipular las frías y húmedas hojas. No estaba equivocado.
La planta de coliflor es miembro de la misma familia del brócoli. Pero crece mucho más cerca del suelo, como la lechuga. La flor que es comestible está rodeada por un gran ramillete de hojas. Una vez que la misma alcanza cierto tamaño, los obreros amarran las hojas con bandas elásticas para mantener protegida a la blanca flor de los descolorantes rayos solares. Nosotros cortábamos la coliflor utilizando un cuchillo del largo de un machete. La larga hoja servía para empujar a un lado las hojas con el fin de determinar el tamaño de la flor. En ocasiones la flor revelaba su tamaño por el abultamiento en la parte inferior de las hojas. En otras ocasiones teníamos que doblarnos para asir la sólida flor blanca para ver si tenía el diámetro aproximado de una mano abierta: el tamaño de corte. Al agarrar las hojas atadas, se podía mover la planta y golpear el tallo para separarlo de la flor.
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Nosotros los cortadores caminábamos a ambos lados de un camión que llevaba grandes cajones en los que tirábamos la coliflor con todas sus hojas. Aprendí que había dos formas de tirarlas. Una era tomando las hojas por la parte de arriba para lanzar la planta por debajo del brazo hacia los cajones. Ese método le daba al cortador la opción de hacer que la planta girara, experimentando con diferentes trayectorias. El otro método era colocar el cuchillo debajo de la planta y empujar la flor hacia el cajón utilizando la palanca de la larga hoja del mismo. Ese método no permitía utilizar rotación pero empleaba la fuerza de la mano dominante. Los cajones eran un blanco amplio y una vez que se dominaba la técnica del lanzamiento, no era difícil dar en el blanco con cualquiera de los dos métodos.
El camión con sus cajones se movía lentamente pero uno no se podía entretener, a riesgo de quedarse atrás, lo que significaba correr y tirar con el fin de ponerse a la par, haciendo que una tarea relativamente sencilla se convirtiera en algo agotador y esforzado.
Un día, nuestra rutina de trabajo fue quebrada por gritos y animados movimientos entre las plantas. La gente corría afanosamente, no en una misma dirección como se esperaba en caso que la migra se acercara; sino en forma alocada, alejándose uno del otro como si de repente un fantasma hubiera aparecido en medio nuestro. Entre todas las carreras y excitación escuché la palabra liebre. Vine a darme cuenta de lo que sucedía cuando vi que un miembro de nuestra cuadrilla se agachaba entre los surcos de frondosas plantas y se enderezaba con una sonrisa, y con un animalito entre sus enlodados dedos. “Ya tienes para tu pozole, compadre”, gritó alguien.
Al igual que todos los que trabajábamos en los sembrados, yo llevaba a casa de vez en cuando algo de lo que cosechábamos. ¡Tenía un régimen rico en hortalizas! A la compañía no le molestaba aquello. Pero había comida en los sembrados que no era necesariamente la cultivada en aquellas fincas. Yo le pasaba por el lado a algunas plantas que consideraba otra mala hierba más. Pero lo que era una mala hierba para alguien, constituía un nutritivo alimento para un conocedor. Los que eran del campo mexicano conocían muchas plantas que crecían silvestres. A menudo llevaban a casa “yerbajos” como lechuga del monte un tipo de lechuga silvestre que crece en tallos con puntiagudas hojas tiernas; también verdolaga¸ una suculenta con hojas delicadas cubiertas de vello y con tallos gruesos y jugosos. En más de una ocasión, fui estimulado a recoger de los sembrados un ramillete de esas plantas, pero rehusé. Tenía
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mis prejuicios citadinos en contra de todo lo que no hubiera sido cultivado para mercadearlo. De todas formas no tenía idea de cómo preparar aquellas verduras.

Daniel
Algo bueno me sucedió en aquella cuadrilla. Para el final de la primera semana que pasé en la coliflor, me encontré trabajando al lado de alguien que impidió que mis días se disolvieran en el tedio. Él era poco mayor que yo, con un largo cabello que le llegaba por debajo de la cintura, recogido en una cola. Era alto y tenía una contextura delicada, rasgos angulares y ojos negros y expresivos. No hablaba español, por tanto se acercó a la única otra personas que hablaba inglés en la cuadrilla. Me alegré de tener alguien con quien hablar, ya que mis habilidades conversacionales en español todavía estaban en una etapa primitiva. Él hablaba en forma lenta con una fluidez que no delataba que el inglés no era su lengua materna.
Daniel creció en una reservación indígena en el sur de California. Durante las semanas que pasé con él, pude escuchar relatos impresionantes y cautivadores respecto a crecer en una rez o reservación; respecto a la gente que vivía allí, de sus desafíos y errores, de sus triunfos y tragedias, de sus conocimientos y sus carencias. Aquellos eran relatos, en su gran mayoría, de hermanos y hermanas, padres, primos, tías y tíos. Relatos acerca de un mundo del que no sabía nada, un mundo dentro de otro donde la gente atesoraba y practicaba tradiciones aun cuando su cultura les estaba siendo arrebatada.
Daniel me contó de cómo había crecido en forma salvaje en la reservación, de su alocada juventud y del conocimiento del mundo y de las cosas que otras generaciones le habían trasmitido. Él me contó de la recolección ritual de semillas de pino y piñones, describiendo el proceso con gustosos detalles. Él describió la cacería y el respeto por las presas.
Me habló de las escuelas con internado para los indios donde autosuficientes instructores les predicaban a los alumnos el valor de aprender las costumbres de la sociedad externa, y de los castigos menores que se les imponían a los que practicaban costumbres de los indios, especialmente a aquellos que empleaban el idioma que habían aprendido en sus hogares. Él describió aquellas escuelas de internados que parecían cárceles, donde los alumnos eran considerados con temor por la sociedad en general; del hecho de
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estar separados de sus familias. Él habló de familiares que descendían al abismo de las drogas y del alcohol, o de ambos; de la corrupción entre las autoridades tribales; de las desquiciadas acciones auto destructivas que parecerían algo cómico, si no fuera por los resultados trágicos para los actores involucrados..
Uno de los relatos que hizo se refería a un pariente, creo que un tío, que cuando joven se rebeló en contra de la familia y de las tradiciones para irse a vivir a una ciudad. El tío se sintió avergonzado y apenado de su “atrasado” trasfondo indio y decidió abandonar el mismo para asimilarse en la sociedad que le parecía superior a la suya. Su tío se las arregló bien durante los primeros años de su “exilio”, pero después de un tiempo comenzó a sentirse distanciado de la sociedad que él había adoptado. Pensó que las críticas dirigidas a su medio social indígena tenían algo de justificación en el hecho de que el mismo se había aferrado a costumbres retrógradas y sin sentido. Pero fuera de la reservación, encontró una discriminación que no tenía que ver con la vida de los americanos nativos, sino que estaba relacionada únicamente con la apariencia que él y otros tenían. Aprendió que la sociedad moderna era poderosa; pero que también era ciega y estúpida en la forma en que utilizaba los recursos sin prestar atención a las consecuencias, y que no respetaba la vida humana ni la vida animal. Sobre todo, él comenzó a cuestionar el temerario desprecio, o la desconsideración por la naturaleza; como si la misma fuera un contrincante que debía ser vencido, en lugar de constituir una maravillosa realidad que debían ser entendida y cuidada. Su desilusión fue en aumento así como su aprecio por su mal considerada tribu y sociedad.
Luego de experimentar aquella hostilidad en el mundo al que había intentado escapar, decidió defender su cultura nativa que con todos sus defectos y deformidades le parecía una alternativa más cuerda. Por tanto, regresó a la tribu y comenzó a abogar para que se conservaran las tradiciones tribales. Aquella fue una lucha cuesta arriba, debido a que las fuerzas que lo habían expulsado del rebaño se hacían más fuertes cada vez. Pero al mismo tiempo había corrientes en contra. El movimiento a favor de los derechos civiles y las luchas que surgieron de muchas etnias oprimidas, entre ellos los indios norteamericanos, fortalecieron sus convicciones de que no se debía creer en la superioridad de la sociedad no india. Los relatos de ese tío, produjeron una profunda impresión en Daniel, quien no había perdido de vista el valor de su cultura, aun cuando se vio forzado a abandonar la reserva india para encontrar empleo y
OTOÑO E INVIERNO / 1 1 2

alejarse de las prácticas autodestructivas en las que habían caído algunos miembros de su pueblo.
Escuchar a Daniel ocupaba gran parte de mis horas de trabajo, haciendo que pasaran con un placer que opacaba las mismas tareas que realizaba. Me puse a rebuscar en mi memoria relatos concernientes a mi crianza, con los que pudiera devolverle el favor, pero me quedé con las manos vacías. O, en todo caso surgieron demasiado pálidos al compararlos con la trama de sus narraciones, al punto de que me sentí apenado por los mismos y le cedí el tiempo a sus recuerdos que eran abundantes y elocuentes.
Una mañana llegué al corralón de trabajo y Daniel no se encontraba allí. Jamás lo vi o supe de él.